/ jueves 20 de febrero de 2020

El legado indígena y la educación nacional

Literatura y filosofía

Pregúntate si tu lenguaje está completo. Wittgenstein

La voz hace rostro. Da identidad no sólo personal, individual; sino histórica, social. En ese sentido es posibilidad de «ser» desde el asombro que produce el estar aquí, un estar aquí como tiempo. Subrayo: no en el tiempo, sino como tiempo. A través de los estudios de la física sabemos que el tiempo no existe sin la materia. Y que ésta no es un mero transcurrir en el tiempo. Marc Bloch —por su parte— refirió que la historia es la “ciencia de los hombres en el tiempo. Esto, sin embargo, puede traducirse como “a través del tiempo”; sin embargo, estar en el tiempo no es —necesariamente— lo mismo que estar a través del tiempo. El primero (estar en el tiempo) es una forma kantiana de reconocer al sujeto en un escenario en donde actúa; en cambio, en el segundo caso (estar a través del tiempo) implica un ser a la vez del tiempo: es decir, un estar siendo de continuo al tiempo.

Estas reflexiones me permiten situar el texto de Salvador Sigüenza Orozco, El legado indígena y la educación nacional en los Valles Centrales y la Sierra Norte de Oaxaca (1950-1980), publicado por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, de la Universidad de la Sierra Juárez, y el Instituto de Educación Pública de Oaxaca, en el 2019. La razón es que Sigüenza Orozco no cuenta solamente una historia del legado indígena a través de la educación en una parte geográfica de Oaxaca (los Valles Centrales y la Sierra Norte), pues aunque refiere cuestiones propias de la educación formal: en diversos aspectos: pedagógico: escolarización, homogeneización, escolarización; cívico: nacionalismo, identidad nacional, nacionalismo nacional y posrevolucionario; histórico: memoria, comunidad y memoria, historia nacional; legal: diversos proyectos educativos, planes de estudio, reformas, instituciones educativas, libros, entre otros, no deja de aparecer el ser humano como sujeto incrustado en su propia realidad dinámica, buscando salir de la pobreza, o al menos intentando librarse de las continuas injusticias que padecían, en particular sobresale la actitud de los maestros. Dos ejemplos de ello: 1) el autor nos relata acerca de “la Escuela Rural, que llegó a los pueblos de Oaxaca a finales de los años 20 y alcanzó una época de mucho trabajo en los 30, [la cual] denunció a la mayordomía y demandó su supresión, [ya que] había maestros que veían que los mayordomos ‘despilfarraban’ dinero y posteriormente sus familiares solicitaban ayuda para poder comer algo” (p. 153); 2) el Programa de Mejoradoras del Hogar, en una población rural en Ayutla, en donde el profesor Leónides Rueda Chávez se empeñaba en “mejorar las condiciones de vida de la población indígena” (p. 266 ss), a través de conseguir máquinas de coser Singer, para que aprendieran corte y confección. En ambos casos vemos la participación comprometida —insisto— del maestro, a favor de mejorar las condiciones socioeconómicas de la sociedad a la que sirve.

