Dice Gabriel Zaíd en “Los demasiados libros” (DeBolsillo, 2009) que los autores de libros no son tan discretos, en realidad se sienten obligados a repartir obligaciones cada vez que publican. Porque el autor que regala un libro regala un compromiso para quien lo recibe, un compromiso de leer el libro.
Hace un par de semanas, en la Cafetería del Barrio, Blas C. Terán me platicaba una anécdota: uno de los libros editados por La Copia, editorial que él fundó y dirige desde hace más de 20 años, lo encontró en el tianguis de la colonia Presidentes. “Un trabajo de distribución muy chingón”, concluimos los dos. El libro estaba dedicado, no por el autor, sino por una persona que decidió que regalar a alguien ese libro era una buena idea. Decidió regalar un compromiso. ¿Cómo habrá llegado ese libro al tianguis? “¿Y qué hiciste, Blas?”, le pregunté. “Pues lo compré, porque ahora es el único ejemplar que me queda de esa edición”.
Peor, ¿habrá leído el libro la persona a quien fue dedicado?
Ese caso me evocó a aquella historia del coahuilense Artemio de Valle-Arizpe, quien encontró su libro, intonso, en una librería de viejo, y que compró y envió de nuevo a su amigo: “Con el renovado afecto de Artemio de Valle-Arizpe”.
¿Qué es peor, deshacerse de los compromisos que implican los libros regalados o acumularlos en la repisa del olvido con el infalible argumento de que no se tiene tiempo para leerlos? En realidad, nos recuerda Zaíd, casi todos los libros se vuelven obsoletos desde el momento en el que se publican, si no es que antes.
Al respecto, y ante el escenario catastrófico de los demasiados libros no leídos, ¿los autores queretanos realmente leemos los libros que presumimos leer? Me incluyo porque, dicho con toda modestia y dolor, soy de los pocos autores-lectores que se alegran de encontrar a $10.00 una edición en perfectas condiciones de José Luis Sierra. Lo pregunto porque en el bazar de vanidades conocido como Facebook es común encontrar presentaciones de autores locales, en editoriales independientes, pequeñas o de consorcios internacionales, en donde el número de “Me gusta”, “Me encanta”, “Me importa” es inversamente proporcional al número de lectores que acumula el autor. Parafraseando a Samuel Johnson, podríamos especular que en nuestra ciudad se escribe mucho pero se lee poco, porque para convencerse de la vanidad de las esperanzas humanas no hay lugar más deprimente que una biblioteca pública: verla tapizada de imponentes volúmenes, cuidadosamente meditados y documentados, que no pasaron del catálogo.
Más allá de la pomposa y anacrónica ceremonia de entrega del vino tinto y canapés, en donde por la hazaña de zamparse cinco se nos obsequia un libro, y que no hacen más que confirmar el fin apocalíptico de los tiempos librescos, ¿cómo llega la obra de los autores queretanos a las manos del lector? Al respecto no podemos más que confirmar aquella amarga nostalgia de ver el grado de descomposición de la Librería Cultural del Centro, otrora emblema de la Unidad Cultural del Centro, cuyo acervo lo encontramos lleno de libros que no se leerán jamás. Sería una buena idea rebautizarla como el Panteón de los Autores Queretanos Ilustres y Ni Tanto. Ni en diez vidas, los que solemos leer a nuestros colegas locales no tendríamos el suficiente tiempo para terminar de leer aquella catástrofe. Por cierto, en el acervo comercial de la Librería Cultural del Centro se encuentran libros que se pueden conseguir principalmente en Gandhi, El Sótano, Sanborns… ¡pero sin las promociones ni descuentos que ofrecen estas tiendas! ¿Por qué entonces la Librería Cultural del Centro insiste en “competir” con los gigantes de la distribución? ¿Por qué mejor no enfocarse a constituir un espacio digno para los autores locales? Más que buena, la idea de rebautizarla resulta excelente.
En un ejercicio reflexivo que se debate entre el pesimismo y la falsa modestia, Gabriel Zaíd nos pregunta: “¿Y para qué leer? ¿Y para qué escribir? Después de leer cien, mil, diez mil libros en la vida, ¿qué se ha leído?”.
Nada.
Es decir, el lector sabe que al final no se ha leído nada: sólo sé que no he leído nada. Pero, insiste Zaíd, “¿no es quizás eso, exactamente, socráticamente, lo que muchos libros deberían enseñarnos? Ser ignorantes a sabiendas, con plena aceptación. Dejar de ser simples ignorantes, para llegar a ser ignorantes inteligentes”. Y a estas alturas, yo ya no sé qué es peor: si ser un lector ignorante o un autor ignorado o una mezcla macabra de ambas. Quizás por esto, la medida, tanto de la lectura como de la escritura de libros, no debe ser el número de libros leídos o escritos, sino el estado en que nos dejan, a quien los escribe y a quien los lee.
Lo que verdaderamente importa es cómo se anda por las calles, cómo se ve, cómo se mira, cómo se actúa después de leer un libro. Sobre todo, después de leer a un autor como José Luis Sierra, por mencionar a uno de nuestros más grandes ejemplos. Lo que realmente importa, señala Zaíd, es “si la calle y las nubes y la existencia de los otros tienen algo que decirnos. Si leer nos hace, físicamente, más reales”.
¿Y usted, caro lector, a cuántos escritores queretanos ha leído?
@doctorsimulacro