/ sábado 7 de abril de 2018

El verdor (ar k’angi)*

El Día Internacional de la Lengua Materna (celebrado el 21 de febrero) resulta el mejor pretexto para colocar a la lengua en el centro de la discusión pública, recorriendo sus componentes, características y situaciones, y estrechando las travesías que lleven al reencuentro continuo con la sociedad. Un encuentro que abona además a la reflexión sobre la diversidad cultural, acotada a la continuidad de sistemas de pensamiento, de conocimientos y de las realidades múltiples que dan forma a mundos vividos por las sociedades.

De las diversas conceptualizaciones acerca de la lengua, quisiera atraer aquella que la define como forma simbólica (Cassirer, 1971 [1964]) que permite la comunicación, ya como prenoción o formas anticipadas que culturalmente nos dibujan posibles encuentros cognitivos, emocionales y expresivos, todos ellos prefigurando rutas por andar, es decir ideas por construir, circular y compartir. A partir de lo anterior, quisiera aprovechar este espacio para compartir algunas ideas derivadas de incursiones etnográficas a algunos de estos mundos, específicamente a aquellos prefigurados por los ñäñho que se extienden entre los bosques y montes áridos del Semidesierto y la Sierra del sur de Querétaro; algunos afanes guían esta participación: palpar los galanteos incesantes entre la lengua y la cultura, sugerir las dimensiones en que puede encarnar la diversidad cultural a partir de ilustraciones etnográficas concretas, y aproximarnos a la comprensión de una noción vigente entre algunos poblados otomíes de Querétaro en el ámbito de sus sistemas rituales: ar k’angi (lo verde, el verdor, reverdecer).

Para un urbanita como yo, los primeros encuentros que tuve con dicha noción de la mano del trabajo de campo, me resultaban compenetrados con la frase coloquial lo verde es vida… puntos de coincidencia que, sin embargo, demandaban caracterizar las distinciones entre ambos mundos, entre ambas ideas; si para algunos ñäñho la noción acerca de lo verde pudiera tener concomitancias significativas con la noción de la vida, no necesariamente podríamos equiparar tal alegoría con las elaboraciones de los ecologismos citadinos. Valgan algunas interrogantes: ¿Qué tipo de prácticas y procesos detonan esta necesidad de vida?, ¿qué elementos circulan en tales empeños? y ¿qué personajes participan?, es decir de qué manera una noción lingüística como ar k’angi deriva en actos concretos y en escenarios específicos, tal que puedan constituir ciertas lógicas para la continuidad de mundos culturales como en el caso de los ñäñho.

En 1955 Pierre Guiraud definía a la lengua como “un todo, un organismo donde el valor de cada elemento depende no solamente de su naturaleza y de su forma propia, sino también de su lugar y sus relaciones en el conjunto” (p. 84). Esta premisa encuentra paralelismos interesantes con los planteamientos de Lévi-Strauss, contemporáneo de Guiraud, quien entiende la relevancia de la lingüística para la disciplina antropológica en cuanto aquella permite establecer una serie de lazos entre términos no perceptibles en los actos humanos concretos (Lévi-Strauss, 1974 [1958]). Así, lengua y cultura participan ambas de sistemas de símbolos que modelan-organizan la participación humana en sociedad, de manera tal que para Lévi-Strauss destacar la siguiente idea: “como los fonemas, los términos de parentesco [o de cualquier otro tipo de instancia social] son elementos de significación; como ellos, adquieren esta significación sólo a condición de integrarse en sistemas” (p. 78).