Esto hace que el libro muestre no sólo el rostro de la educación en un sentido pedagógico o social, sino también —y no en menor sentido—, en uno de carácter sociológico e histórico-ontológico. En el primer caso el autor refiere diversos procesos de constructos sociales, los cuales des-cubren no sólo personas imbuidas en una sociedad específica, sino rostros que claman ser vistos para entablar un diálogo; por su parte, en el caso de lo histórico-ontológico, se puede observar que a través de diversos devenires individuales y sociales, los hombres y las mujeres de los Valles Centrales y la Sierra Norte de Oaxaca, desde finales del primer cuarto del siglo veinte y hasta 1980, llevaron a cabo prácticas para erradicar “prácticas […] profundamente arraigadas desde la época colonial” (p. 153). Esto hace que —como decía al inicio de estas reflexiones— la voz dé rostro. Pero ¿cuál es el rostro que muestran los seres humanos que refiere Salvador Sigüenza? Me parece que en conjunto muestran un crisol ambivalente: por un lado están los referidos a la escuela y su entorno; por otro lado, aquellos que muestran a la gente en su devenir social, en donde las adversidades los hicieron adoptar y fortalecer inflexiones históricas, lo cual —por su parte— viene a mostrar que no hay una direccionalidad humana a priori; o como diría Marcuse —desde la teoría crítica—, en El hombre unidimensional, desde el que critica las tendencias del capitalismo americano que conducen a una sociedad cerrada, intentando disciplinar e integrar todas las dimensiones de la existencia humana, no sólo en lo púbico, sino también en lo privado. ¿Cuál es la sociedad cerrada con la que se enfrentaron los oaxaqueños que refiere Salvador Sigüenza?, ¿cuál, que hacía unidireccional su realidad?; y en este sentido, ¿qué papel jugó la escuela, en particular los maestros? Las respuestas pueden multiplicarse, si se usa una óptica u otra. Al final, la reflexión sería motivo de un análisis crítico. Sin embargo, el derrotero histórico no se mantiene siempre de la misma manera. La historicidad de los sujetos no deviene en formas —digamos— ordenadas. Es por ello que el libro de Salvador Sigüenza abre la posibilidad de ver una historicidad in situ, desde una óptica que refiere a los actores en el tiempo y a través del tiempo. Actuando en unas circunstancias que disparan tales o cuales conductas de búsqueda de mejora social, a la vez que de desarrollo individual. Estas dos virtudes muestran la importancia del «ser», desde su construcción ontológica-histórica. El indigenismo, en este sentido, viene a ser no sólo una parte de la realidad mexicana, sino —sobre todo— una forma de vida específica, son sus propias particularidades. Esto hace que el libro que nos ocupa sea mayormente rico no sólo en información, sino también en prisma que permite refractar y reflejar una realidad a la manera del aleph de Borges: donde todo se conjuga y sucede sin que parezca alterar el sentido histórico de cada una de las caras del poliedro.

Pregúntate si tu lenguaje está completo. Wittgenstein

La voz hace rostro. Da identidad no sólo personal, individual; sino histórica, social. En ese sentido es posibilidad de «ser» desde el asombro que produce el estar aquí, un estar aquí como tiempo. Subrayo: no en el tiempo, sino como tiempo. A través de los estudios de la física sabemos que el tiempo no existe sin la materia. Y que ésta no es un mero transcurrir en el tiempo. Marc Bloch —por su parte— refirió que la historia es la “ciencia de los hombres en el tiempo. Esto, sin embargo, puede traducirse como “a través del tiempo”; sin embargo, estar en el tiempo no es —necesariamente— lo mismo que estar a través del tiempo. El primero (estar en el tiempo) es una forma kantiana de reconocer al sujeto en un escenario en donde actúa; en cambio, en el segundo caso (estar a través del tiempo) implica un ser a la vez del tiempo: es decir, un estar siendo de continuo al tiempo.

