/ miércoles 7 de septiembre de 2022

El funeral de un hombre solo XVI

Vitral


Lo metieron en una capilla sin santos, con bancas de madera al natural y una enorme cruz colgando en el altar. El sacerdote empezó a tirar un discurso acerca de que nada representaban cien años de sufrimiento en esta tierra si los comparamos con los milenios que nos esperan en la gloria. Eso, si el señor nos encontraba dignos a sus ojos. Rolando salió tambaleando de la iglesia, no quiso escuchar más. Mi madre estaba atenta y nosotros soportábamos estoicamente.

Terminando la misa los momentos parecían acelerarse para llegar a lo definitivo. Subimos otra vez al camioncito, rápido llegamos al lugar de tierra destinado para la eternidad. Una bandada de palomas revoloteaba en el cielo. El agujero lo abrieron con una excavadora, y alrededor había una alfombra verde muchas veces pisada. Con unos deslizadores automáticos la caja fue descendiendo. Nadie estaba agitado, veíamos con calma y en silencio cómo iban bajando el cajón como una nave que se hunde en el mar de la noche. Para mi tío el mundo se reducía a ese pedazo de tierra que volvía a recibirlo como una madre. Me parecía escuchar el Réquiem de Mozart, y la canción Por siempre joven, junto con esos versículos del libro de Números 6: 24-26, de la Biblia, en los cuales está inspirada la pieza de Bob Dylan: “¡Yavé te bendiga y te guarde! ¡Yavé haga resplandecer su rostro sobre ti y te mire con buenos ojos! ¡Yavé vuelva hacia ti su rostro y te dé la paz.“ Ahora esas obras musicales me sonaban como nuevas, como si jamás las hubiera escuchado, con nuevos significados.

Cayó la primera paletada de tierra, quise aventarla y no lo hice. Todavía me faltaba una buena reflexión acerca de los postulados de mi vida. ¿Los tenía siquiera? Después de la primera vinieron otras, y otras, y otras. Echar tierra a los muertos, decirles adiós y conformarse. Cuando terminaron alguien me dio dinero para darles una propina a los enterradores. Sin dinero no habría habido entierro veloz, hubiéramos tenido que pasar casa por casa, o bancos, pidiendo prestado y perseguidos por zopilotes cargando su guadaña de intereses. Mi tío no fue a parar a un buen hospital por falta de dinero, toda su vida luchó por él, acepto ser un burócrata por necesidad, y al verlo caer en el agujero me hundí en el mundo de lo esencialmente humano, de lo que somos. Comprendí la necesidad de vivir plena y conscientemente hasta el último minuto. Me incliné a colocar un ramo de flores sobre la tumba. No había quedado más que el montículo de tierra, nadie lloraba. Mi mamá sollozaba suavemente, la abracé, se acercaron todos mis hermanos y ahí nos fortalecimos entre todos, nos apretamos, nos abrazamos fuerte, miramos al cielo brillante y azul, azul. Fue un momento intenso. El funeral terminó, nos subimos al camioncito y lo que siguió fue el mundo común de la rutina, la gente se fue retirando poco a poco, sabíamos que jamás nos volveríamos a buscar por voluntad propia. Ahora nos esperaban más trámites burocráticos, cobro de seguros, pago de marchas.

Esa tarde nos fuimos a comer comida china. Teníamos una sensación de serenidad, de discreta tristeza, de mirar todo lo bueno de la vida revuelto con saliva amarga. Me parecía ver a mi tío muy fílmicamente parado por ahí en la esquina de Bucareli y Dondé, con su bastón, su abrigo y portafolio, dispuesto a trabajar de actor aunque fuera sábado o domingo. Y ahí, comiendo deliciosamente, rematamos dos días muy locos en los que la muerte nos acercó a la vida, y nos aconsejó que había que tirarse a matar para cambiar todo lo que estaba jodido, para empezar, en nosotros mismos, a no esperar hasta el último momento para vivir de manera pacífica, sana y amorosa. La presencia de la muerte nos mostró el valor inconmensurable de la vida, nos enseñó que había que hablar de victorias y no de hubieras o podrías.

