Hace diez años, al finalizar un emocionante taller de actuación, me acerqué tímidamente a él para ofrecerle un ejemplar de “La navaja en el espejo”, una obra que escribí con la intención de mantener viva la memoria de los muchos republicanos que llegaron a México a raíz de la Guerra Civil Española. “Me encantaría que usted dirigiera este monólogo, maestro Heras; a pesar de que lo concebí para un actor y los dos personajes son masculinos, quisiera aventurarme a interpretar al rojo y al franquista que se encuentran en medio de un bosque, al norte de España”. Esa misma noche, Guillermo leyó el texto y me escribió al día siguiente para decirme que contara con él, que estaba dispuesto a subirse al barco que zarparía hacia una aventura teatral que no contaba con ninguna clase de apoyo monetario ni con el aval de institución cultural alguna. Así es él, generoso e intuitivo, entregado a la pasión escénica sin interponer prejuicios ni investiduras jerárquicas.
Ha visto toda clase de obras de teatro, en todos los idiomas existentes y en latitudes exóticas; ha llegado al fin del mundo y ha conocido a un sinfín de artistas de todas las categorías. Ha domesticado actores furibundos, ha atemperado el carácter de divas explosivas, ha tejido redes iberoamericanas de colaboración creativa, se ha sentado en palcos elegantes y se ha arrellanado en el suelo de alguna plaza pública para reírse de las invenciones de los artistas callejeros. Lector voraz de novelas negras, de filosofía, de tratados políticos y disertaciones estéticas; gran coleccionista de curiosidades kitsch y artesanías extravagantes descubiertas en nuestros estrambóticos mercados mexicanos; ávido cazador de experiencias, se ha encasquetado máscaras de lucha libre y ha posado junto a rostros humanos de fisonomías variadísimas. Tiene, en algunas zonas de la Ciudad de México, algunos dealers de películas inconseguibles, por lo que, cada vez que visita nuestra patria, se le puede ver trajinando por callejuelas oscuras para consumar transacciones cinéfilas que ampliarán su inmensa colección de devedés. Viajero incansable, ha recorrido toda clase de geografías reales e imaginarias. Se ha convertido en un aliado indispensable de las causas artísticas arriesgadas, ha tenido una paciencia infinita con nosotros, los artistas independientes (a veces sobrados de pasión y faltos de capacidad organizativa), ha formado gestores y ha gestado métodos de formación. Y sigue andando, recorriendo mundo y ofreciendo anécdotas insólitas y sorprendentes que despiertan la imaginación de todos los que tenemos el privilegio de escucharlo.
Juntos, levantamos una década atrás “La navaja en el espejo” en nuestro pequeño teatro, “El Palacio de las Sabandijas”. Guillermo me acompañó al Mercado de la Cruz para buscar la cobija con la que mi ficticio republicano debía proteger del frío a un pequeño bebé huérfano. Caminamos por las calles adoquinadas de Querétaro en busca de la “utilería”, que de utilitario no tiene nada, puesto que los objetos del teatro no operan nunca bajo la lógica capitalista, se despliegan hacia territorios imaginarios que les devuelven un sentido ritual, lúdico, sagrado, poético, esencial. Guillermo sabe descubrir la poesía entre los recovecos de la materia, sabe bromear en la adversidad, sabe abrazar con la mirada y soñar sin pretensiones. No ostenta báculos ni títulos, no le interesa blandir frente a sus colegas su trayectoria, avanza ligero y contagia su emoción ante la vida y sus infinitas formas de convertirse en nota, letra o cuerpo significante.
He querido hacer un breve retrato de este artista, de este hombre excepcional, porque agradezco a la vida que sigamos transitando las tablas de la mano. Dos años atrás comenzamos a fraguar nuestro nuevo contubernio y en agosto del 2021 logramos que, vacunado y preparado para una nueva incursión por tierras mexicas, él llegara a Coyoacán para emprender el nuevo viaje en el que ahora estamos. Nuestra pequeña compañía independiente y queretana está colaborando con la Compañía Nacional de Teatro y Guillermo nos ha acompañado durante este emocionante trasiego. Antes de que aborde el avión que lo conducirá hacia nuevas aventuras en tierras europeas, quisiera que se llevara esta carta periodística, mediante la cual le rindo homenaje a todas las amistades entrañables que se forjan sobre la escena. En el teatro se viven con intensidad momentos exaltados, una hora de ficción equivale a varios años de pura realidad. Una sola escena compartida puede sellar fraternalmente amistades que perdurarán la vida entera. Quienes nos entregamos a este oficio, estamos llamados a entender, con absoluta humildad, que los seres humanos no fuimos ensamblados con piezas rígidas, nuestras convicciones cambian, nuestros afectos se modulan a través del tiempo, nuestros cuerpos y nuestras perspectivas se sacuden. Somos frágiles. Sólo contamos con los otros. Con aquel que sobre las tablas (de salvación) nos tienden la mano y no nos permiten naufragar en soledad.
Una vez que alguien te rescata en el teatro, se quedará contigo para acompañarte en cualquier situación del afuera, que a veces es tan hostil, tan incomprensible y amenazante.
Procuramos que los espectadores se lleven, alojados en el corazón, momentos que les permitirán reflexionar acerca de sus dolores, amores y miedos, y, para que eso suceda, es necesario que escudriñemos y revolvamos nuestras propias almas. Para no desmoronarnos, nos abrazamos entre nosotros, los hacedores de lo efímero. Caminamos a ciegas tomados de la mano para no perdernos tras las oscuras bambalinas de la existencia, para que, repentinamente, se clame la tercera llamada y se encienda el faro de una nueva historia que nos regresará el sentido durante algún tiempo. El teatro, colectivo, tribal, fraterno, amoroso, es la patria y el territorio de Guillermo.