/ miércoles 21 de diciembre de 2022

¡Gooool!

Vitral

Lo que finalmente sé con mayor certeza respecto a la moral y a las obligaciones de los hombres, se lo debo al futbol.

Albert Camus

¡Qué días tan inolvidables jugando los fines de semana cascaritas de futbol en las calles del barrio! Éramos unos chamacos adolescentes que después de comer, y con algunas tareas de la escuela pendientes, esperábamos con emoción el momento de encontrarnos frente a las puertas de nuestras casas que daban a la calle en donde nos reuníamos para jugar un rato. Y ahí estaba toda la banda: el “Dulces”, el “Pecas”, el “Calaquita”, el “Kike”, el “Manotas”, “Coco”, el “Gordo”, mi carnal, y otros más. Armábamos los equipos para organizar unas buenas retas a tres goles. En ese tiempo, principio de los 70’s –cosa inconcebible ahora–, pasaban pocos autos por la calle, sí circulaban y teníamos que detenernos un poco, pero no había tantos como ahora.

Ya de grande he vuelto con nostalgia a aquel lugar, y se ha transformado totalmente, parece como si fuera otro barrio, otra ciudad, otro país. Aquellas calles, que incluso se me hacían amplias, anchas, con pocos autos estacionados, ahora están totalmente saturadas, lo que se llama gentrificación, plagadas de condominios de varios pisos que se levantan por todos lados, autos estacionados a reventar, no cabe uno más, todo se ve estrecho, amontonado, atosiga, ahoga, ya ni la luz del sol pega como antes, se ve oscuro.

En aquel tiempo, en la confluencia de esas dos calles, podíamos incluso contemplar los volcanes Popocatépetl y La mujer dormida. Entonces creíamos que sus nieves eran eternas, copados hasta arriba, sobre todo en diciembre y enero. Ahora que regresé al barrio me di cuenta de que ya ni siquiera se ven, todo está saturado de esmog, autos, ruido, gente, tráfico, basura, pero, bueno, afortunadamente antes podíamos disfrutar de ese lugar y teníamos chance de armar emocionantes torneos de futbol.

Llenos de emoción y con muchas ganas de mover el cuerpo –la juventud exigía–, nos disponíamos a armar los equipos de las retas. Cada quien elegía a los que suponía mejores jugadores, y al último, a los que ya nadie quería. Una vez armada, jugábamos toda la inmensa tarde, en donde el tiempo no existía más allá de lo que marcaba estrictamente el caminar de los astros, la puesta de sol. Justo es decir que también dábamos mucha lata a los vecinos. Pelotazos volando sobre la cabeza de los transeúntes, pelotazos en las puertas de las casas, ruido, risas, gritos, y, a veces, discusiones por una falta cometida o por un gol que se aseguraba no era tal. Así jugábamos hasta caer la noche, y nos metíamos cada quien a nuestras casas para reponer fuerzas cenando delicioso lo que nos preparaban nuestras madres. Y después de un rato de tele a dormir bien a gusto. Parafraseando un dicho actual: éramos felices y sí lo sabíamos.

Luego vinieron más retos, íbamos creciendo y de adolescentes pasamos a jóvenes, y la calle ya nos quedaba chica. Nuevos chavos se unieron a nosotros para jugar, y así llegaron el “Mascorro”, el “Niña”, el “Señor bajito”, Lalo, el “Chupitos”, don Mike, el “Pato” y otros más. Decidimos formar un equipo de futbol para meternos a una liga. Nos fuimos a un Toks para discutir, armar la alineación titular y para ver cómo le íbamos a hacer con el arbitraje, y, en fin, a hablar de futbol y más futbol. El equipo se llamaría All Stars.

