El teatro, el pollo, y la familia. Un grupo de teatro es una familia

Lucía Rosher

  · sábado 23 de junio de 2018

El misterio del pizarrón en el Teatro Alarife de Guadalajara. Foto: Especial

Hace no mucho tiempo el grupo de teatro Atabal emprendió un pequeño viaje a la ciudad de Guadalajara para presentar funciones de la obra El misterio del pizarrón, dramaturgia y dirección de Haydeé Boetto. La aventura inició desde la organización del viaje; optamos en esta ocasión por rentar una camioneta para trasladar a actores y escenografía en un mismo transporte. Con la experiencia reciente de una gira al extranjero, optamos también por hacer una buena despensa de comida y así no gastaríamos excesivamente en alimentos ya que en esta ocasión estos gastos corrían por nuestra cuenta. Desde luego, como el miedo no permite ver, jamás reflexionamos en que, a diferencia del extranjero, los productos que en Querétaro compráramos en un “super” serían, en lo general, los mismos que encontraríamos en un “super” de Guadalajara.

En fin, compramos desde cereal, leche y huevo hasta pan y algunos básicos para hacer sándwiches. La primera sorpresa fue llegar al hostal y enterarnos que el desayuno estaba incluido por lo que nuestras cajas de leche permanecieron guardadas. Hasta ahí aún justificábamos nuestras capacidad previsora pues el huevo sirvió para preparar al día siguiente un desayuno completo que dio a los actores buena energía para la función. Sólo como dato adicional al relato, la tarde de nuestra llegada comimos en un restaurant cercano al hospedaje ya que el hambre apremiaba y ponerse a preparar comida no pareció una idea muy atractiva.

La función tuvo su lugar en tiempo y forma en el Teatro Alarife Martín Casillas donde nos recibieron con las puertas abiertas y recibimos, a la vez, un promedio de al menos 300 espectadores que disfrutaron con nosotros la función y que incluso al finalizar intercambiaron comentarios, fotografías y comentarios con los actores.

Llegado el momento de partir comenzamos con el desmontaje correspondiente y la carga de la escenografía. Estando todo y todos arriba de la camioneta que nos llevaría de regreso a Querétaro alguien del grupo sugirió que siguiéramos paseando la despensa y mejor nos detuviéramos a comer un pollito en algún restaurant en el camino, opción que a todos agradó por encima de los sándwiches así que arrancamos con dos celulares activados en Google Maps, uno que en su localizador buscaba comercios de comida de pollo y otro que buscaba el camino para incorporarse a la carretera.

Sucedió entonces que nuestro actor y chofer de ocasión, estresado por tomar el camino correcto a la salida, se negó a tomar una desviación sugerida para un restaurant y acto seguido comenzó a enfurecer por la poca capacidad de los presentes para dar indicaciones precisas y a tiempo sobre el camino a seguir. Algunos no comprendieron nunca la discusión que se presentó, otros rieron, otros también enfurecieron y resultado de esa escena ruidosa y absurda de la que omitiré comentar la expresión de algunas injurias muy mexicanas –cuyo recuerdo son, a la fecha, objeto de carcajadas-, terminamos en la salida de la ciudad, tristes, en un Oxxo, sin pollo, sin ganas de sándwich y un celular que tuvo la suerte de no haber sido aventado por la ventana.

Se preguntarán ahora qué tiene todo esto que ver con el teatro -hasta ahora sólo un pequeño párrafo describe nuestra experiencia de función en este breve viaje-. La respuesta es TODO. Esta anécdota sencilla -que en Atabal nos hace reír de vez en vez- es un pretexto para reflexionar cómo es que, en todos los sentidos, los grupos de teatro se convierten en familias y no es sólo en cuanto a los afectos sino en la manera tan íntima de relacionarnos -producto de los espacios que compartimos: desde la escena hasta el camerino, la camioneta de viaje, la mesa o la habitación de hotel- debido al conocimiento profundo por el que somos llevados en los procesos de montaje y en talleres. Todo esto genera una convivencia muy cotidiana en el mejor sentido de la palabra, es decir, con todas las riquezas, detalles y honestidad del día a día.

En esta convivencia relucen nuestras alegrías más genuinas, nuestras manías, nuestros malos humores, nuestras simplezas, reflexiones, antojos, virtudes, vicios; en fin, somos como somos y con, contra y por todo eso estamos unidos, porque tenemos la certeza de que el deseo por hacer teatro es común, porque las diferencias de los que integran un grupo lo enriquecen y las coincidencias nos llevan por un camino en común que podemos transitar sin Google Maps y al final y al principio de todo, el hecho de poder desenvolverse así, desde todo lo que nos conforma, permite que el trabajo en escena se pueda abordar con mucha más confianza, con muchos más elementos para intercambiar, aportar, compartir e imaginar.

Es por eso que los grupos de teatro son una familia y el por qué me gusta creer en el grupo al que pertenezco como una familia; porque ahí, en las familias, se crece, se confía y se vive para a la vez hacer vivir en el teatro.