Era verano. Un día luminoso. Un viento leve soplaba cálido entre las amplias avenidas del panteón. Parecía que éste no estaba inmerso en la ciudad, era realmente un remanso de paz. El Kirilenko caminaba silencioso, sus pasos no tenían prisa, había cumplido por fin su promesa. Hacía tiempo juró regresar a la tumba de su tío con una botella de tequila y con el libro que le había escrito. Puro pasado, pero psss ya qué. Hoy el muchacho cumplía su juramento y eso le daba calma y satisfacción. Cuando llegó a la tumba tuvo variados sentimientos encontrados, puros alucines. ¿No se habrían robado el cadáver? Todo tiene un valor comercial, hasta la muerte. Los huesos se venden, se trafican, también los dientes, y los ojos, los órganos, todo. Los lotes de tierra se traspasan, se revenden, así que dudaba, por el tiempo que había pasado, si su tío estaría todavía enterrado ahí, y si acaso estaba en qué estado encontraría la tumba, sola y abandonada durante tantos años. Ahora el tío tenía ese pedazo de tierra que en vida nunca tuvo para construir una casa. Ahora tenía sólo ese lote sin lápida, sin cruz, sin flores. ¿Que de veras lo quisieron tan poco?
Bueno, ya nada de eso importaba, lo importante para el Kirilenko era lograr la conexión cósmica, transdimensional, que lograba a través de energías desconocidas y a través de las oraciones que no había dejado de elevar por él. Podía sentir el gozo mutuo desde este y desde el otro lado del canal, y esa era la mayor satisfacción que lo animaba. No tenía ni terror ni pánico, sino satisfacción de que, aunque fuera tarde, cumplía en llevarle el libro escrito y esa botella de tequila Viuda de Romero con etiqueta verde. La historia de su tío estaba ligada a litros y litros de tequila que había vaciado como sangre en su cuerpo para aliviar la enfermedad esa de la soledad. Por eso el Kirilenko le había llevado su botella de a litro, para que se atascara. Quizá, en cuanto se retirará de la tumba, algún chico listo se acercaría y sin ningún romanticismo levantaría el pomo para bebérselo en algún rincón. Pero no le importaba, que hicieran lo que quisieran, a lo mejor ni pasaba nada de eso. De todas maneras la esencia de la bebida ya había sido extraída con la ofrenda.
El Kirilenko no lloraba, tan sólo estaba parado ahí frente a la tumba pensando en tantas cosas y recuerdos, hablando en voz baja consigo mismo. Ya cuando iba a depositar cuidadosa y amorosamente el libro que había escrito para su tío lo pensó dos veces. ¿Que tal si alguien, sin apreciar el valor del trabajo, simplemente se lo llevaba sin saber lo que significaba? Entonces se le ocurrió otra forma de ofrendarlo. Le fue arrancando hoja por hoja mientras caminaba por las avenidas del panteón. Un vientecillo arrinconaba los pedazos de papel en lugares precisos junto a las banquetas, coladeras, hojas de los árboles y la basura. Otros trozos volaban suavemente, parecían flotar y con la luz del sol brillaban con enigmática transparencia.
Pudiera ser también que a algún visitante del panteón le diera curiosidad al ver esas hojas regadas por todas partes, levantara alguna, leyera con calma algo de lo escrito y se preguntara de qué diablos se trataba eso, a dónde pertenecían estos fragmentos de escritura, quién los habría tirado. Cuando el Kirilenko había arrancado ya casi la mitad de las hojas del libro, decidió colocar, ahora sí, lo que restaba junto a la tumba. Regresó y ahí estaba todavía la botella. Se quedó de pie y estuvo un par de horas clavado, piense y piense en la vida y la muerte, en el todo y la nada, en la importancia del tiempo presente que es lo único que realmente tenemos. Vio el Sol, vio el hades, aprendió a valorar el tiempo, el suyo, el que nunca regresará. También comprendió que todo plazo se cumple y que la obra más inconmensurable es nada frente al fin de los siglos. Le dieron ganas de reír y de llorar, sintió mucha fuerza y a la vez un gran desguanzo, creyó descubrir la esencia del alma y de su probable reencarnación, comprendió la importancia de cada acto y la generación del karma. Se agachó otra vez y tomó lo que quedaba del texto, lo observó como si lo acariciara y arrancó otro manojo de hojas, luego aventó el resto sobre la tumba y dio media vuelta. Se marchó.
Unos pasos adelante un hombre alcanzó al muchacho. Le estaba hablando, pero el Kirilenko estaba tan ensimismado y abstraído que no le escuchó. El señor tuvo que tocarle el hombro al joven que antes había esparcido pedazos de hojas como si fueran pétalos de violetas. –Óyeme, cabrón, ¿qué diablos estás haciendo? Estás ensuciando el panteón–, dijo el hombre con el rostro endurecido. Era alto, delgado, pálido, con mirada fría. Kirilenko lo miró a los ojos con pasividad y dulzura, en cambio el hombre sintió que aquella mirada lo atravesaba. –¿Que no me oyes, güey? Estás pasado, drogado, ¿verdad? Órale, sáquese de aquí, perro, si no quieres que te la haga de pedo, y llame a la policía. Pinche loco–. Un pedazo de hoja suelta, luminosa y etérea, voló suavemente en medio de los dos.
El Kirilenko se dejó conducir por aquel hombre rumbo a la puerta del panteón, no podía oponerle resistencia. Mientras, el empleado seguía increpándolo y gritándole groserías. Ya en la puerta de salida, lo único que alcanzó a decir el Kiri fue que de todas maneras él iba a regresar todas las veces que quisiera. –Voy a volver, dijo con firmeza, porque así está escrito, que volvamos una y otra vez, hasta que aprendamos las lecciones que haya que aprender. Así que aunque me vuelvas a sacar regresaré porque esta es la única forma de lograr que mi tío se sienta bien allá donde está, para que sepa que no lo olvidamos y que pedimos a Dios y a la Virgen siempre por él. Volveré para seguirle presentando ofrendas, con un montón de cariño porque me parece que no ofendo a nadie–. El tipo no escuchaba nada, no le importaba, él seguía refunfuñando, gritando y mascullando palabras. Mientras, ya en la puerta de salida, el viento seguía soplando quedo hacia todas partes. El Kirilenko se perdió en el horizonte.