Todos nos dirigimos hacia un ineluctable final. Desde que desembarcamos en este mundo, embarrados de placenta y soltando berridos de neonato, se inicia el contador que se detendrá hasta el momento en el que bebamos de las aguas del Leteo (o, para decirlo de manera menos mitológica, hasta el momento en el que chupemos faros). La muerte nos aterra (o nos entierra, porque “aterrar” significa “quedarse sin tierra”). Algunos creen que, al abandonar sus carcasas cárnicas, ascenderán ligeros hasta territorios ultraterrenos en los que obtendrán recompensas o castigos, dependiendo de las acciones que en vida hayan elegido llevar a cabo. Otros piensan que, en cuanto el cronómetro cardiaco cese su golpeteo incansable, se extinguirán por completo, junto con su vida terrenal, su identidad, su memoria y su esencia. Hay quienes dudan: a veces creen en la reencarnación, a veces en el alma inmortal, a veces en la ciencia pura y dura que no alimenta expectativas metafísicas. Sea como sea, en nuestras biografías hay un solo pasaje que podemos prever: moriremos algún día. Y ésta sola certeza basta para quitarnos el sueño y para reclutar nuevos miedos de cuando en cuando. El coronavirus es la más reciente adquisición mundial, en materia de terrores colectivos. Para quienes padecemos alguna clase de trastorno psíquico, como el famoso TOC, el recordatorio cotidiano de la finitud humana se ha convertido en una verdadera tortura. Cloro, barbijos, tapetes desinfectantes, noticias catastrofistas, historias tristes narradas en primera persona por amigos cercanos, negocios cerrados, teatros semivacíos, sana distancia y se acabaron los besos o los abrazos; imposible lograr sustraerse a la sensación inquietante que este panorama despierta.
Productividad
Pero este terrible miedo a morir no sólo se refleja en insomnio, ansiedad o pesadillas; se evidencia en la obcecación que a diario sentimos por “aprovechar el tiempo”. Si ya el capitalismo había instaurado en nuestras cabecitas la idea de que “el tiempo es dinero” y de que “sólo los vagos tiran sus horas a la basura”, esta pandemia está llevando hasta el límite estas consignas al exigirnos niveles de productividad ininterrumpidos, constantes y elevados. Si estás frente a una pantalla, más te vale estar adquiriendo una nueva habilidad o desarrollando las capacidades de las que ya dispones. Aprende nuevos idiomas, empieza a tocar el clavicordio, párate de manos, ejercita esos músculos forrados de grasa, desenvuélvete en el mundo de la política, entiende en diez minutos las teorías de Michel Foucault, escribe una obra maestra, captura con tu cámara una imagen que el mundo no pueda olvidar; si no logras alcanzar alguno de esos sencillos objetivos, es porque no sirves para nada. Estás perdiendo el tiempo. TU TIEMPO. EL ÚNICO TIEMPO QUE TENDRÁS. EL RELOJ ESTÁ AVANZANDO. EL CORAZÓN LATE Y NO SE DETIENE. EL TIEMPO NO PERDONA Y NO PUEDES VOLVER ATRÁS. PROGRESA. EVOLUCIONA. APROVECHA. SI QUIERES QUE TU VIDA ADQUIERA SENTIDO, DEBES DEJAR ALGO EN EL MUNDO. UN LEGADO…
Psicosis capitalista
Y estas consignas silenciosas repiquetean en nuestras cabecitas día y noche, sin cesar. En algún momento creí que yo era la única que estaba atravesando por este estado de psicosis capitalista, pero, poco a poco me he ido topando con muchas otras víctimas que se sienten igualmente perseguidas por el fantasma de Cronos. Las brechas generacionales y laborales se rompen cuando se trata de hablar sobre este padecimiento psíquico y emocional, pues gente de todas las edades, profesiones y sexos está experimentando la misma desazón. ¿Será que la culpa la tiene la muerte, que se empecina en sellarnos la piel con una fecha de caducidad? (Una fecha ilegible, porque nadie sabe cuándo ha de petatearse). ¿O la culpa la tenemos nosotros, que hemos decidido convertirnos en máquinas productivas que no pueden descomponerse ni caer en la obsolescencia? ¿O la culpa es del sistema, que nos orilló a transformar nuestras habilidades en productos que, tarde o temprano, deberán intercambiarse por dinero? ¿O nadie tiene la culpa y la historia de la humanidad fue desenvolviéndose de tal manera que hoy estamos frente a una de esas etapas complejísimas que habrán de terminar en una revolución drástica, en una aceptación resignada o en una extinción masiva o absoluta de nuestra especie? Quién sabe. Lo cierto es que, después de que encontramos algún culpable y, encabritados, le mentamos a su progenitora, tenemos que respirar hondo, recuperar la calma y decidir qué es lo que haremos con nuestras vidas una vez que ya entendimos que hemos estado jugando el peligroso juego del Time-is-money.
El nuevo nuevo testamento
La magistral película francesa El nuevo nuevo testamento (Le Tout Nouveau Testament), con una visión irreverente, nos muestra a la hija de Dios, una niña de diez años, que se escapa de la casa paterna y llega al mundo para revelarle a cada ser humano la fecha en la que va a morir. Y esta “simple” revelación cambia por completo el rumbo de la historia, puesto que la mayor fuente de incertidumbre se extingue de súbito. Y Dios se molesta con su hija, puesto que el control que ejerce sobre las vidas humanas desaparece en el momento en el que las personas ya saben cuánto tiempo les queda. Todos empiezan a disfrutar más su estancia en el mundo, se atreven a hacer lo que no habían podido, les dan rienda suelta a sus deseos íntimos, dejan los trabajos que los hacen miserables. La esposa de Dios se libera y se muestra más benigna que su compañero, le ofrece a la humanidad una visión feminista que no se basa en el castigo o el control de los cuerpos y las mentes. No dejen de ver esta inigualable película que, a través de un enfoque irreverente, nos conmina a pensar en los paradigmas que sostienen nuestras existencias.
Espacio y tiempo
En fin, el fin es inevitable y jamás seremos capaces de ejercer un control absoluto sobre nuestro tiempo. Nunca alcanzaremos los estándares impuestos por nuestros padres, por el mercado o por nosotros mismos, así que lo ideal es empezar a vislumbrar la vida como un laboratorio de experiencias que, en su mayoría, ocurrirán siempre de una forma distinta a la que planeamos. No se trata de arrojarse a la cama y dejar que la vida pase por encima de nosotros como un tráiler, pero tampoco de exprimir nuestras “potencialidades” al máximo. Darle espacio y tiempo al aburrimiento permitirá que las ideas creativas afloren, concederle una tarde a una plática insustancial revitalizará el espíritu, dibujar por mera intuición, sin la guía de un tutorial, nos devolverá algo de libertad. La pandemia es, como lo dijo Alessandro Baricco, una criatura de la era digital, ha crecido desmesuradamente al abrigo del internet y, en los años siguientes, veremos muchos de estos animales, que amplificarán nuestro miedo a ser improductivos, nuestro pánico a morir sin haber hecho algo “importante”; creo que debemos aplacar y domesticar nuestros miedos, para que los medios no se apoderen de nuestros cuerpos y nuestras mentes. Creo que debemos reconciliarnos con nuestra finitud y avanzar con los músculos menos tiesos. Creo que, como me lo dijo mi chamaca adolescente, que a veces es mucho más sabia que su madre, hay que recuperar la tradición oriental y dejarnos conducir como si fuéramos un tronco que flota en las aguas, a veces calmas y a veces agitadas, de este río que es la vida.