/ martes 26 de junio de 2018

El laberinto de la soledad: todos santos, día de muertos y máscaras

Sigamos con capítulos

Capítulo 3. Todos Santos y Día de Muertos

La contradicción es un elemento indisolube del mexicano. De acuerdo a Paz, “Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo”. En este sentido, las fiestas populares resultan el desahogo idóneo para tal efecto. Durante las fiestas populares, (piense usted, desocupado y caro lector: el día de reyes, el día del amor y de la amistad, el natalicio de Benito Juárez/inicio de la primavera, el día del niño, la semana santa, los días 1, 5, 10, 15 y 25 de mayo, las vacaciones de verano, el grito de independencia, el día de la raza… sin contar los Consejos Técnicos Escolares en educación básica y las respectivas adecuaciones en el nivel medio superior), el mexicano se siente completo, seguro. La razón es sencilla, en ese instante de asueto, en ese presente festivo, “el pasado y el futuro al fin se reconcilian”.

Sin considerar la numeralia del asueto expuesta arriba, todas las comunidades de nuestro país cuentan con sus respectivas ferias y tradiciones, incluso en los poblados más miserables. Para Octavio Paz, los ricos, es decir, aquella minoría que se autodescarta de la noción de pueblo, no festejan, sus eventos sociales se caracterizan por ser gélidos, en donde ni por equivocación se falta a los modales: “Las Fiestas son el único lujo de México”.

En este fervor festivo, una vez más, el círculo de la soledad se cierra. El mexicano derrocha esperando que el derroche mismo atraiga a la abundancia y, si no la atrae, al menos se aparenta. Piénsese en las celebraciones de quinceaños en donde, en un aquelarre kitsch, el derroche se traduce en una simulación icónica que reproduce nuestras aspiraciones reales (de realeza, no de realidad): el salón, el vestido de la quinceañera, los chambelanes (que hace alusión a los nobles de cámara de la antigua corte real que se encargaban de acompañar y servir al rey, de acuerdo a la definición que ofrece María Moliner), el pastel, la orquesta (sustituida por un grupo musical o un disc jockey), las luces, los regalos, las adolescentes con ridículos tacones altos, el exceso y la asunción de la quinceañera a la vida casandera en el nacimiento de la madrugada… Porque lo importante es que, durante la fiesta, “todo pasa como si no fuera cierto, como en los sueños”, como en el sueño que se reproduce generacionalmente en la mente de las adolescentes y sus familias. En la festividad, paradójicamente, el mexicano santifica las fiestas, pero enseguida se olvida y se burla del clero, de las instituciones, de la ley, del ejercito y hasta sí mismo.

Uno de los festejos que más llama la atención por ser exclusivo de nuestro país es el Día de Muertos. Desde la época precolombina, los indígenas creían que la muerte era una continuación de la vida y que, en un sentido cosmogónico, la vida misma se alimentaba de la muerte. El mayor reconocimiento al que podía aspirar un nativo mexicano era ser elegido para ser sacrificado en nombre de nuestros dioses; mientras que para los cristianos la muerte es la antesala a otro estadío vital, para los aztecas el sacrificio de la vida era la manera de fundirse con las fuerzas creadoras. Desprendidos, para los aztecas, ni la vida ni la muerte les pertenecía: todo les era ajeno, sujeto al capricho de los dioses. La religión y el destino, trazaban la vida de sus hijos. Bajo este precepto, “La conquista de México, sería inexplicable sin la traición de los dioses, que reniegan de su pueblo”.

No obstante la traición de los dioses, “todo funciona como si la muerte no existiera”, exaltamos los estilos de vida insanos en nuestra alimentación, en nuestra rutina de trabajo con salarios exiguos, en nuestro transitar rutinario a exceso de velocidad, en el ejercicio impostergable de nuestras adicciones, arrastrando el fatalismo hipócrita característico del mexicano moderno. Para el mexicano moderno, pues, la muerte ha dejado de ser tránsito, ahora es su mantra, su juguete favorito, su amor permanente.

En este capítulo, Octavio Paz recurre a José Gorostiza (Muerte sin fin) y a Xavier Villaurrutia (Nostalgia de la muerte) para desenmascarar a la muerte a través de la poesía. En el caso de Gorostiza, su “poema filosófico resume preocupaciones vitales del poeta a partir de la imagen del agua contenida en un vaso: Dios, el hombre, el universo, la sustancia y la forma poéticas...; mas todo ello enseñoreado por la muerte, penúltima fase de un arte dialéctico en que ella, la Muerte, no abandona un punto a la vida y mantiene así el equilibrio del mundo. La fase final es el hombre, el poeta, reduciendo a la misma muerte a un esperpento, máxima verdad que nace del desprecio. Con esta actitud, sólo el hombre escapa a la fatalidad, ya que ni siquiera Dios está al margen de aquella dialéctica arrasadora, pues sin la presencia y el concurso del hombre en la tierra, Dios no sería sino una enorme oquedad que paralizaría la vida, y la Muerte, salida de la boca de Dios mismo, haría de él su última presa”[1].