Así. estuvimos jugando futbol de a de veras en canchas grandes. Amateurs, pero con nuestro árbitro y torneos. Dos o tres años jugando en ligas sabatinas y domingueras, levantándonos casi siempre muy temprano para estar puntuales al primer partido. Teníamos que estar listos a las 8:00 de la mañana en la cancha, ya vestidos, así que había que despertar a los cuates entre todos, apurar a los más huevones y gritarle a los colgados para poder agarrar los taxis en los que nos íbamos todos amontonados a las canchas de Iztapalapa, de la Vicente Guerrero, del Sector popular, de Santa Cruz o a la Cabeza de Juárez, y a veces, cuando bien nos iba, a los campos de Bretaña o a los de los tranviarios, eso ya era un lujo. Así estuvimos, con altibajos, a veces ganando, a veces empatando, a veces perdiendo. Peleando en las canchas en broncas provocadas por cualquier tontería, en donde el chiste, para muchos, era lucir su ego, lo chingones, machotes, salvajes y aventados golpeadores que eran. Madrizas grupales en donde no sabías ni por dónde te podía caer una patada, un coscorrón, una pedrada. Tres, cuatro o cinco contra ti, pero el chiste era jugar y nos divertíamos bastante. Después de los juegos, para reponernos, íbamos a comer una pancita a La oaxaqueña, en donde la mesera, la “Churu”, que nos conocía desde niños, no servía doble ración por un solo pago. Claro, el segundo plato ya era nada más de caldo y callo, eso sí, con un montón de tortillas y nuestros refrescos de cola para eructar a gusto.

En esas andábamos cuando de la nada nos surgió la oportunidad de tener un patrocinador. La verdad es que nos emocionamos bastante, y hasta como que íbamos previendo la posibilidad de tener un equipo mucho más competitivo, que aspirara a objetivos mayores. Resulta que se acercó a nosotros un señor, amigo de uno de mis compañeros de equipo, que decía que él nos manejaría y nos patrocinaría. Se trataba del señor Aquilino Martínez del cual nadie sabía a qué se dedicaba, de dónde era ni dónde vivía. El caso es que dijimos: bueno, pues venga. Se ofreció a comprar los uniformes, a cooperar con el arbitraje, y a entrenarnos. Qué emoción, sabríamos lo que era vivir un poco más en serio el futbol, sentirnos un tanto como jugadores profesionales.

A los que pudieran ir, el señor Aquilino los citó para entrenar un miércoles a las cuatro de la tarde en las canchas de los tranviarios. Llegamos seis o siete chavos, muchos de ellos impuntuales. Dieron las cuatro treinta pm, las cinco, y don Aquilino no llegó nunca. Estuvimos esperando un rato y decidimos ponernos a entrenar entre nosotros sin tener la más mínima idea de por dónde comenzar, quizá unas lagartijas, unas sentadillas, unas abdominales y luego chutar un poco. Así estuvimos hasta que nos caíamos de aburridos. Quién sabe de dónde salió una Caguama y todos le dieron unos tragos.


https://escritosdealfonsofrancotiscareno.blogspot.com

Lo que finalmente sé con mayor certeza respecto a la moral y a las obligaciones de los hombres, se lo debo al futbol.

Albert Camus

¡Qué días tan inolvidables jugando los fines de semana cascaritas de futbol en las calles del barrio! Éramos unos chamacos adolescentes que después de comer, y con algunas tareas de la escuela pendientes, esperábamos con emoción el momento de encontrarnos frente a las puertas de nuestras casas que daban a la calle en donde nos reuníamos para jugar un rato. Y ahí estaba toda la banda: el “Dulces”, el “Pecas”, el “Calaquita”, el “Kike”, el “Manotas”, “Coco”, el “Gordo”, mi carnal, y otros más. Armábamos los equipos para organizar unas buenas retas a tres goles. En ese tiempo, principio de los 70’s –cosa inconcebible ahora–, pasaban pocos autos por la calle, sí circulaban y teníamos que detenernos un poco, pero no había tantos como ahora.

Ya de grande he vuelto con nostalgia a aquel lugar, y se ha transformado totalmente, parece como si fuera otro barrio, otra ciudad, otro país. Aquellas calles, que incluso se me hacían amplias, anchas, con pocos autos estacionados, ahora están totalmente saturadas, lo que se llama gentrificación, plagadas de condominios de varios pisos que se levantan por todos lados, autos estacionados a reventar, no cabe uno más, todo se ve estrecho, amontonado, atosiga, ahoga, ya ni la luz del sol pega como antes, se ve oscuro.

En aquel tiempo, en la confluencia de esas dos calles, podíamos incluso contemplar los volcanes Popocatépetl y La mujer dormida. Entonces creíamos que sus nieves eran eternas, copados hasta arriba, sobre todo en diciembre y enero. Ahora que regresé al barrio me di cuenta de que ya ni siquiera se ven, todo está saturado de esmog, autos, ruido, gente, tráfico, basura, pero, bueno, afortunadamente antes podíamos disfrutar de ese lugar y teníamos chance de armar emocionantes torneos de futbol.

