El vacío de la página en blanco: lectura de sí mismo

Literatura y filosofía

José Martín Hurtado Galves / Colaborador Diario de Querétaro

  · miércoles 28 de agosto de 2024


El vacío es infinitamente seductor. Su no ser rebasa cualquier forma material de la realidad, ya sea in situ o etérea. ¿Cómo existir algo sin nada? O bien, ¿cómo es que la nada se posesiona a tal grado que lo que hay termina por ser sólo imaginación? Pues bien, de esto trata el vacío de la página.

Su materialidad (el papel) no dice nada, no contiene nada, no está hecha de nada; sin embargo, provoca miles de posibilidades escriturísticas. Es decir, su no ser <es> (trabaja) como una red para atrapar peces voladores.

La tinta se convierte —en este sentido— en prolegómenos constantes de una aparición fenoménica de la posibilidad-de-voz. Para ello —hay que subrayarlo— la página en blanco (el vacío) puede o no servir de motivo para dicha aparición. Sin embargo, lo verdaderamente necesario es la lectura del vacío que hace el escritor. Sí, lectura del vacío.

Porque el vacío de la página tiene cosas que se leen; por ejemplo, algún recuerdo que no acaba de aparecer, o una idea que salta de aquí hacia allá, o incluso una imagen hecha de fragmentos (casi rotos) de lecturas. Todo sirve, cualquier cosa, para leer el vacío de la página en blanco.

La memoria tiene —en esto— un papel importante que desempeñar: le permite al lector recordar ideas, al menos palabras sueltas, que le producen sensaciones que se incrustan en la piel del papel. Es como si el ser estuviera inconsciente y, al contacto con el vacío al que se enfrenta, surgiera, casi de improviso, un camino que se abre en miles de caminos para recorrer.

Sin embargo, nada de esto sería posible si no hubiera una intención no declarada. A esta intención yo la llamo «imperio del vacío». No es otra cosa más que el doblegamiento del ser-lector hacia la página en blanco. Es como la red atrapa peces voladores que mencioné en líneas anteriores: el vacío se presenta sin cuerpo y sin nada ante el lector y lo doblega poniéndolo bajo sus pies para que piense algo que poner en el cuerpo de ese vacío; el cual —por supuesto— deja de ser vacío, al menos no el mismo vacío que era al principio.

Al final, nadie se mete dos veces en el mismo vacío (pensando en el río de Heráclito). Lo mismo sucede con la página en blanco: nadie se enfrenta dos veces del mismo modo ante su cuerpo desnudo. La realidad del vacío suele ser escurridiza.

Al final, dicho enfrentamiento termina por hacer que el lector vea lo que hay de vacío en él mismo. Vacío que, en mayor o menor medida, le da identidad discursiva de sí y para sí. No hay otra posibilidad: enfrentarse al blanco de la página es enfrentarse a uno mismo.

El camino que se recorre en este enfrentamiento es el desvelamiento de las ideas: ora de golpe, ora poco a poco. En todo caso, lo que hay que resaltar es no sólo el proceso, sino el resultado: la metamorfosis (no siempre kafkiana).

Después de leer el vacío —en todo caso— surge un nuevo vacío: uno que pulula dentro de la mente del lector. Uno que estalla (a veces en forma de implosión, a veces de explosión) y fragmenta la realidad. Con ello, el sujeto-lector también se vuelve otra forma de vacío que hay que llenar. Se llena con la provocación del vacío de la página en blanco, sí, pero la materia estaba dentro del propio lector. Sólo había que buscar y rebuscar, mover y remover.

La materialidad de la lectura no aparece sino hasta después del choque de vacíos: el vacío de la página en banco y el vacío de la mente del lector ante la página en blanco. Cada uno, termina por ser complemento del otro. Necesidad, provocación del otro.

Esta unión, sin embargo, es sui generis. No representa un verdadero vacío, uno que esté exento de materia o lo que sea, incluyendo —por supuesto— la energía. En este caso —hay que dejarlo en claro— se trata de un vacío que llama no para ser llenado, sino para llenar. No busca que lo pueblen, sino poblar.

Es por eso que el lector se construye como lector a través de él, pero, para hacerlo, tiene que escribir algo en la página en blanco, al menos debe imaginar lo que puede haber en ese papel antes de que alguien lo plasme. Este periplo existencial-literario es como un juego de espejos en el que la realidad no es sólo lo que hay, sino también lo que se imagina.

Leerse a sí mismo, desde el vacío de la página en blanco, termina por ser un ejercicio existencialmente literario. No se trata de un asunto existencialista en donde la premisa que da pie al silogismo es la pregunta por el ser (al modo de Heidegger), sino de que la propia imaginación o lectura de algo que aún no existe es la primera línea del esbozo existenciario del sujeto-lector.

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Sin dicha línea, el movimiento lector puede ser errado, al menos equívoco. Un paso más o un paso menos en el proceso lector y se habrá modificado el resultado. Después de todo, la intención y los movimientos (seguros o inseguros) que se hagan posteriores a ella (a la intención) producen —pueden producir— un sinfín de caminos, rutas, atajos, salidas y llegadas en la arquitectura ontológica del sujeto-lector.

Así, leer el vacío de la página en blanco no es algo ingenuo, o sin sentido. Por más que se le quiera ver como una actividad nimia, en realidad se trata del enfrentamiento de dos mundos: el de la página, plagada de nada; y el del lector, donde la nada es siempre un motivo para ser un alguien que se reconoce a partir de que lee, imagina… y escribe.