Paula de Allende fue y es un ser mágico por antonomasia. Paula es una maga. Así la dibujó un amigo entrañable. Así era, en su perfil armonioso y en su vida cotidiana, en su entregado amor a su entorno, a su trabajo creador y a sus convicciones. Ese amigo la representó como la divina Circe, la reina de la magia, lo femenino encarnado.
Paula tiene una obra breve pero creciente. Con cierta frecuencia se han encontrado nuevos manuscritos que guardaba al lado de conchas y caracoles, en una caja con rizos dorados y cuentas de collares de bisutería que usó la abuela, en cofres y baúles inverosímiles que han tenido que irse pergeñando para descubrir su modestia, su reticencia a ser publicada. Es, sin duda, su fina e inconfundible letra. No hay sorpresas ni suplantaciones.
Estamos frente a una antología sorprendente que ha sido recopilada cuidadosamente por su hijo, Francisco, como homenaje a esa voz íntima, misteriosa, profunda, de tonos claroscuros, de habilidades retóricas tan sencillas como asombrosas.
La obra poética de Paula ha sido leída superficialmente. De ahí que la clasifiquen a menudo como un lirismo íntimo, como si eso fuera una categoría inferior. Craso error etiquetarla equivocadamente en ese cliché tan frívolo, tan arrogante, tan de poca sensibilidad, por no decir de vulgar ignorancia.
La suya es una obra que merece lecturas meticulosas y estudios serios. Que desentrañen sus orígenes, que ahonden en los espíritus que la poseen, en los genios literarios que la influyen. En tal sentido es un reflejo del Modernismo. Admira y ama a Ramón López Velarde. El suyo es un amor místico, una idealización platónica y, a la vez, una fuente de inspiración para construir una poesía llena de matices líricos que lo mismo canta al guerrillero, al poeta español, sabio y modesto, de voz sonora, que elogia a la ciudad que la acoge, que solloza al vacío doloroso que le deja el ser amado que se ha ido, a la abuela y a la madre, a sus hijos y a su casa.
Tal es la devoción al poeta jerezano que se apropia de Fuensanta para nombrar a su hija, que visita su tumba y las moradas que algún día habitó, para atisbar, en su peculiar necrofilia, e imaginarse cerca de ese constructor de inusitadas imágenes que suenan como melodías barrocas (“curvas gongorinas”), como susurros amorosos o como rítmicos timbales en la suave patria.
Hay más dolor que júbilo en su poesía. Pareciera que la soledad y el tormento fueran las manos que guían su pluma y hacen temblar su alma. En el dolor encuentra su mejor impulso, en el hueco que deja una pérdida halla el envión para crear sus mejores imágenes, para proyectar su alma afligida, para apoyar sus brazos cansados.
La poesía de Paula de Allende es una voz universal, sensual o adolorida, atemporal, melancólica, de profundo sentimiento, de apasionado sustento, vigorosa y tierna, ataviada entre los claroscuros de la pasión y la desesperanza, urgida de llegar a la orilla, para alejarse del naufragio.
La imantación de la obra del jerezano al que lee y estudia es una constante de su producción poética. Sin embargo, su escritura no tiene rebuscamientos lingüísticos, no es sinuosa ni afectada. Es suave y espiritual, obediente a sus ideales estéticos: sinceridad sobre todo, declaraciones de amor y dolor. Paula canta a su amoroso entorno: sus hijos, su morada, la hora del colibrí, el recuerdo de su abuela, la exaltación a la madre, el olor a jazmín, la atracción por el color morado y el misterio de lo fúnebre.
El sentimiento amoroso está en cada frase, cada metáfora, su espíritu es sensible a lo cotidiano, a los olores de su jardín, al tibio cubrecama lila y las flores disecadas que son parte del conjunto de una recámara con un espejo apenas, el muro húmedo de una casa que es magia, vetusta y digna.
Paula de Allende es un gran personaje. Otros compendios la reseñan. La admiración se vuelca sobre su figura ilustre, original, su hermosura física y moral, su generosidad inmensa. Hoy me toca hablar de su poesía que, gracias a este breve comentario, me ha permitido redescubrir en su grandeza.