/ miércoles 27 de noviembre de 2024

El nombre propio en la antigüedad

Recorrer el presente, re/imaginar el futuro

Entre las muchas líneas de investigación de la ciencia lingüística está la evolución del nombre, tanto de espacios geográficos como de personas, ramas reconocidas ampliamente como la toponimia y la antroponimia, respectivamente. En todos los grupos sociales el nombrar es la base para el orden y la organización de sus integrantes.

La toponimia es fiel testimonio de la historia de los pueblos, a través de su denominación se conocen los hechos acaecidos mucho tiempo atrás, así como su señorío territorial. El estudio de la antroponimia revela sistemas de parentesco, formas de organización política y económica, estratificación social y tendencias culturales a través de la historia de los pueblos.

El orden social impuesto por los conquistadores en el siglo XVI en la Nueva España se vio modificado no sólo en la toponimia de su territorio, sino también en el de la antroponimia con el involucramiento del individuo en una nueva forma de filiación asignada por el sacramento del bautismo.

La elección del nombre en esa época ha sido tema poco considerado por la historia, sólo es sabido que para designar al individuo bastaba con el registro de bautizo, es decir, a través del rito religioso se imponía de manera “oficial” el nombre con el que cada persona accedía a la sociedad. Durante mucho tiempo se supo que la base para la elección del nombre de un recién nacido era el Santoral, pero esta condición tuvo que esperar algunos siglos pues fue hasta el XIX cuando empezó a haber santorales al alcance de todas las parroquias.

En la Nueva España del siglo XVI los bautizados en su mayoría recibían nombres simples, es decir constaban de un solo vocablo, los más comunes en ese entonces fueron Juan, Luis, Pedro, Juana, María. Pero a partir del siglo XVII, cuando la población indígena ya había adoptado y adaptado la norma cristiana para nombrarse, empezaron a aparecer nombres compuestos por dos vocablos en las personas adultas, es decir, en aquellos que figuraban como padrinos, testigos, padres o madres, eran registrados en los documentos de la iglesia con dos nombres: Francisco Javier, Juan Manuel, Ana María, Rosa María. Pero también empiezan a surgir nombres híbridos, aquellos que se componen por dos vocablos, uno cristiano y uno indígena, principalmente en las lenguas náhuatl y otomí. Su composición en la mayoría era con el nombre español en primer lugar y el náhuatl u otomí en segundo lugar. Así entonces, encontramos en documentos antiguos de la iglesia nombres como: María Xóchitl, (Flor en náhuatl) Miguel Xüni, (Águila en otomí), Magdalena Edaxi (Jilote en otomí), Cristina Döni (Flor en otomí) o Andrés Cuautle (Águila en náhuatl).

De parte de los españoles nos llegaron muchos nombres, además de los más populares mencionados antes, que fueron asignados a los integrantes de los grupos originarios y el tiempo parece haber dejado en el olvido o en el desuso.

A continuación, expongo una lista de ellos que quizá para las futuras generaciones resulte interesante para la nominación de los pequeños o por si alguna familia moderna quisiera retomarlos y modificar la moda de importar nombres como suele ocurrir en el presente.

De los masculinos sonaron mucho en su momento: Buenaventura, Ventura, Simeón, Blas, Cayetano, Dionisio, Calixto, Efigenio, Silvestre, Valerio, Domingo, Tadeo, Crescencio, Leonicio, Prudencio, Paulino, Toribio, Asensio, Quiterio, Félix, Lázaro, Gervasio, Cipriano, Laureano, Siriaco, Teodoro, Victoriano, Severino, Severiano, Feliciano, Toribio, Teodoro, Quiterio, Jacinto, Ildefonso, Onofre, Ponciano, Rudecindo, Bonifacio Benito.

Para las mujeres también hubo un gran repertorio de nombres, muchos de ellos se feminizaron, es decir, de inicio fueron masculinos, pero tuvieron la facultad de modificarse: Petrona, Potenciana, Matiana, Efigenia, Lugarda, Quiteria, Leonarda, Jacinta, Prudenciana, Liberata, Bartolomea, Simona, Nicolasa, Rufina, Blasa Tiburcia, Quirina, Gertrudis, Úrsula, Petra, Clementina, Casimira Casilda, Remedios, Virtudes, Crispina, Eulalia, Eusebia, Felicia, Benigna.

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Otro dato importante en la nominación de las personas en México es que para el siglo XIX en algunas familias poderosas se consideró que mientras más nombres tuviera una persona mayor sería la alcurnia y la demostración de fe. Investigaciones de esa época encontraron nombres de hombre y de mujer compuestos por más de 20 vocablos con todo el respeto sintáctico del uso de preposiciones y artículos en cada nombre.

Los nombres, como las lenguas vivas, están cambiando constantemente. Hoy día, mientras más sencillo o simple es el nombre, menor problema tendrá el individuo para su filiación e identificación. En la sociedad global, los nombres que surgen de la mezcla de las lenguas modernas abren la puerta para futuras líneas de investigación.


