/ lunes 9 de marzo de 2020

Herencia

Gran parte de las ideologías machistas son transmitidas de generación en generación, pero pueden ser transformadas para evolucionar

La noticia de la llegada de un bebé sorprendió con emoción a una de mis mejores amigas y luego de los estudios pertinentes se supo que sería una pequeña la que llegaría a este mundo.

– Ya sabemos qué va a ser el bebé de Jéssica, ¡una niña!

– Ash, una niña, no me gustan las niñas–, respondió mi madre con un dejo de desagrado.

Mi padre y yo nos miramos creando complicidad. –Se cree hombre, me murmuró con una sonrisa socarrona.

Desde mi infancia mi madre dejó en claro su preferencia hacia el sexo masculino, ya que suelen ser los hombres quienes toman las decisiones definitivas, los que “guían” el rumbo de las familias, y hasta 1955 –cuando las mujeres lograron el derecho al voto en México–, los que definían el rumbo del país.

Pero irónica y contradictoriamente, en casa mamá era quien tomaba gran parte de las decisiones. Mi padre, como la gran mayoría de la generación en la que crecí, salía muy temprano a trabajar y volvía hasta muy noche, incluso a veces no lo veía sino hasta el fin de semana, como sucede en las ciudades dormitorio que proliferaron en las cercanías de lo que era el Distrito Federal, luego del sismo de 1985.

Mamá era la encargada de llevar la casa, hacer la comida, recogernos –a mí y a mis dos hermanos varones– en la escuela, exigirnos buenas notas, portarnos bien, obligarnos a ayudar en los quehaceres de la casa, en pocas palabras; educarnos... ya el fin de semana salíamos en familia y disfrutaríamos estar con papá.

En mi época, que no dista mucho en número de años de las generaciones actuales, el respeto a los mayores era incuestionable, y crecí con comentarios que en realidad me fueron dirigidos como advertencias –“Las niñas locas son las que buscan a los niños en sus casas; las faldas cortas son de locas; solo las niñas locas usan las uñas largas…”

Aunque ese mundo de las “niñas locas” podía llegar a relucir destellos atractivos, los rechazaba por completo, pero también comencé a rechazar lo que se suponía debía gustarme; algo tan insignificante pero representativo e icónico como el color rosa.

El rigor y la exigencia en asuntos escolares, de respeto y cumplimiento de tareas en casa era el mismo para mí, como para mis hermanos varones, no así los permisos para salir de casa, con amigos y ya no se diga una fiesta, era imposible.

– Ya no voy a poder conocer los antros a los que iban mis amigos, simplemente porque ya no existen.

– Bueno, es que ustedes eran mi responsabilidad, dijo mamá.

Las preocupaciones que atormentaban a los padres que criaban a mujeres todavía hacia la década de los 90 era que la o las mujeres de la familia resultaran embarazadas o que perdieran la virginidad; conceptos heredados de generaciones anteriores y que pueden verse reflejadas en cintas del siglo de oro mexicano como “Inocente” (1956), donde Mane (Silvia Pinal) y Cruci (Pedro Infante) se quedan dormidos y al ser hallados juntos deben casarse para “salvar el honor” de ella.

Más de una década después –1968– se hizo una nueva adaptación de la historia protagonizada entonces por Angélica María y Alberto Vázquez, titulada “Romeo contra Julieta”; mismo guión, misma herencia.

Lejos de posturas moralistas, la inquietud actual de los padres ha escalado a que sus hijas lleguen a casa, preocupación producto de la inseguridad que reporta que en México diariamente 10 mujeres son asesinadas, según datos brindados por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP).

Crecí como parte de un sistema machista que ha contribuido al no respeto de la vida de niñas, adolescentes y adultas. En cambio y de manera irónica, personalmente “feminicé” los preceptos que me fueron enseñados para crear una mentalidad crítica; la concepción de cómo debe ser una mujer trascendió más allá de las costumbres para aprender del ejemplo.