Quiero sugerir que ar k’angi implica una noción que difícilmente podríamos comprender si acotamos nuestra interpretación a la característica del término aislado; por el contrario, ésta se encuentra participando de los sistemas rituales ñäñho, es decir de escenarios relacionales que impulsan el desenvolvimiento de la vida cotidiana y superordinaria de algunas poblaciones otomíes del municipio de Amealco y Tolimán, especialmente en el desarrollo de varias prácticas rituales asociadas al ciclo agrícola-recolector, así como a prácticas terapéuticas vinculadas al tratamiento de enfermedades como el mal aire. Ar k’angi se entrelaza con lugares, temporalidades, artefactos y actos que en grados distintos se involucran con tales rituales. De dichos rituales destacaré las festividades patronales a San Ildefonso Obispo, las celebraciones a las cruces de manantiales el 3 de mayo, y las limpias realizadas por los cantores para la cura de malos aires, desarrolladas en algunos barrios del poblado de San Ildefonso Tultepec, Amealco. Mientras que para el caso de Tolimán señalo la festividad patronal en honor a San Miguel Arcángel, que convoca a diversos poblados otomíes del municipio.

Una primera aproximación al concepto de ritual nos ubica en su carácter de práctica delineada por tramas de símbolos que agilizan tipos de encuentros comunicativos bajo contextos específicos, es decir se trata de un tipo de acto humano eminentemente expresivo (Leach, 1985 [1976]) y transaccional (Vogt, 1979). En tanto sistema, es comprensible que el ritual permita la puesta en relación de términos, entidades y lugares, impulsando la movilización o dinámica de determinados términos culturales que, expresando valores sociales, pueden resultar importantes para la consecución de fines específicos. Esto ocurre con el verdor otomí y sus desdoblamientos semánticos en acciones votivas, ofrendas, sitios geográficos y estaciones climáticas, relacionando a santos, cruces, manantiales, difuntos, antepasados, humanos, especialistas rituales, alimentos peculiares y contextos espacio-temporales.

Santos, cruces, manantiales, difuntos y antepasados comprenden una tipología de seres sagrados con características agenciales en su trato ritual con los humanos, destacando sus temperamentos humanos y sus potestades para regular determinados procesos de incidencia en las comunidades (regeneración vegetal, producción agrícola, temporales de agua, bienestar anímico, fisiológico y material de la sociedad).

Un primer acercamiento etnográfico a ar k’angi puede ubicarnos en su vínculo semántico con los mecanismos que posibilitan la puesta en relación de este conjunto de actores, destacando el papel que revisten los actos de ofrendar y las ofrendas mismas en los rituales señalados.

a) Como acto votivo

La floreada (di k’ami) es una actividad que ejecutan tanto los cargueros asociados al mantenimiento del culto a los santos tutelares de los templos y capillas, como aquellas personas que establecen un vínculo comunicativo con santos en los altares de sus hogares, con difuntos familiares en los camposantos y altares domésticos, y con entidades sagradas en sitios geográficos como la cima de los cerros o manantiales; se trata por antonomasia de actos comunicativos que reactivan los jä t’sita o recintos de lo sagrado (donde viven los santitos). Si bien para los cargueros esta práctica se verifica de manera periódica (semanalmente) y conlleva la organización de las festividades anuales a los santos durante el periodo en que desempeñan los cargos, en todos los casos dicha actividad remite no tanto a una ornamentación floral, sino a la obligatoriedad de alimentar a dichas entidades y propiciar sus dotes. Este alimentar a los santos a partir de la floreada, supone el depósito de flores, ramas, ceras, copal y cuetes que conjuntamente, definen la expresividad de los partícipes del ritual (intencionalidad comunicativa), a partir del banquete que satisface el hambre de éstos.

b) Como ofrenda

En términos genéricos, ar k’ami (la ofrenda) conforma un artefacto vital para la ejecución del ritual y su dimensión comunicativa; en las celebraciones patronales de San Ildefonso Tultepec y San Miguel, Tolimán, las ofrendas principales que se elaboran para los santos reciben esta denominación. El chimal (ra k’ami) y la flor de dios (ar donikwä, ar k’ami) son ar k’ami o enramadas que son colocadas en las portadas de los templos principales; se trata en ambos casos de estructuras verticales de carrizo o varas, vestidas con cucharilla, aderezadas con alimentos, productos agrícolas, bebidas o flores de la temporada. Si bien cada festividad se desarrolla en periodos distintos del año, dichas ofrendas son entendidas como el alimento principal para los santos patronos (le damos de comer al santo de lo que produce su pueblo). Mientras la flor de dios busca propiciar el buen inicio de las actividades agrícolas anuales, el chimal intenta agradecer al santo por la culminación de los temporales de lluvia, el levantamiento de las cosechas y la colecta de los productos del monte.