*INAH Querétaro

Entre las muchas líneas de investigación de la ciencia lingüística está la evolución del nombre, tanto de espacios geográficos como de personas, ramas reconocidas ampliamente como la toponimia y la antroponimia, respectivamente. En todos los grupos sociales el nombrar es la base para el orden y la organización de sus integrantes.

La toponimia es fiel testimonio de la historia de los pueblos, a través de su denominación se conocen los hechos acaecidos mucho tiempo atrás, así como su señorío territorial. El estudio de la antroponimia revela sistemas de parentesco, formas de organización política y económica, estratificación social y tendencias culturales a través de la historia de los pueblos.

El orden social impuesto por los conquistadores en el siglo XVI en la Nueva España se vio modificado no sólo en la toponimia de su territorio, sino también en el de la antroponimia con el involucramiento del individuo en una nueva forma de filiación asignada por el sacramento del bautismo.

La elección del nombre en esa época ha sido tema poco considerado por la historia, sólo es sabido que para designar al individuo bastaba con el registro de bautizo, es decir, a través del rito religioso se imponía de manera “oficial” el nombre con el que cada persona accedía a la sociedad. Durante mucho tiempo se supo que la base para la elección del nombre de un recién nacido era el Santoral, pero esta condición tuvo que esperar algunos siglos pues fue hasta el XIX cuando empezó a haber santorales al alcance de todas las parroquias.

En la Nueva España del siglo XVI los bautizados en su mayoría recibían nombres simples, es decir constaban de un solo vocablo, los más comunes en ese entonces fueron Juan, Luis, Pedro, Juana, María. Pero a partir del siglo XVII, cuando la población indígena ya había adoptado y adaptado la norma cristiana para nombrarse, empezaron a aparecer nombres compuestos por dos vocablos en las personas adultas, es decir, en aquellos que figuraban como padrinos, testigos, padres o madres, eran registrados en los documentos de la iglesia con dos nombres: Francisco Javier, Juan Manuel, Ana María, Rosa María. Pero también empiezan a surgir nombres híbridos, aquellos que se componen por dos vocablos, uno cristiano y uno indígena, principalmente en las lenguas náhuatl y otomí. Su composición en la mayoría era con el nombre español en primer lugar y el náhuatl u otomí en segundo lugar. Así entonces, encontramos en documentos antiguos de la iglesia nombres como: María Xóchitl, (Flor en náhuatl) Miguel Xüni, (Águila en otomí), Magdalena Edaxi (Jilote en otomí), Cristina Döni (Flor en otomí) o Andrés Cuautle (Águila en náhuatl).

De parte de los españoles nos llegaron muchos nombres, además de los más populares mencionados antes, que fueron asignados a los integrantes de los grupos originarios y el tiempo parece haber dejado en el olvido o en el desuso.

A continuación, expongo una lista de ellos que quizá para las futuras generaciones resulte interesante para la nominación de los pequeños o por si alguna familia moderna quisiera retomarlos y modificar la moda de importar nombres como suele ocurrir en el presente.

De los masculinos sonaron mucho en su momento: Buenaventura, Ventura, Simeón, Blas, Cayetano, Dionisio, Calixto, Efigenio, Silvestre, Valerio, Domingo, Tadeo, Crescencio, Leonicio, Prudencio, Paulino, Toribio, Asensio, Quiterio, Félix, Lázaro, Gervasio, Cipriano, Laureano, Siriaco, Teodoro, Victoriano, Severino, Severiano, Feliciano, Toribio, Teodoro, Quiterio, Jacinto, Ildefonso, Onofre, Ponciano, Rudecindo, Bonifacio Benito.

Para las mujeres también hubo un gran repertorio de nombres, muchos de ellos se feminizaron, es decir, de inicio fueron masculinos, pero tuvieron la facultad de modificarse: Petrona, Potenciana, Matiana, Efigenia, Lugarda, Quiteria, Leonarda, Jacinta, Prudenciana, Liberata, Bartolomea, Simona, Nicolasa, Rufina, Blasa Tiburcia, Quirina, Gertrudis, Úrsula, Petra, Clementina, Casimira Casilda, Remedios, Virtudes, Crispina, Eulalia, Eusebia, Felicia, Benigna.

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Otro dato importante en la nominación de las personas en México es que para el siglo XIX en algunas familias poderosas se consideró que mientras más nombres tuviera una persona mayor sería la alcurnia y la demostración de fe. Investigaciones de esa época encontraron nombres de hombre y de mujer compuestos por más de 20 vocablos con todo el respeto sintáctico del uso de preposiciones y artículos en cada nombre.

Los nombres, como las lenguas vivas, están cambiando constantemente. Hoy día, mientras más sencillo o simple es el nombre, menor problema tendrá el individuo para su filiación e identificación. En la sociedad global, los nombres que surgen de la mezcla de las lenguas modernas abren la puerta para futuras líneas de investigación.


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