De todas maneras te quiero, tío, blanco o negro, loco o borracho, triunfador o fracasado. Te quiero con amor incondicional y siento compasión por el ser humano. Te recuerdo peleando por tu tierra, volteando de un lado a otro esos ojillos amarillentos llenos de carnosidades, te imagino en el gabacho ganando muchos dólares, no sólo por los jitomates cosechados o por el algodón que pizcaste, sino por cada línea de poemas que hayas pensado o escrito por allá. Qué estupidez tan sólo contemplar y juzgar la carne envejecida y no darse cuenta del espíritu vital que mora dentro. Ah, todo eso me hace sentir triste, muy triste… pero de todas maneras te quiero, riéndome a tus espaldas quién sabe de qué, con tu próstata fallando y tus conductos urinarios llenos a reventar. Cuando todo esté acabado creo que de todas maneras te recordaré y volveré a amarte otra vez ¿En cuántos vasos de cerveza, en cuántos pomos se mide la vida de un hombre? Sacrificaste imagen y presencia, inflamaste tu ego de otras formas y engordaste como un globo hasta que reventaste. ¡Ay, me meteré un rato en una iglesia para rezar por el eterno descanso de tu alma! Te quiero.

Con los años pesados cargados en la espalda, caminabas con las manos guardadas en los bolsillos, con la soledad amarrada al cuello clavando la mirada en cualquier cosa. En las noches, en tu cuarto, rodeado de humo de cigarro, inventabas versos escritos en cualquier hoja destinada a perderse. ¿Cómo aliviar esa siniestra soledad? ¿Cómo romper el lazo que aniquila? Por la calle, cualquier cantina es buena para echarse un trago, cualquier esquina es igual para mirar al cielo, y luego, visitar a la familia algún domingo de toros transmitidos por la televisión. Platicar lejanas aventuras, expresar deseos, evocar recuerdos que parece que estuvieran aquí. ¿Cómo tragar esa saliva amarga? Desgarro el velo que cubre las palabras, arranco las buenas intenciones, y me digo francamente: cuando no se alcanzó nada en la vida, ay, pinche soledad, qué triste sabes.

Tiempo, no te vayas así, déjame derramar un pétalo azul en tus distancias, no recorras mis huesos con tu guadaña al hombro, con tu carga vacía. Sé que mucho depende de mí, de mi conciencia. Nadie sabe cuándo partirá, así que antes de que amanezca quiero decir, sin quedarme callado, que me amo, que te amo, que los amo a todos.




Lo metieron en una capilla sin santos, con bancas de madera al natural y una enorme cruz colgando en el altar. El sacerdote empezó a tirar un discurso acerca de que nada representaban cien años de sufrimiento en esta tierra si los comparamos con los milenios que nos esperan en la gloria. Eso, si el señor nos encontraba dignos a sus ojos. Rolando salió tambaleando de la iglesia, no quiso escuchar más. Mi madre estaba atenta y nosotros soportábamos estoicamente.

Terminando la misa los momentos parecían acelerarse para llegar a lo definitivo. Subimos otra vez al camioncito, rápido llegamos al lugar de tierra destinado para la eternidad. Una bandada de palomas revoloteaba en el cielo. El agujero lo abrieron con una excavadora, y alrededor había una alfombra verde muchas veces pisada. Con unos deslizadores automáticos la caja fue descendiendo. Nadie estaba agitado, veíamos con calma y en silencio cómo iban bajando el cajón como una nave que se hunde en el mar de la noche. Para mi tío el mundo se reducía a ese pedazo de tierra que volvía a recibirlo como una madre. Me parecía escuchar el Réquiem de Mozart, y la canción Por siempre joven, junto con esos versículos del libro de Números 6: 24-26, de la Biblia, en los cuales está inspirada la pieza de Bob Dylan: “¡Yavé te bendiga y te guarde! ¡Yavé haga resplandecer su rostro sobre ti y te mire con buenos ojos! ¡Yavé vuelva hacia ti su rostro y te dé la paz.“ Ahora esas obras musicales me sonaban como nuevas, como si jamás las hubiera escuchado, con nuevos significados.