Como alimento para las ánimas, ar k’angi se asocia a la variedad de vegetación silvestre comestible, específicamente a los quelites, quintoniles, acelgas o berros que son recolectados en milpas y humedales de los poblados (ar k’ani). Si bien este tipo de vegetación es consumida por las personas como alimento de temporada en contextos cotidianos, al servir de alimento para las ánimas ar k’ani presenta características de ofrenda. Cuando una persona enferma de mal aire a causa del disgusto de algún difunto familiar o antepasado del pueblo, ésta contrata los servicios de un especialista ritual (cantor), quien se encarga de organizar el ritual terapéutico recolectando plantas medicinales como el pextó, epazote blanco, epazote rojo, epazote de zorrillo, ajenjo, mirto, artemisa y manrubio.

Con estas plantas el cantor confecciona ramilletes con los que limpia el cuerpo del paciente, acompañándose de rezos y peticiones para que el ánima se aleje de la persona. Si la entidad recibe con agrado la limpia, el ánima se manifestará al paciente en sus sueños comiendo platos de quelites guisados, situación que es interpretada como el cese de la enfermedad. En este caso, si bien el conjunto de plantas silvestres empleadas para limpiar a los enfermos no son propiamente comestibles para las personas, su utilización en contextos rituales las coloca en una condición de ofrenda, donde ar k’ani (los quelites) fungen como el alimento engullido por los difuntos que han originado el mal aire.

c) Como lugares sagrados

Por último, se puede destacar otro desdoblamiento semántico de ar k’angi desde el que se configuran lugares sagrados asociados a la regeneración de la vegetación, a la productividad agrícola y a la presencia de agua. En San Ildefonso Tultepec ar pothe (brota el agua) nombra a los ojos de agua o manantiales de los que se abastecen los poblados para distintos fines; asimismo también existe la denominación ar k’am dehe, quizá menos generalizada, que algunas personas utilizan para identificar y distinguir aquellos manantiales con cruces a los que se celebran anualmente las festividades del 3 de mayo. k’am dehe es traducido por las personas como manantial de fiesta, floreado o enramado, aludiendo con ello al depósito de ofrendas que las personas realizan en sus nacientes de agua, además de tratarse de un prefijo que puede acompañar el nombre específico del manantial (k’am dehe juaré, k’am dehe yixtó, k’am dehe millán).

Esta práctica toponímica dota de identidad a dichos sitios para diferenciarlos de aquellos manantiales olvidados por sus personas, ojos de agua que abastecen del líquido a sectores de la población pero que no son objeto de rituales. Sin duda este distintivo nominal marca no solamente sitios para el depósito de ofrendas, sino además la concreción de un ámbito social que involucra humanos y cruces de manantiales a partir del desempeño continuado y bilateral de la entrega de alimento.

En San Miguel, Tolimán, el Semidesierto incide para la generación de un escenario donde el agua reviste una importancia fundamental, donde mäk’angi (el sur) remite a una región alegórica asociada a la presencia del agua, tratándose del punto cardinal de donde algunos pobladores identifican el origen y arribo de las nubes de lluvia y de los ríos. Algunos testimonios locales refieren la importancia de este lugar para la fecundidad y productividad de la zona, aunque faltaría indagar sobre la presencia sureña de algún recinto sagrado para depósito de ofrendas.