Llenos de emoción y con muchas ganas de mover el cuerpo –la juventud exigía–, nos disponíamos a armar los equipos de las retas. Cada quien elegía a los que suponía mejores jugadores, y al último, a los que ya nadie quería. Una vez armada, jugábamos toda la inmensa tarde, en donde el tiempo no existía más allá de lo que marcaba estrictamente el caminar de los astros, la puesta de sol. Justo es decir que también dábamos mucha lata a los vecinos. Pelotazos volando sobre la cabeza de los transeúntes, pelotazos en las puertas de las casas, ruido, risas, gritos, y, a veces, discusiones por una falta cometida o por un gol que se aseguraba no era tal. Así jugábamos hasta caer la noche, y nos metíamos cada quien a nuestras casas para reponer fuerzas cenando delicioso lo que nos preparaban nuestras madres. Y después de un rato de tele a dormir bien a gusto. Parafraseando un dicho actual: éramos felices y sí lo sabíamos.

Luego vinieron más retos, íbamos creciendo y de adolescentes pasamos a jóvenes, y la calle ya nos quedaba chica. Nuevos chavos se unieron a nosotros para jugar, y así llegaron el “Mascorro”, el “Niña”, el “Señor bajito”, Lalo, el “Chupitos”, don Mike, el “Pato” y otros más. Decidimos formar un equipo de futbol para meternos a una liga. Nos fuimos a un Toks para discutir, armar la alineación titular y para ver cómo le íbamos a hacer con el arbitraje, y, en fin, a hablar de futbol y más futbol. El equipo se llamaría All Stars.

Así. estuvimos jugando futbol de a de veras en canchas grandes. Amateurs, pero con nuestro árbitro y torneos. Dos o tres años jugando en ligas sabatinas y domingueras, levantándonos casi siempre muy temprano para estar puntuales al primer partido. Teníamos que estar listos a las 8:00 de la mañana en la cancha, ya vestidos, así que había que despertar a los cuates entre todos, apurar a los más huevones y gritarle a los colgados para poder agarrar los taxis en los que nos íbamos todos amontonados a las canchas de Iztapalapa, de la Vicente Guerrero, del Sector popular, de Santa Cruz o a la Cabeza de Juárez, y a veces, cuando bien nos iba, a los campos de Bretaña o a los de los tranviarios, eso ya era un lujo. Así estuvimos, con altibajos, a veces ganando, a veces empatando, a veces perdiendo. Peleando en las canchas en broncas provocadas por cualquier tontería, en donde el chiste, para muchos, era lucir su ego, lo chingones, machotes, salvajes y aventados golpeadores que eran. Madrizas grupales en donde no sabías ni por dónde te podía caer una patada, un coscorrón, una pedrada. Tres, cuatro o cinco contra ti, pero el chiste era jugar y nos divertíamos bastante. Después de los juegos, para reponernos, íbamos a comer una pancita a La oaxaqueña, en donde la mesera, la “Churu”, que nos conocía desde niños, no servía doble ración por un solo pago. Claro, el segundo plato ya era nada más de caldo y callo, eso sí, con un montón de tortillas y nuestros refrescos de cola para eructar a gusto.

En esas andábamos cuando de la nada nos surgió la oportunidad de tener un patrocinador. La verdad es que nos emocionamos bastante, y hasta como que íbamos previendo la posibilidad de tener un equipo mucho más competitivo, que aspirara a objetivos mayores. Resulta que se acercó a nosotros un señor, amigo de uno de mis compañeros de equipo, que decía que él nos manejaría y nos patrocinaría. Se trataba del señor Aquilino Martínez del cual nadie sabía a qué se dedicaba, de dónde era ni dónde vivía. El caso es que dijimos: bueno, pues venga. Se ofreció a comprar los uniformes, a cooperar con el arbitraje, y a entrenarnos. Qué emoción, sabríamos lo que era vivir un poco más en serio el futbol, sentirnos un tanto como jugadores profesionales.

A los que pudieran ir, el señor Aquilino los citó para entrenar un miércoles a las cuatro de la tarde en las canchas de los tranviarios. Llegamos seis o siete chavos, muchos de ellos impuntuales. Dieron las cuatro treinta pm, las cinco, y don Aquilino no llegó nunca. Estuvimos esperando un rato y decidimos ponernos a entrenar entre nosotros sin tener la más mínima idea de por dónde comenzar, quizá unas lagartijas, unas sentadillas, unas abdominales y luego chutar un poco. Así estuvimos hasta que nos caíamos de aburridos. Quién sabe de dónde salió una Caguama y todos le dieron unos tragos.


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