¿Cuándo comenzó verdaderamente el teatro mexicano? Es decir, ¿cuál es el momento preciso en que podemos tomar como punto de partida toda esta vorágine de manifestaciones escénicas que reflejan nuestra identidad y nos ofrecen un diagnóstico de nuestro ser espiritual? El cuestionamiento es totalmente pertinente si queremos tener una idea delimitada y precisa que nos ayude a entender el momento por el que nuestro teatro atraviesa.
Desde luego que responder a tal cuestionamiento no es tarea sencilla, porque el tema se presta a controversia, misma que desde hace tiempo se ha generado entre los especialistas en la materia, nos referimos a los estudiosos de la historiografía de nuestro teatro; por ejemplo: los hay quienes definen el inicio del teatro mexicano desde la época prehispánica, y de cierta manera no les falta razón si pensamos en la enorme cantidad de rituales de nuestros antepasados indígenas cargados de una teatralidad que dejaron asombrados a los conquistadores. El problema radica en la definición de los fenómenos referidos: el teatro, si bien desciende de prácticas rituales, no es, estrictamente hablando, un ritual, y continuando en esta misma línea de reflexión, en todo ritual suele manifestarse el lenguaje de la teatralidad, pero no se podría aseverar categóricamente que la esencia ritual es la base de toda expresión teatral. De manera que, aunque a los azorados ojos de los españoles aquellos rituales les parecían teatro puro, la verdad es que no tenían la misma naturaleza y mucho menos la misma función.
Otros historiadores piensan que el teatro de evangelización es el nacimiento de nuestra identidad teatral como mexicanos, argumentando que estas escenificaciones al ser concebidas, diseñadas y dirigidas por los sacerdotes españoles, se hacían con plena consciencia de lo que es el teatro y con la técnica y los recursos propios del género. Los indígenas eran los encargados de la realización, ya fuera como actores o como escenógrafos, utileros, etc. Por lo tanto, aquí nos encontramos con indígenas y españoles trabajando conjuntamente en la creación teatral.
Este argumento es bastante consistente, sólo presenta un par de inconvenientes. Primero: es muy dudoso que los indígenas fueran plenamente conscientes de lo que los españoles querían que hicieran (recordemos que en esas épocas no existía un sistema de interpretación efectivo entre el castellano y los diversos dialectos indígenas), y muy probablemente estarían realizando lo que para ellos era un ritual; a estas representaciones los indígenas las llamaron en náhuatl: Nexcuitilles que significa ‘cuadro ejemplar’ o ‘cuadro que ilustra’, lo que muestra cierta alusión al mundo de las artes plásticas.
En segundo lugar, los textos del teatro de evangelización -con temas religiosos del cristianismo y catolicismo-, escritos originalmente en castellano por los sacerdotes evangelizadores y que se traducían al náhuatl o a algún otro dialecto hablado por el público indígena al que iban dirigidos, contenían la ideología religiosa de los españoles, por lo tanto no reflejaban el pensamiento indígena. No importa lo impresionante que resultara su escenificación (que afortunadamente para nosotros quedó registrada por la labor de los mismos sacerdotes fungiendo como cronistas), el fenómeno escénico estaba impedido para reflejar en toda su dimensión y magnificencia el universo prehispánico, revestido con la apariencia de la teatralidad.
Aunque siempre son tomados en cuenta por los historiadores, las teatralidades novohispanas tanto de Juan Ruiz de Alarcón como de Sor Juana Inés de la Cruz, no pueden ser el punto de origen del teatro mexicano, pues surgen en el momento en que México es colonia española, la Nueva España, y ambos creadores teatrales reflejan la identidad teatral de España y su Siglo de Oro.
Ya muy cercano a nuestro tiempo, el grupo de “los siete autores dramáticos”, también conocidos como los “Pirandellos”, en los alrededores de 1920, es igualmente considerado como el origen del teatro mexicano. Este movimiento, resultado del impacto causado por la visita a nuestro país de la compañía argentina de Camila Quiroga a siete jóvenes universitarios ansiosos de expresarse a través del teatro, se estima como un legítimo intento de buscar una identidad teatral propia. Logró el primer movimiento con intenciones francamente nacionalistas en nuestro teatro: la Comedia Mexicana que durante algún tiempo (1922-1938) logró el interés de un público ansioso de verse reflejado en el escenario a través de historias, personajes, lenguaje e idiosincrasias identificables, pero que, desgraciadamente, no termina de cuajar y acabará por agotarse.
Sin embargo, la influencia del grupo de los “Pirandellos”, será un factor determinante para futuros movimientos vanguardistas de la escena, como el teatro Ulises, los Contemporáneos, Teatro de Ahora y por supuesto Rodolfo Usigli a quien incluso se le considera el padre del teatro mexicano. No obstante, no se puede negar que estos movimientos se suelen dar en el ámbito de la dramaturgia literaria y, aunque existan escenificaciones, el teatro como fenómeno escénico no es el factor prioritario de interés. Existe por supuesto la preocupación enfática por crear una dramaturgia nacionalista que refleja nuestra identidad pero el fenómeno escénico se queda en un segundo nivel de importancia.
Finalmente llegamos a “Poesía en Voz Alta”, movimiento surgido a instancias de Juan José Arreola, Jaime García Terrés y Octavio Paz, con auspicio de la UNAM. Se trataba, en un primer momento, de una serie de espectáculos en el que, como su nombre lo sugiere, actores leyeran poesía para la comunidad universitaria. Paradójicamente el primero en oponerse fue el mismo Paz, quien pensó en una suerte de espectáculo-fiesta que celebrara la poesía del teatro, de manera que se reconcibió el proyecto invitando a creadores de varias disciplinas artísticas y el resultado fue el surgimiento, por primera vez en la historia del teatro mexicano, de toda una pléyade de jóvenes directores escénicos que experimentaron sobre la escena con la teatralidad pura. Para muchos “Poesía en Voz Alta” es el primer momento en que el teatro mexicano nace como teatro puro, como un lenguaje artístico, autónomo y legítimo y que sería el terreno fértil, origen de las generaciones de creadores escénicos que ahora nutren nuestra escena contemporánea.
“Este artículo se realizó con apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes a través del Programa México en Escena 2016”