Apuntes finales

Con estas referencias he buscado una aproximación general a ar k’angi y sus anclajes rituales, con el fin de bosquejar la complejidad que podría caracterizar una noción cultural para el desarrollo de prácticas, conocimientos y sabidurías en sociedades específicas. Desde una lógica de sistema ritual, la dimensión conceptual de ar k’angi aparece como núcleo de significación a partir del cual podemos rastrear relaciones significativas, lingüísticas y pragmáticas en diferentes escalas, que van de actos ofertorios, a la ofrenda misma, pasando por la construcción de lugares y escenarios en los que se desarrolla una actividad vital dentro de la lógica ritual ñäñho: dar y recibir alimento para vivir.

Unos años atrás en San Ildefonso Tultepec escuchaba varias explicaciones acerca de la importancia de las fiestas a los manantiales, una de ellas refería a la tarea fundamental de mantener contento y bien alimentado a los ojos de agua, de manera que sus descargas fueran vigorosas y caudalosas. Así, un manantial sin fiesta está desnutrido, da poca agua, se seca gradualmente, hasta que muere o se va a otro lugar a buscar la fiesta y el taco. Quizá esta última viñeta pueda reflejar algunos elementos significativos asociados a la noción ñäñho del verdor, atendiendo a una lógica relacional para la regeneración de la vegetación, del entorno, de la tradición y de la vida.

Bibliografía consultada
Cassirer, E. Filosofía de las formas simbólicas, tomo I El lenguaje, Fondo de Cultura Económica, México, 1971 [1964]
Guiraud, P. La semántica, Fondo de Cultura Económica, México, 1983 [1955]
Leach, E. Cultura y comunicación. La lógica de la conexión de los símbolos, Siglo XXI, España, 1985 [1976]
Lévi-Strauss, C. “El análisis estructural en Lingüística y en Antropología” en Antropología estructural, Paidós, España, 1974 [1958]
Vogt, E. Ofrenda para los dioses. Análisis simbólico de rituales zinacantecos, Fondo de Cultura Económica, México, 1979

*Ponencia que fue parte de la mesa de reflexión; Lengua y Etnografía. Pensando la Diversidad Cultural, celebrada el pasado 22 de febrero en el Museo Regional de Querétaro.

El Día Internacional de la Lengua Materna (celebrado el 21 de febrero) resulta el mejor pretexto para colocar a la lengua en el centro de la discusión pública, recorriendo sus componentes, características y situaciones, y estrechando las travesías que lleven al reencuentro continuo con la sociedad. Un encuentro que abona además a la reflexión sobre la diversidad cultural, acotada a la continuidad de sistemas de pensamiento, de conocimientos y de las realidades múltiples que dan forma a mundos vividos por las sociedades.

De las diversas conceptualizaciones acerca de la lengua, quisiera atraer aquella que la define como forma simbólica (Cassirer, 1971 [1964]) que permite la comunicación, ya como prenoción o formas anticipadas que culturalmente nos dibujan posibles encuentros cognitivos, emocionales y expresivos, todos ellos prefigurando rutas por andar, es decir ideas por construir, circular y compartir. A partir de lo anterior, quisiera aprovechar este espacio para compartir algunas ideas derivadas de incursiones etnográficas a algunos de estos mundos, específicamente a aquellos prefigurados por los ñäñho que se extienden entre los bosques y montes áridos del Semidesierto y la Sierra del sur de Querétaro; algunos afanes guían esta participación: palpar los galanteos incesantes entre la lengua y la cultura, sugerir las dimensiones en que puede encarnar la diversidad cultural a partir de ilustraciones etnográficas concretas, y aproximarnos a la comprensión de una noción vigente entre algunos poblados otomíes de Querétaro en el ámbito de sus sistemas rituales: ar k’angi (lo verde, el verdor, reverdecer).