En el caso de Villaurrutia, el tema predominante en su poemario, que también incluye teatro, es la muerte, un tema que lo obsesionó en vida. Escribió alguna vez que el hombre puede echar de menos su muerte, que vive y experimenta en formas muy misteriosas. Ambos poetas, a su manera y desde una mirada visionaria, pretenden quitarle la máscara a la muerte, a la Muerte Original, a la que fue antes de la vida, dice Paz.

Capítulo 2. Máscarás mexicanas.

El ser mexicano se distingue por sus varias facetas que, a pesar de ser un ser singular, “siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos también de sí mismo.” Una vez tomada la distancia, o quizás para concretarla, el mexicano es capaz incluso de hacer uso del silencio, además de la palabra, como un instrumento de defensa, coerción, punición, autocomplacencia o consuelo. En México gustamos de quedarnos callarnos para expresar nuestro enojo con el otro: ya no me habla, me retiró el saludo, ley del hielo, ya no le hables…

A propósito de la palabra, Paz reflexiona sobre el poder real que la palabra misma ejerce sobre el mexicano. Del prolífico universo lexicológico nacional, Paz destaca el concepto de “rajarse” cuyo significado, a la luz de nuestra cultura, revela el grado de machismo que nos distingue como mexicanos: ¡Puto el que se raje!, ¡Órale, no seas puto!, ¡Puto!, el que no brinque, el que no salte…

A pesar de su denominación de origen, sólo en México el concepto de “rajar” se complementa con otro ejemplo, el albur: ese lenguaje subliminal, enunciado en condificación secreta, de modo ocurrente y oportunista, pero, sobre todo, cargado de fuertes connotaciones sexuales y homosexuales utilizadas para agredir, retar al otro, y, finalmente, confirmar nuestro carácter cerrado frente al mundo. Una vuelta mas en el círculo de la soledad.

@doctorsimulacro

[1] Valdés, H. (2008). “Nota introductoria” a Muerte sin fin de José Gorostiza. México: UNAM, Dirección de Literatura.


Sigamos con capítulos

Capítulo 3. Todos Santos y Día de Muertos

La contradicción es un elemento indisolube del mexicano. De acuerdo a Paz, “Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo”. En este sentido, las fiestas populares resultan el desahogo idóneo para tal efecto. Durante las fiestas populares, (piense usted, desocupado y caro lector: el día de reyes, el día del amor y de la amistad, el natalicio de Benito Juárez/inicio de la primavera, el día del niño, la semana santa, los días 1, 5, 10, 15 y 25 de mayo, las vacaciones de verano, el grito de independencia, el día de la raza… sin contar los Consejos Técnicos Escolares en educación básica y las respectivas adecuaciones en el nivel medio superior), el mexicano se siente completo, seguro. La razón es sencilla, en ese instante de asueto, en ese presente festivo, “el pasado y el futuro al fin se reconcilian”.

Sin considerar la numeralia del asueto expuesta arriba, todas las comunidades de nuestro país cuentan con sus respectivas ferias y tradiciones, incluso en los poblados más miserables. Para Octavio Paz, los ricos, es decir, aquella minoría que se autodescarta de la noción de pueblo, no festejan, sus eventos sociales se caracterizan por ser gélidos, en donde ni por equivocación se falta a los modales: “Las Fiestas son el único lujo de México”.

En este fervor festivo, una vez más, el círculo de la soledad se cierra. El mexicano derrocha esperando que el derroche mismo atraiga a la abundancia y, si no la atrae, al menos se aparenta. Piénsese en las celebraciones de quinceaños en donde, en un aquelarre kitsch, el derroche se traduce en una simulación icónica que reproduce nuestras aspiraciones reales (de realeza, no de realidad): el salón, el vestido de la quinceañera, los chambelanes (que hace alusión a los nobles de cámara de la antigua corte real que se encargaban de acompañar y servir al rey, de acuerdo a la definición que ofrece María Moliner), el pastel, la orquesta (sustituida por un grupo musical o un disc jockey), las luces, los regalos, las adolescentes con ridículos tacones altos, el exceso y la asunción de la quinceañera a la vida casandera en el nacimiento de la madrugada… Porque lo importante es que, durante la fiesta, “todo pasa como si no fuera cierto, como en los sueños”, como en el sueño que se reproduce generacionalmente en la mente de las adolescentes y sus familias. En la festividad, paradójicamente, el mexicano santifica las fiestas, pero enseguida se olvida y se burla del clero, de las instituciones, de la ley, del ejercito y hasta sí mismo.

