El texto es de papel fantasma. En él aparecen letras que deambulan, seres no siempre —ni necesariamente— reales que descubren intereses existenciales (entre refugios de escarcha-impresa). Así, papel y letras [se] desdibujan [en] un continuo aparecer fenoménico: ir de la letra a la idea es configurar la —misma— idea de letra: proceso infinito en retrospectiva.
En el papel fantasma se encuentra el «ser» y el «no ser», verdad apodíctica de la que surgen ropajes fantasmagóricos que hacen dudar la materialidad de lo que se lee. Es como estar y no estar en la lectura, más allá del texto que se descubre; sobre todo cuando el conectivo “y” se vuelve en la disyuntiva “o” | rememoración que —como herida— hace libre albedrío escriturístico.
Leer, optar por caminos que nos vuelve caminantes | círculo que gira y hace vacíos lingüísticos. Después de la lectura aparece lo inevitable: un mundo escriturario, voz-fantasma en el sujeto que lee. Recuerdos que como el aleph | אּ | forjaron ideas sagradas en la interpretación.
Por eso el ser (en singular) se vuelve seres (en plural), introspección sin pausa: «ser» es «seres»; pero seres es ser-es, es decir es un ser que es. Dicho de otra manera: el ser «es» sólo a través de los demás «seres» (ser-es) que le dan esencialidad comunal a su sustancia aparentemente individual. Es un ser-siendo a través de la otredad que hace oquedad en el papel, una vez leído.
Lo que se dice, en este sentido, se hace propio cuando se toma del papel escrito. Lo que se imagina desde la palabra del otro, se torna en poiesis personal, sobre todo cuando el texto hace implosión reflexiva en sí. En este sentido no hay imaginación sin palabra, pero no hay —tampoco— palabras sin realidades agotadas. Todo es un constante transitar en voz como fantasma; partes de la palabra que fragmentan una sola realidad.
Entre el prefijo, el infijo y el sufijo sólo hay un paso, intención que subyace en la mirada aquiescente del lector. En los extremos (prefijo y sufijo) se tejen intermitencias infinitas que lo hacen aparecer (como lector). El infijo —sin embargo— no deja de ser el punto ancilar que une voces para el diálogo; pero no hay diálogo sin imaginación.
Cuando se lee, la imaginación es vertebral, acción principalísima. Su sinuoso camino permite descubrir constantemente lo que dice el texto, sin que realmente lo diga. De ahí la necesidad de comprenderlo como fantasma: es tan real su cuerpo, como imaginación su múltiple sentido, aparición fenomenológica.
Ser y no ser como fantasma. Leer y recrear como ser ficticio, pudiendo —así— ser más real que el mismo texto. No hay que soslayar la importancia de la reflexión, pero tampoco la necesidad del silencio cuando se requiere de alas para emigrar de idea.
Los fantasmas son seres de papel y tinta. Nos habitan en la pluma con la que nos extendemos por el texto. Abren continuas posibilidades escriturarias. Cuando nuestros ojos se enfrentan a ellos, suelen tornarse en pausas reflexivas o en márgenes para el ocaso. De cualquier manera eluden nuestras invectivas. No hay, pues, imprecación en la lectura. Aunque tampoco es ingenuo hasta la saciedad. Lo que existe es una constante reinterpretación textual e intertextual. De ahí la necesidad de una relectura constante.
Ser y no ser aparecen de nuevo. Leer y no leer, esa es la constante. Y no me refiero a leer como acción y a no leer como no acción de leer (pues no deja de ser acción), sino a la constante de elegir entre ser uno mismo desde la reflexión (la propia) y no serlo desde la costumbre del apagamiento de los deseos de la mente. Pensar es, en ese sentido, una manera abierta de ser desde lo que se piensa.
Si no pudiera leer textos, entonces tendría que escribir en mi mente los pensamientos que lograran sacudirme de esta parsimonia. Después de todo ser homo sapiens sapiens implica no sólo serlo como definición, sino —sobre todo— como acción; sin embargo, ¿qué reflexión está exenta de fantasmas?
La realidad es una constante que no hay que dejar de tejer con palabras reales y sensaciones aleatorias. Cualquier circunstancia que pudiera alterar la realidad no es sino una forma más de ser de los fantasmas escriturísticos. El ser ya ha sido dado, no puede subsumirse en su eliminación, aunque sea por cuestiones racionales. Nada excede a la realidad que está siendo, excepto la realidad escrita que al ser (al ser leída) deja de ser para ser-siendo, ahora como relectura.
Así, si el sufijo que enmohece el texto no es sino un sufijo en grama, no hay que impedir que el resto de la idea sea también un fragmento, ya sea prefijo, infijo sufijo. Después de todo la realidad —hay que insistir— no es sino una posibilidad escriturística.