Para un urbanita como yo, los primeros encuentros que tuve con dicha noción de la mano del trabajo de campo, me resultaban compenetrados con la frase coloquial lo verde es vida… puntos de coincidencia que, sin embargo, demandaban caracterizar las distinciones entre ambos mundos, entre ambas ideas; si para algunos ñäñho la noción acerca de lo verde pudiera tener concomitancias significativas con la noción de la vida, no necesariamente podríamos equiparar tal alegoría con las elaboraciones de los ecologismos citadinos. Valgan algunas interrogantes: ¿Qué tipo de prácticas y procesos detonan esta necesidad de vida?, ¿qué elementos circulan en tales empeños? y ¿qué personajes participan?, es decir de qué manera una noción lingüística como ar k’angi deriva en actos concretos y en escenarios específicos, tal que puedan constituir ciertas lógicas para la continuidad de mundos culturales como en el caso de los ñäñho.

En 1955 Pierre Guiraud definía a la lengua como “un todo, un organismo donde el valor de cada elemento depende no solamente de su naturaleza y de su forma propia, sino también de su lugar y sus relaciones en el conjunto” (p. 84). Esta premisa encuentra paralelismos interesantes con los planteamientos de Lévi-Strauss, contemporáneo de Guiraud, quien entiende la relevancia de la lingüística para la disciplina antropológica en cuanto aquella permite establecer una serie de lazos entre términos no perceptibles en los actos humanos concretos (Lévi-Strauss, 1974 [1958]). Así, lengua y cultura participan ambas de sistemas de símbolos que modelan-organizan la participación humana en sociedad, de manera tal que para Lévi-Strauss destacar la siguiente idea: “como los fonemas, los términos de parentesco [o de cualquier otro tipo de instancia social] son elementos de significación; como ellos, adquieren esta significación sólo a condición de integrarse en sistemas” (p. 78).

Quiero sugerir que ar k’angi implica una noción que difícilmente podríamos comprender si acotamos nuestra interpretación a la característica del término aislado; por el contrario, ésta se encuentra participando de los sistemas rituales ñäñho, es decir de escenarios relacionales que impulsan el desenvolvimiento de la vida cotidiana y superordinaria de algunas poblaciones otomíes del municipio de Amealco y Tolimán, especialmente en el desarrollo de varias prácticas rituales asociadas al ciclo agrícola-recolector, así como a prácticas terapéuticas vinculadas al tratamiento de enfermedades como el mal aire. Ar k’angi se entrelaza con lugares, temporalidades, artefactos y actos que en grados distintos se involucran con tales rituales. De dichos rituales destacaré las festividades patronales a San Ildefonso Obispo, las celebraciones a las cruces de manantiales el 3 de mayo, y las limpias realizadas por los cantores para la cura de malos aires, desarrolladas en algunos barrios del poblado de San Ildefonso Tultepec, Amealco. Mientras que para el caso de Tolimán señalo la festividad patronal en honor a San Miguel Arcángel, que convoca a diversos poblados otomíes del municipio.

Una primera aproximación al concepto de ritual nos ubica en su carácter de práctica delineada por tramas de símbolos que agilizan tipos de encuentros comunicativos bajo contextos específicos, es decir se trata de un tipo de acto humano eminentemente expresivo (Leach, 1985 [1976]) y transaccional (Vogt, 1979). En tanto sistema, es comprensible que el ritual permita la puesta en relación de términos, entidades y lugares, impulsando la movilización o dinámica de determinados términos culturales que, expresando valores sociales, pueden resultar importantes para la consecución de fines específicos. Esto ocurre con el verdor otomí y sus desdoblamientos semánticos en acciones votivas, ofrendas, sitios geográficos y estaciones climáticas, relacionando a santos, cruces, manantiales, difuntos, antepasados, humanos, especialistas rituales, alimentos peculiares y contextos espacio-temporales.

Santos, cruces, manantiales, difuntos y antepasados comprenden una tipología de seres sagrados con características agenciales en su trato ritual con los humanos, destacando sus temperamentos humanos y sus potestades para regular determinados procesos de incidencia en las comunidades (regeneración vegetal, producción agrícola, temporales de agua, bienestar anímico, fisiológico y material de la sociedad).