Uno de los festejos que más llama la atención por ser exclusivo de nuestro país es el Día de Muertos. Desde la época precolombina, los indígenas creían que la muerte era una continuación de la vida y que, en un sentido cosmogónico, la vida misma se alimentaba de la muerte. El mayor reconocimiento al que podía aspirar un nativo mexicano era ser elegido para ser sacrificado en nombre de nuestros dioses; mientras que para los cristianos la muerte es la antesala a otro estadío vital, para los aztecas el sacrificio de la vida era la manera de fundirse con las fuerzas creadoras. Desprendidos, para los aztecas, ni la vida ni la muerte les pertenecía: todo les era ajeno, sujeto al capricho de los dioses. La religión y el destino, trazaban la vida de sus hijos. Bajo este precepto, “La conquista de México, sería inexplicable sin la traición de los dioses, que reniegan de su pueblo”.

No obstante la traición de los dioses, “todo funciona como si la muerte no existiera”, exaltamos los estilos de vida insanos en nuestra alimentación, en nuestra rutina de trabajo con salarios exiguos, en nuestro transitar rutinario a exceso de velocidad, en el ejercicio impostergable de nuestras adicciones, arrastrando el fatalismo hipócrita característico del mexicano moderno. Para el mexicano moderno, pues, la muerte ha dejado de ser tránsito, ahora es su mantra, su juguete favorito, su amor permanente.

En este capítulo, Octavio Paz recurre a José Gorostiza (Muerte sin fin) y a Xavier Villaurrutia (Nostalgia de la muerte) para desenmascarar a la muerte a través de la poesía. En el caso de Gorostiza, su “poema filosófico resume preocupaciones vitales del poeta a partir de la imagen del agua contenida en un vaso: Dios, el hombre, el universo, la sustancia y la forma poéticas...; mas todo ello enseñoreado por la muerte, penúltima fase de un arte dialéctico en que ella, la Muerte, no abandona un punto a la vida y mantiene así el equilibrio del mundo. La fase final es el hombre, el poeta, reduciendo a la misma muerte a un esperpento, máxima verdad que nace del desprecio. Con esta actitud, sólo el hombre escapa a la fatalidad, ya que ni siquiera Dios está al margen de aquella dialéctica arrasadora, pues sin la presencia y el concurso del hombre en la tierra, Dios no sería sino una enorme oquedad que paralizaría la vida, y la Muerte, salida de la boca de Dios mismo, haría de él su última presa”[1].

En el caso de Villaurrutia, el tema predominante en su poemario, que también incluye teatro, es la muerte, un tema que lo obsesionó en vida. Escribió alguna vez que el hombre puede echar de menos su muerte, que vive y experimenta en formas muy misteriosas. Ambos poetas, a su manera y desde una mirada visionaria, pretenden quitarle la máscara a la muerte, a la Muerte Original, a la que fue antes de la vida, dice Paz.

Capítulo 2. Máscarás mexicanas.

El ser mexicano se distingue por sus varias facetas que, a pesar de ser un ser singular, “siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos también de sí mismo.” Una vez tomada la distancia, o quizás para concretarla, el mexicano es capaz incluso de hacer uso del silencio, además de la palabra, como un instrumento de defensa, coerción, punición, autocomplacencia o consuelo. En México gustamos de quedarnos callarnos para expresar nuestro enojo con el otro: ya no me habla, me retiró el saludo, ley del hielo, ya no le hables…

A propósito de la palabra, Paz reflexiona sobre el poder real que la palabra misma ejerce sobre el mexicano. Del prolífico universo lexicológico nacional, Paz destaca el concepto de “rajarse” cuyo significado, a la luz de nuestra cultura, revela el grado de machismo que nos distingue como mexicanos: ¡Puto el que se raje!, ¡Órale, no seas puto!, ¡Puto!, el que no brinque, el que no salte…

A pesar de su denominación de origen, sólo en México el concepto de “rajar” se complementa con otro ejemplo, el albur: ese lenguaje subliminal, enunciado en condificación secreta, de modo ocurrente y oportunista, pero, sobre todo, cargado de fuertes connotaciones sexuales y homosexuales utilizadas para agredir, retar al otro, y, finalmente, confirmar nuestro carácter cerrado frente al mundo. Una vuelta mas en el círculo de la soledad.

@doctorsimulacro

[1] Valdés, H. (2008). “Nota introductoria” a Muerte sin fin de José Gorostiza. México: UNAM, Dirección de Literatura.


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