Intentamos acostarnos. No había cobijas ni camas ni café. Primero nos recostamos en los sillones de hule espuma, y poco a poco nos fuimos acostando por completo. Rolando se fue a un cuarto pequeño que estaba junto al féretro. Ese espacio era para los familiares más cercanos al difunto, para que estuvieran a solas, para que descansaran un poco. Rolando convirtió ese lugar en su suite particular. Completamente borracho se tendió boca abajo con los pies colgando en un sillón reposet que había ahí. Mi madre se recostó en un sillón de la sala. Chavarría y mi hermano en otro. En fin, nos acomodamos como pudimos. Yo me tiré sobre un pedazo de piso que estaba alfombrado pretendiendo relajar mis músculos. Después de un rato hasta me tapé con hojas del periódico que siempre me acompañaba, el UNOmásUNO.
Ninguno tenía miedo. Esto lo digo porque cuando era niño siempre me aterré ante la presencia de la muerte. Jamás pensé que terminaría tranquilo, durmiendo a unos pasos de un cadáver, sólo que éste dormía el sueño eterno, del que no se regresa jamás, de donde no se vuelve a abrir los ojos ni a escuchar nada, de donde no se emite ningún sonido. Él jamás volvería a mover su mano para escribir, ya no ejercitaría esa conexión maravillosa con el cerebro y toda su complejidad. Traté de estar relajado y sin darme cuenta me sumí otra vez en mis pensamientos, volví a ponerme tenso con el ceño fruncido y la mirada clavada en la noche de mis párpados.
Apagamos las luces de la sala, unos foquitos rojos impidieron que en aquella sala se hiciera la noche total. Al otro día me quité las cobijas que me hice con periódico y me levanté para ir a casa. El día estaba muy brillante, sin esmog. Gracias a esto el sol relumbraba haciendo los colores muy vívidos en todos los objetos a la vista. Necesitaba la compañía de alguien, su solidaridad. En los velatorios estaba con mi familia, pero quería conversar con mis amigos, así que fui a buscar a Pedro, un viejo amigo de la infancia. Abordé un taxi para llegar más pronto. Quería decirle a todo el mundo que mi tío había muerto, pero nadie estaba dispuesto a escuchar historias de muertos, y tenían razón, cada quien se ocupaba de sus propios asuntos. El taxista me llevó, me dejó y se fue. Y Pedro no quiso acompañarme, dijo que no era mala onda, pero que no le gustaban esas cosas. Me sentí triste, no podía comprender su punto de vista.
Me fui. Tomé otro taxi, y en el camino el conductor me platicó sus aventuras de cuando era joven, de sus bailes en el salón Los Ángeles, de la mujer que lo engañó. Él la quería bien, decentemente. La llevaba a bailar y en su taxi tipo “cotorra”, de esos que hubo en los años sesentas, iban a dar la vuelta. Era su novia santa, no la del desmadre o del faje violento, según me dijo. El taxista tenía el cabello relamido, peinado a lo pachuco, bigote recortado. Dijo que él había sido un buen muchacho, que siempre se había comportado como un caballero, pero que la muy jija de su … lo engañó. En cuanto dejaba a la paloma ella volaba a fichar en una calle céntrica. Decidió vengar la afrenta. Por medio de un manito la contrató, se la llevaron a un hotel, ahí apareció el taxista que le gritó que era una piruja, la violó y no le pagó nada. Así se cobró el engaño a su caballerosidad. De él nadie se burlaba. Lo escuché sin emitir una opinión, sólo me limité a asentir y a negar según iba platicando. Su boca se movía sin parar en el caudal de vida que contaba a cada pasajero, su mundo era ese auto de alquiler, era como su nueva prosti a la que padroteaba y le servía sin protestar y sin engaños, siempre a su servicio. No dije nada, llegué a mi destino, pagué, y bajé. Por un momento quise decirle “qué bueno que estamos vivos, ¿no le parece?”, pero no lo hice, otra vez no lo hice.
Ya en el velatorio me moví un poco para descargar de tanto trámite a mi mamá que ya se veía cansada, aunque tranquila. Paga tanto, cuesta esto, aquí está tu vuelto, sumas, restas cálculos biliares, dinero, tierra, agujero, excavación, firma aquí estas dos mil copias, no ha llegado el de la ventanilla, espera 15 minutos, ya llegó, puede partir el cortejo. El día estaba precioso, con grandes nubes y un sol que inundaba todo. ¿Le hubiera gustado a mi tío para su funeral? No lo sé. En el cortejo iban pocos coches y un solo camión para transportar a los deudos. Los que vinieron eran compañeros burócratas de la Secretaría de la Reforma Agraria. Casi ninguno nos saludó porque no nos conocían o quién sabe por qué razón, y como nadie de nosotros iba vestido de negro ni lloraba como desesperado, quizá creyeron que también éramos otros acompañantes. Ya después, cuando supieron quiénes éramos, de todas maneras no hubo una sola palabra para nosotros. Según supimos, mi tío les había dicho que no tenía más familia que un sobrino.
Un camioncito pintado de azul claro fue nuestro transporte, no había llantos conmovedores. Nadie de la familia se subió en los autos de los amigos. El cortejo partió por Tlalpan, Insurgentes, Periférico. Un día claro. La ciudad se fue quedando allá abajo. Mamá me hablaba de su amor por la vida, hasta por las piedras. El camino estaba despejado, no había tráfico. Rolando le decía a mi mamá que no llorara, que “ya lo caido, caido” , que así lo había querido Dios. Luego, el hombre se levantó y empezó a gritar “¡miren, no sean pendejos, estamos aquí, vivos, la sangre corre por nuestras venas, vean el sol, huelan en el aire, estamos aquí, vivos!”. Los otros pasajeros hacían como que no había nada nadie, ni volteaban a ver al borracho que vociferaba desde la parte de atrás del minibús entre trago y trago a su anforita de Viuda de Romero. Llegamos al camposanto, era moderno. Cuando llegamos el delegado del sindicato le pidió seriedad a Rolando, éste siguió con su actitud beoda, vital y retadora, pero como nadie lo peló ante la puerta de la capilla guardó silencio. Bajaron el féretro en medio de esa gran luz que se expandía por todas partes. Estábamos a la mitad de un vallecito habitado por muertos. La caja resplandecía.