Un primer acercamiento etnográfico a ar k’angi puede ubicarnos en su vínculo semántico con los mecanismos que posibilitan la puesta en relación de este conjunto de actores, destacando el papel que revisten los actos de ofrendar y las ofrendas mismas en los rituales señalados.

a) Como acto votivo

La floreada (di k’ami) es una actividad que ejecutan tanto los cargueros asociados al mantenimiento del culto a los santos tutelares de los templos y capillas, como aquellas personas que establecen un vínculo comunicativo con santos en los altares de sus hogares, con difuntos familiares en los camposantos y altares domésticos, y con entidades sagradas en sitios geográficos como la cima de los cerros o manantiales; se trata por antonomasia de actos comunicativos que reactivan los jä t’sita o recintos de lo sagrado (donde viven los santitos). Si bien para los cargueros esta práctica se verifica de manera periódica (semanalmente) y conlleva la organización de las festividades anuales a los santos durante el periodo en que desempeñan los cargos, en todos los casos dicha actividad remite no tanto a una ornamentación floral, sino a la obligatoriedad de alimentar a dichas entidades y propiciar sus dotes. Este alimentar a los santos a partir de la floreada, supone el depósito de flores, ramas, ceras, copal y cuetes que conjuntamente, definen la expresividad de los partícipes del ritual (intencionalidad comunicativa), a partir del banquete que satisface el hambre de éstos.

b) Como ofrenda

En términos genéricos, ar k’ami (la ofrenda) conforma un artefacto vital para la ejecución del ritual y su dimensión comunicativa; en las celebraciones patronales de San Ildefonso Tultepec y San Miguel, Tolimán, las ofrendas principales que se elaboran para los santos reciben esta denominación. El chimal (ra k’ami) y la flor de dios (ar donikwä, ar k’ami) son ar k’ami o enramadas que son colocadas en las portadas de los templos principales; se trata en ambos casos de estructuras verticales de carrizo o varas, vestidas con cucharilla, aderezadas con alimentos, productos agrícolas, bebidas o flores de la temporada. Si bien cada festividad se desarrolla en periodos distintos del año, dichas ofrendas son entendidas como el alimento principal para los santos patronos (le damos de comer al santo de lo que produce su pueblo). Mientras la flor de dios busca propiciar el buen inicio de las actividades agrícolas anuales, el chimal intenta agradecer al santo por la culminación de los temporales de lluvia, el levantamiento de las cosechas y la colecta de los productos del monte.

Como alimento para las ánimas, ar k’angi se asocia a la variedad de vegetación silvestre comestible, específicamente a los quelites, quintoniles, acelgas o berros que son recolectados en milpas y humedales de los poblados (ar k’ani). Si bien este tipo de vegetación es consumida por las personas como alimento de temporada en contextos cotidianos, al servir de alimento para las ánimas ar k’ani presenta características de ofrenda. Cuando una persona enferma de mal aire a causa del disgusto de algún difunto familiar o antepasado del pueblo, ésta contrata los servicios de un especialista ritual (cantor), quien se encarga de organizar el ritual terapéutico recolectando plantas medicinales como el pextó, epazote blanco, epazote rojo, epazote de zorrillo, ajenjo, mirto, artemisa y manrubio.

Con estas plantas el cantor confecciona ramilletes con los que limpia el cuerpo del paciente, acompañándose de rezos y peticiones para que el ánima se aleje de la persona. Si la entidad recibe con agrado la limpia, el ánima se manifestará al paciente en sus sueños comiendo platos de quelites guisados, situación que es interpretada como el cese de la enfermedad. En este caso, si bien el conjunto de plantas silvestres empleadas para limpiar a los enfermos no son propiamente comestibles para las personas, su utilización en contextos rituales las coloca en una condición de ofrenda, donde ar k’ani (los quelites) fungen como el alimento engullido por los difuntos que han originado el mal aire.