Estas reflexiones me permiten situar el texto de Salvador Sigüenza Orozco, El legado indígena y la educación nacional en los Valles Centrales y la Sierra Norte de Oaxaca (1950-1980), publicado por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, de la Universidad de la Sierra Juárez, y el Instituto de Educación Pública de Oaxaca, en el 2019. La razón es que Sigüenza Orozco no cuenta solamente una historia del legado indígena a través de la educación en una parte geográfica de Oaxaca (los Valles Centrales y la Sierra Norte), pues aunque refiere cuestiones propias de la educación formal: en diversos aspectos: pedagógico: escolarización, homogeneización, escolarización; cívico: nacionalismo, identidad nacional, nacionalismo nacional y posrevolucionario; histórico: memoria, comunidad y memoria, historia nacional; legal: diversos proyectos educativos, planes de estudio, reformas, instituciones educativas, libros, entre otros, no deja de aparecer el ser humano como sujeto incrustado en su propia realidad dinámica, buscando salir de la pobreza, o al menos intentando librarse de las continuas injusticias que padecían, en particular sobresale la actitud de los maestros. Dos ejemplos de ello: 1) el autor nos relata acerca de “la Escuela Rural, que llegó a los pueblos de Oaxaca a finales de los años 20 y alcanzó una época de mucho trabajo en los 30, [la cual] denunció a la mayordomía y demandó su supresión, [ya que] había maestros que veían que los mayordomos ‘despilfarraban’ dinero y posteriormente sus familiares solicitaban ayuda para poder comer algo” (p. 153); 2) el Programa de Mejoradoras del Hogar, en una población rural en Ayutla, en donde el profesor Leónides Rueda Chávez se empeñaba en “mejorar las condiciones de vida de la población indígena” (p. 266 ss), a través de conseguir máquinas de coser Singer, para que aprendieran corte y confección. En ambos casos vemos la participación comprometida —insisto— del maestro, a favor de mejorar las condiciones socioeconómicas de la sociedad a la que sirve.

Esto hace que el libro muestre no sólo el rostro de la educación en un sentido pedagógico o social, sino también —y no en menor sentido—, en uno de carácter sociológico e histórico-ontológico. En el primer caso el autor refiere diversos procesos de constructos sociales, los cuales des-cubren no sólo personas imbuidas en una sociedad específica, sino rostros que claman ser vistos para entablar un diálogo; por su parte, en el caso de lo histórico-ontológico, se puede observar que a través de diversos devenires individuales y sociales, los hombres y las mujeres de los Valles Centrales y la Sierra Norte de Oaxaca, desde finales del primer cuarto del siglo veinte y hasta 1980, llevaron a cabo prácticas para erradicar “prácticas […] profundamente arraigadas desde la época colonial” (p. 153). Esto hace que —como decía al inicio de estas reflexiones— la voz dé rostro. Pero ¿cuál es el rostro que muestran los seres humanos que refiere Salvador Sigüenza? Me parece que en conjunto muestran un crisol ambivalente: por un lado están los referidos a la escuela y su entorno; por otro lado, aquellos que muestran a la gente en su devenir social, en donde las adversidades los hicieron adoptar y fortalecer inflexiones históricas, lo cual —por su parte— viene a mostrar que no hay una direccionalidad humana a priori; o como diría Marcuse —desde la teoría crítica—, en El hombre unidimensional, desde el que critica las tendencias del capitalismo americano que conducen a una sociedad cerrada, intentando disciplinar e integrar todas las dimensiones de la existencia humana, no sólo en lo púbico, sino también en lo privado. ¿Cuál es la sociedad cerrada con la que se enfrentaron los oaxaqueños que refiere Salvador Sigüenza?, ¿cuál, que hacía unidireccional su realidad?; y en este sentido, ¿qué papel jugó la escuela, en particular los maestros? Las respuestas pueden multiplicarse, si se usa una óptica u otra. Al final, la reflexión sería motivo de un análisis crítico. Sin embargo, el derrotero histórico no se mantiene siempre de la misma manera. La historicidad de los sujetos no deviene en formas —digamos— ordenadas. Es por ello que el libro de Salvador Sigüenza abre la posibilidad de ver una historicidad in situ, desde una óptica que refiere a los actores en el tiempo y a través del tiempo. Actuando en unas circunstancias que disparan tales o cuales conductas de búsqueda de mejora social, a la vez que de desarrollo individual. Estas dos virtudes muestran la importancia del «ser», desde su construcción ontológica-histórica. El indigenismo, en este sentido, viene a ser no sólo una parte de la realidad mexicana, sino —sobre todo— una forma de vida específica, son sus propias particularidades. Esto hace que el libro que nos ocupa sea mayormente rico no sólo en información, sino también en prisma que permite refractar y reflejar una realidad a la manera del aleph de Borges: donde todo se conjuga y sucede sin que parezca alterar el sentido histórico de cada una de las caras del poliedro.

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