¿Ha soñado usted alguna vez con abandonar de súbito todas las presiones que lo agobian? ¿Ha fantaseado con la posibilidad de dejarse llevar por la inercia de la vida y empezar a trajinar por las calles sin más preocupación que la supervivencia diaria? ¿Ha mirado con curiosidad a los hombres y mujeres que, calados de mugre hasta las orejas, se sientan en una banca de parque a mirar la vida pasar?
Muy bien, está usted en camino de convertirse en un perfecto vagabundo.
No se asuste, no está usted enfermo ni necesita que lo intervengan psiquiátricamente en algún nosocomio de máxima seguridad, lo que le ocurre es que quiere usted volver a convertirse en un ser humano. Sí, leyó bien: un ser humano. Porque sepa usted que, aunque fue dotado de una anatomía equipada para mantener relaciones sociales aceptables y cuenta con una pinta bastante antropomorfa, su espíritu ha sufrido golpes imperceptibles que lo han ido deteriorando poco a poco, a cuentagotas, pero constantemente. A usted lo han hecho creer que el tiempo es dinero, que tiene que trabajar como desesperado para ganarse un lugar en el mundo, que siempre hay alguien más listo o más fuerte o más atractivo o más emprendedor o más agradable o más simpático que usted, que es imposible disfrutar el trabajo porque sólo a través del sacrificio podrá comprar una nueva pantalla plana, que el hecho de que usted no haya llegado más lejos es culpa de su propia ineficiencia, que la felicidad está al alcance de la mano y sólo los estúpidos no se estiran lo suficiente como para alcanzar lo que les corresponde...
Sí, a usted le han ido ensartando en la psique todas estas consignas prodigiosas que han operado cambios profundos en su personalidad. Usted, progresivamente, ha ido dejando de ser humano para convertirse en un “ciudadano provechoso”. Es por eso que siente a veces esas ganas locas de dejarse crecer las barbas (aunque sea usted mujer) y arrojarse al vacío de una existencia itinerante. Sin mapas, sin horarios, sin cuentas por pagar. Pero usted se detiene porque sabe que deberá sacrificar los cafés deslactosados y las infusiones vigorizantes con chía. Usted tiene miedo de abandonar a sus amigos y dejar de dormir bajo un techo. Pero sobre todo, usted teme vivir fuera de las redes sociales cibernéticas y empezar a transitar un territorio tangible, tridimensional e incierto.
¿Ha escuchado hablar de Diógenes?
Era un filósofo. Un vagabundo que se hacía acompañar por perros. Llevaba una lámpara consigo para buscar a un hombre justo sobre la Tierra. La lámpara la usaba de día para burlarse deliberadamente de los ciudadanos ricos, quienes mostraban a los demás falsedades tan brillantes como el sol pero ocultaban verdades oscuras en el fondo de su alma. Con su lámpara, Diógenes buscaba encontrar algún alma honesta que fuera diáfana tanto en su apariencia como en su interior. Y como Diógenes muchos han decidido vivir con lo mínimo, con lo absolutamente indispensable.
Desde hace tiempo a los vagabundos se les mira con asco y condescendencia, con miedo y repugnancia, muchas personas evitan tocarlos y los esquivan con elegante desdén. Antes, mucho antes, eran parte de la comunidad y jugaban un papel vital: nos recordaban la futilidad de los bienes materiales y la importancia de cultivar una ética personal férrea.
Hoy que el pensamiento crítico ha sido reemplazado por el conformismo, usted y yo soñamos con ser libres, con ser vagabundos, con ser humanos; pero nos vemos enfrascados en la pelea diaria por satisfacer necesidades (necedades) que tienen cara de felicidad.
Algo debe de estarse rompiendo en el centro de un sistema que nos hace soñar tan a menudo con mandarlo todo al carajo y empezar a valorar lo esencial, algo debe estar descarapelándose para que, detrás del oropel, se asome la bisutería.
No, no se trata de que salga usted a la calle y tire a la basura las llaves de su vida, se trata de que de vez en cuando se permita contemplar el mundo con extrañeza, desde afuera de la comodidad, para ser vagabundo en su propio territorio. Se trata, tal vez, de que no se conforme con las verdades que le muestran bajo el sol. Consiga una lámpara para ver lo que se oculta en el fondo de esas bellas mentiras que nos obligan a tragarnos a diario, condimentadas con sueños de grandeza.
Y deje de juzgar a los vagabundos que se encuentra en la calle, reconozca en ellos cierta fuerza de voluntad. Cierta grandeza. Cierto afán de olvidar algún dolor añejo. Aplauda en ellos la capacidad de haberse humanizado a tal grado, que dejaron el dinero, el internet, el nombre y el tiempo.