Federico camina con todas sus pertenencias al hombro. Se podría decir que es un mendigo pero más acertado es afirmar que está loco. Camina por Ezequiel Montes, Hidalgo, descansa en la banqueta frente a la puerta de la sacristía del templo de Capuchinas y al rato se va rumbo al templo del Carmen.
Si estamos en La Cartelera sentimos su presencia atravesando la calzada porque Federico no se baña nunca, en consecuencia, huele a cincuenta metros a la redonda, por lo menos. Si está descansando en Capuchinas, su olor cunde en el hotel Señorial, se expande hasta el café que se encuentra frente al Museo de la Ciudad, alcanza el patio morisco, una sastrería que hay rumbo al templo del Carmen y el campanario del templo.
Federico no está. Federico huele. Los locos nos avientan a la cara sus “yo” absolutos, ante los cuales nos reímos tal vez porque nuestros “yo” parciales no alcanzan la estatura del yo alienado. Nietzsche no terminó loco (me atrevo a decirlo): alcanzó a ser su propio superhombre, su propio dios. Federico (Nietzsche también se llamaba Federico) es. Y su manera de decirlo es apestando.
El olor de Federico penetra hasta la médula y nos incomoda, tal vez por culpa de los hábitos de higiene, gracias a los cuales hemos terminado por calificar como “malos” a los olores que la naturaleza produce incluso con fines místicos. Estoy pensando en los olores sexuales que son capaces de trazar el camino al Nirvana en ciertas prácticas orientales.
Soportamos el olor de las alcantarillas que siempre (y en época de calor un poco más) apestan. En este punto no sé si en la competencia por los olores de albañal gana la Ciudad de México, porque se necesita cierta heroicidad para soportarlos en el Palacio de Bellas Artes, por ejemplo. Allá, la prisa por cruzar el Eje Central, o el mantenerse alerta, nos salvan de considerar la ventosidad permanente que, según dicen los especialistas, se debe al hundimiento de la capital.
Si ustedes, desodorizados lectores, al llegar a esta línea se preguntan: “¿Qué pedo?” (Perdonen la expresión: es para no perder el tono) Les diré que estoy hablando de teatro. Más exactamente, de los olores que generalmente no están. El arte sirve a los sentidos, menos al olfato y al gusto. De la falta de olores en el teatro me di cuenta en un festival internacional, cuando un dramaturgo chileno de apellido ruso abordó el tema.
Volví a pensar en el asunto cuando Vicente Leñero e Ignacio Retes estrenaron La Visita del Ángel, obra en la cual los olores de la sopa de verduras que la señora preparaba en su departamento inundaron, literalmente, el pequeño ambiente del foro Sor Juana Inés de la Cruz, en la UNAM.
Un caso extremo fue el de la escultora Teresa Margolles, que exhibió en el Museo de la Ciudad una instalación en la que se evaporaba el sebo de los cadáveres que ella misma recolectó en la morgue. Algo similar sucedió con una exposición de Rosa María Robles, escultora culichi que colgó en un museo de Culiacán los cobertores de los encobijados por el narco.
Entonces llego al meollo: a la obra El Cielo en la Piel, que está presentando el grupo Galatsia en La Cartelera, tal vez le haga falta el olor dulzón de la sangre y de los sesos recién machacados para terminar de compartir la sensación real de la violencia. Bataille, hablando del asco por los olores de la descomposición y el erotismo… Pero esto es harina de otro costal.