Cayó la primera paletada de tierra, quise aventarla y no lo hice. Todavía me faltaba una buena reflexión acerca de los postulados de mi vida. ¿Los tenía siquiera? Después de la primera vinieron otras, y otras, y otras. Echar tierra a los muertos, decirles adiós y conformarse. Cuando terminaron alguien me dio dinero para darles una propina a los enterradores. Sin dinero no habría habido entierro veloz, hubiéramos tenido que pasar casa por casa, o bancos, pidiendo prestado y perseguidos por zopilotes cargando su guadaña de intereses. Mi tío no fue a parar a un buen hospital por falta de dinero, toda su vida luchó por él, acepto ser un burócrata por necesidad, y al verlo caer en el agujero me hundí en el mundo de lo esencialmente humano, de lo que somos. Comprendí la necesidad de vivir plena y conscientemente hasta el último minuto. Me incliné a colocar un ramo de flores sobre la tumba. No había quedado más que el montículo de tierra, nadie lloraba. Mi mamá sollozaba suavemente, la abracé, se acercaron todos mis hermanos y ahí nos fortalecimos entre todos, nos apretamos, nos abrazamos fuerte, miramos al cielo brillante y azul, azul. Fue un momento intenso. El funeral terminó, nos subimos al camioncito y lo que siguió fue el mundo común de la rutina, la gente se fue retirando poco a poco, sabíamos que jamás nos volveríamos a buscar por voluntad propia. Ahora nos esperaban más trámites burocráticos, cobro de seguros, pago de marchas.

Esa tarde nos fuimos a comer comida china. Teníamos una sensación de serenidad, de discreta tristeza, de mirar todo lo bueno de la vida revuelto con saliva amarga. Me parecía ver a mi tío muy fílmicamente parado por ahí en la esquina de Bucareli y Dondé, con su bastón, su abrigo y portafolio, dispuesto a trabajar de actor aunque fuera sábado o domingo. Y ahí, comiendo deliciosamente, rematamos dos días muy locos en los que la muerte nos acercó a la vida, y nos aconsejó que había que tirarse a matar para cambiar todo lo que estaba jodido, para empezar, en nosotros mismos, a no esperar hasta el último momento para vivir de manera pacífica, sana y amorosa. La presencia de la muerte nos mostró el valor inconmensurable de la vida, nos enseñó que había que hablar de victorias y no de hubieras o podrías.

De todas maneras te quiero, tío, blanco o negro, loco o borracho, triunfador o fracasado. Te quiero con amor incondicional y siento compasión por el ser humano. Te recuerdo peleando por tu tierra, volteando de un lado a otro esos ojillos amarillentos llenos de carnosidades, te imagino en el gabacho ganando muchos dólares, no sólo por los jitomates cosechados o por el algodón que pizcaste, sino por cada línea de poemas que hayas pensado o escrito por allá. Qué estupidez tan sólo contemplar y juzgar la carne envejecida y no darse cuenta del espíritu vital que mora dentro. Ah, todo eso me hace sentir triste, muy triste… pero de todas maneras te quiero, riéndome a tus espaldas quién sabe de qué, con tu próstata fallando y tus conductos urinarios llenos a reventar. Cuando todo esté acabado creo que de todas maneras te recordaré y volveré a amarte otra vez ¿En cuántos vasos de cerveza, en cuántos pomos se mide la vida de un hombre? Sacrificaste imagen y presencia, inflamaste tu ego de otras formas y engordaste como un globo hasta que reventaste. ¡Ay, me meteré un rato en una iglesia para rezar por el eterno descanso de tu alma! Te quiero.

Con los años pesados cargados en la espalda, caminabas con las manos guardadas en los bolsillos, con la soledad amarrada al cuello clavando la mirada en cualquier cosa. En las noches, en tu cuarto, rodeado de humo de cigarro, inventabas versos escritos en cualquier hoja destinada a perderse. ¿Cómo aliviar esa siniestra soledad? ¿Cómo romper el lazo que aniquila? Por la calle, cualquier cantina es buena para echarse un trago, cualquier esquina es igual para mirar al cielo, y luego, visitar a la familia algún domingo de toros transmitidos por la televisión. Platicar lejanas aventuras, expresar deseos, evocar recuerdos que parece que estuvieran aquí. ¿Cómo tragar esa saliva amarga? Desgarro el velo que cubre las palabras, arranco las buenas intenciones, y me digo francamente: cuando no se alcanzó nada en la vida, ay, pinche soledad, qué triste sabes.

Tiempo, no te vayas así, déjame derramar un pétalo azul en tus distancias, no recorras mis huesos con tu guadaña al hombro, con tu carga vacía. Sé que mucho depende de mí, de mi conciencia. Nadie sabe cuándo partirá, así que antes de que amanezca quiero decir, sin quedarme callado, que me amo, que te amo, que los amo a todos.



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