c) Como lugares sagrados

Por último, se puede destacar otro desdoblamiento semántico de ar k’angi desde el que se configuran lugares sagrados asociados a la regeneración de la vegetación, a la productividad agrícola y a la presencia de agua. En San Ildefonso Tultepec ar pothe (brota el agua) nombra a los ojos de agua o manantiales de los que se abastecen los poblados para distintos fines; asimismo también existe la denominación ar k’am dehe, quizá menos generalizada, que algunas personas utilizan para identificar y distinguir aquellos manantiales con cruces a los que se celebran anualmente las festividades del 3 de mayo. k’am dehe es traducido por las personas como manantial de fiesta, floreado o enramado, aludiendo con ello al depósito de ofrendas que las personas realizan en sus nacientes de agua, además de tratarse de un prefijo que puede acompañar el nombre específico del manantial (k’am dehe juaré, k’am dehe yixtó, k’am dehe millán).

Esta práctica toponímica dota de identidad a dichos sitios para diferenciarlos de aquellos manantiales olvidados por sus personas, ojos de agua que abastecen del líquido a sectores de la población pero que no son objeto de rituales. Sin duda este distintivo nominal marca no solamente sitios para el depósito de ofrendas, sino además la concreción de un ámbito social que involucra humanos y cruces de manantiales a partir del desempeño continuado y bilateral de la entrega de alimento.

En San Miguel, Tolimán, el Semidesierto incide para la generación de un escenario donde el agua reviste una importancia fundamental, donde mäk’angi (el sur) remite a una región alegórica asociada a la presencia del agua, tratándose del punto cardinal de donde algunos pobladores identifican el origen y arribo de las nubes de lluvia y de los ríos. Algunos testimonios locales refieren la importancia de este lugar para la fecundidad y productividad de la zona, aunque faltaría indagar sobre la presencia sureña de algún recinto sagrado para depósito de ofrendas.

Apuntes finales

Con estas referencias he buscado una aproximación general a ar k’angi y sus anclajes rituales, con el fin de bosquejar la complejidad que podría caracterizar una noción cultural para el desarrollo de prácticas, conocimientos y sabidurías en sociedades específicas. Desde una lógica de sistema ritual, la dimensión conceptual de ar k’angi aparece como núcleo de significación a partir del cual podemos rastrear relaciones significativas, lingüísticas y pragmáticas en diferentes escalas, que van de actos ofertorios, a la ofrenda misma, pasando por la construcción de lugares y escenarios en los que se desarrolla una actividad vital dentro de la lógica ritual ñäñho: dar y recibir alimento para vivir.

Unos años atrás en San Ildefonso Tultepec escuchaba varias explicaciones acerca de la importancia de las fiestas a los manantiales, una de ellas refería a la tarea fundamental de mantener contento y bien alimentado a los ojos de agua, de manera que sus descargas fueran vigorosas y caudalosas. Así, un manantial sin fiesta está desnutrido, da poca agua, se seca gradualmente, hasta que muere o se va a otro lugar a buscar la fiesta y el taco. Quizá esta última viñeta pueda reflejar algunos elementos significativos asociados a la noción ñäñho del verdor, atendiendo a una lógica relacional para la regeneración de la vegetación, del entorno, de la tradición y de la vida.

Bibliografía consultada
Cassirer, E. Filosofía de las formas simbólicas, tomo I El lenguaje, Fondo de Cultura Económica, México, 1971 [1964]
Guiraud, P. La semántica, Fondo de Cultura Económica, México, 1983 [1955]
Leach, E. Cultura y comunicación. La lógica de la conexión de los símbolos, Siglo XXI, España, 1985 [1976]
Lévi-Strauss, C. “El análisis estructural en Lingüística y en Antropología” en Antropología estructural, Paidós, España, 1974 [1958]
Vogt, E. Ofrenda para los dioses. Análisis simbólico de rituales zinacantecos, Fondo de Cultura Económica, México, 1979

*Ponencia que fue parte de la mesa de reflexión; Lengua y Etnografía. Pensando la Diversidad Cultural, celebrada el pasado 22 de febrero en el Museo Regional de Querétaro.

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