Recordé las palabras que el emperador Marco Aurelio escribió en su libro Meditaciones, uno de mis favoritos: “Vivimos por un instante, sólo para caer en el completo olvido y el vacío infinito de tiempo de esta parte de nuestra existencia." "Piensa en lo que han hecho, tras pasar una vida de implacable enemistad, sospecha, odio... ahora están muertos y reducidos a cenizas … La vida del hombre es una simple duración, un punto en el tiempo, su contenido una corriente de distancia, la composición del cuerpo propensa a la descomposición, el alma un vórtice, la fortuna incalculable y la fama incierta. Las cosas del cuerpo son como un río y las cosas del alma como un sueño de vapor, la vida es una guerra y la fama después de la muerte, solo olvido”. “Todo lo existente se desintegra y todo lo creado por la naturaleza está destinado a morir”. “La duración de la vida de cada uno es irrelevante, un paso para ver el enorme abismo de tiempo detrás de ti y antes de ti en otro infinito por venir. En esta eternidad de la vida de un bebé de tres días y la vida de un Néstor de tres siglos se funden como uno solo”. “Los deseos conducen a la permanente preocupación y decepción, ya que todo lo que se desea de este mundo es miserable y corrupto”.
Cuando llegamos jalé aire otra vez. Había que estar tranquilo, fuerte, sereno. Cuando era niño me aguantaba la respiración al pasar frente a una funeraria, ahora tenía que respirar hondamente porque iba a estar adentro durante algunas horas. Entramos y una sensación de temor me invadió. No quise asomarme a buscar en cada velatorio para ver en dónde estaba mi tío, temía que uno de los muertos se levantara y me dijera -no, aquí no es, busca en otro número-. Ni por un momento pensé en buscar en el directorio de los muertos. Alguno de los muchachos encontró en dónde era, sala #12, nos asomamos y estaba completamente vacía. Hasta en este lugar está solo, pensé.
Bajamos a la cafetería, allí estaban los demás. Comentaban acerca de un hecho raro que acababa de pasar. Sucedió que cuando estaban en la sala de velar una muchacha, que se dijo hija de la señora María, o sea mi madre, llegó y se puso a mirar todo, como supervisando. Mi mamá y hermanos aún no habían llegado así que la joven estuvo hablando con un licenciado, compañero de trabajo de mi tío. La joven desconocida le dijo que era sobrina del difunto y que se encontraba ahí para apoyar en todo a la familia y estar muy cerca. Incluso opinó y dio su visto bueno respecto al arreglo del cadáver. El licenciado, que no conocía a ninguno de nosotros, estuvo platicando unos minutos con ella. En eso llegaron mi madre mis hermanos y entraron a la sala. Todavía los encontraron ahí, pero como no conocían ni a la joven ni al licenciado simplemente los saludaron cortésmente. La muchacha dijo que iba al baño, mi madre la acompañó, y a partir de ahí se desapareció y nunca más, ni en el sepelio volvió a aparecer.
Comentaban esto en la cafetería cuando llegué con mis amigos. Nos mostramos incrédulos, no podía ser cierto, era una broma o una extraña coincidencia, pero no, interrumpió el joven licenciado, ella conocía a mi tío porque se refería a él por su nombre y con mucha familiaridad. Los muchachos decidieron salir a buscar a la chica sala por sala, en los baños, en el patio, para ver si la encontraban. Nadie la halló. En eso estábamos cuando llegó un señor llamado Rolando, compañero de mi tío, actor y extra de cine. Venía tambaleándose de borracho apoyado en Chavarría, que lo había ido a traer o se lo encontró en una cantina en donde sabía que estarían algunos de los amigos del tequilero difunto. Rolando llegó rompiendo los esquemas establecidos que se sabe son la norma en los velatorios. A momentos reía muy fuerte, en otros lloraba. Luego, chupaba de una anforita de brandy con un popote, herencia de mi tío, apodado “el hombre del popote”. Decía Rolando: “fue un cabrón, era la alegría con patas, pero pues ni modo, así es este asunto señora. No me lo tome a mal, pero pues ya se murió ¿o no?” Mi madre sólo volteaba a verlo, sabiendo que aquel hombre borracho era como un niño malcriado que no sabía de respeto a ningún lugar. No lo corría porque sabía que probablemente mi tío estaría haciendo lo mismo en su propio velorio si pudiera levantarse de la caja fría para reventarse y seguir cotorreando.
Rolando seguía hable y hable, se convirtió en el centro de aquella improvisada reunión. Los muchachos se cansaron y lo veían con molestia, pensando en qué lata daba con sus necedades. Lo aislaron y ya no lo pelaron, sólo uno de mis hermanos lo atendía. De ahí en adelante Rolando le agarró ley y no se le despegaba, y cuando así ocurría, inmediatamente lo buscaba en la sala de velatorios. Rolando seguía con sus bromas. Contó que mi tío acostumbraba decir: “ucha, ucha, la ver** con capucha; ucha ucha, la ver** con peluca”, y el don se atacaba de risa. Sólo él se reía. Luego se levantó y quiso arrancar las reproducciones de unos dibujos de Leonardo da Vinci que estaban pegados en el cancel de madera que separaba la caja de los sillones. Sacó una cuchara, quién sabe de dónde, y estaba empeñado en quitar al menos uno de los cuadritos. No pudo y se sentó. En ese momento alguien propuso rezarle al muerto, nos levantamos y rodeamos la caja. Algunos comenzaron a orar con voz fuerte, otros rezamos en silencio, respetuosamente. Estábamos ahí, de pie, aunque la tensión del día nos pedía descanso. Rolando pidió disculpas y dijo que no podía seguir ahí porque él no creía en rezos ni nada de eso y no quería faltar al respeto, decía que en algún momento podía ganarle la risa.
Al acabar de orar la gente comenzó a despedirse, sólo quedamos en medio de la noche, en ese enorme y lúgubre sala, mi madre, mis hermanos, Rolando -que siempre no se fue-, Chavarría y yo. Este era el funeral de un hombre solo. Algunos con pena argumentaron las consabidas disculpas. Me tengo que retirar, decían. Era muy comprensible. Cansancio, hastío, las ocupaciones propias de cada quien. Nosotros decidimos sentarnos a esperar a la nada. Al otro día sería el sepelio.