Las mujeres son las que sacan adelante a los hijos, los educan, los guían y los protegen, sí hay apoyo de la pareja o del hombre, pero su fortaleza y perseverancia trasciende la labor del hogar para formar seres humanos críticos y respetuosos de la vida, no se puede negar la herencia, debe abrazarse y reivindicarse.

La noticia de la llegada de un bebé sorprendió con emoción a una de mis mejores amigas y luego de los estudios pertinentes se supo que sería una pequeña la que llegaría a este mundo.

– Ya sabemos qué va a ser el bebé de Jéssica, ¡una niña!

– Ash, una niña, no me gustan las niñas–, respondió mi madre con un dejo de desagrado.

Mi padre y yo nos miramos creando complicidad. –Se cree hombre, me murmuró con una sonrisa socarrona.

Desde mi infancia mi madre dejó en claro su preferencia hacia el sexo masculino, ya que suelen ser los hombres quienes toman las decisiones definitivas, los que “guían” el rumbo de las familias, y hasta 1955 –cuando las mujeres lograron el derecho al voto en México–, los que definían el rumbo del país.

Pero irónica y contradictoriamente, en casa mamá era quien tomaba gran parte de las decisiones. Mi padre, como la gran mayoría de la generación en la que crecí, salía muy temprano a trabajar y volvía hasta muy noche, incluso a veces no lo veía sino hasta el fin de semana, como sucede en las ciudades dormitorio que proliferaron en las cercanías de lo que era el Distrito Federal, luego del sismo de 1985.

Mamá era la encargada de llevar la casa, hacer la comida, recogernos –a mí y a mis dos hermanos varones– en la escuela, exigirnos buenas notas, portarnos bien, obligarnos a ayudar en los quehaceres de la casa, en pocas palabras; educarnos... ya el fin de semana salíamos en familia y disfrutaríamos estar con papá.

En mi época, que no dista mucho en número de años de las generaciones actuales, el respeto a los mayores era incuestionable, y crecí con comentarios que en realidad me fueron dirigidos como advertencias –“Las niñas locas son las que buscan a los niños en sus casas; las faldas cortas son de locas; solo las niñas locas usan las uñas largas…”

Aunque ese mundo de las “niñas locas” podía llegar a relucir destellos atractivos, los rechazaba por completo, pero también comencé a rechazar lo que se suponía debía gustarme; algo tan insignificante pero representativo e icónico como el color rosa.

El rigor y la exigencia en asuntos escolares, de respeto y cumplimiento de tareas en casa era el mismo para mí, como para mis hermanos varones, no así los permisos para salir de casa, con amigos y ya no se diga una fiesta, era imposible.

– Ya no voy a poder conocer los antros a los que iban mis amigos, simplemente porque ya no existen.

– Bueno, es que ustedes eran mi responsabilidad, dijo mamá.

Las preocupaciones que atormentaban a los padres que criaban a mujeres todavía hacia la década de los 90 era que la o las mujeres de la familia resultaran embarazadas o que perdieran la virginidad; conceptos heredados de generaciones anteriores y que pueden verse reflejadas en cintas del siglo de oro mexicano como “Inocente” (1956), donde Mane (Silvia Pinal) y Cruci (Pedro Infante) se quedan dormidos y al ser hallados juntos deben casarse para “salvar el honor” de ella.

Más de una década después –1968– se hizo una nueva adaptación de la historia protagonizada entonces por Angélica María y Alberto Vázquez, titulada “Romeo contra Julieta”; mismo guión, misma herencia.

Lejos de posturas moralistas, la inquietud actual de los padres ha escalado a que sus hijas lleguen a casa, preocupación producto de la inseguridad que reporta que en México diariamente 10 mujeres son asesinadas, según datos brindados por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP).

Crecí como parte de un sistema machista que ha contribuido al no respeto de la vida de niñas, adolescentes y adultas. En cambio y de manera irónica, personalmente “feminicé” los preceptos que me fueron enseñados para crear una mentalidad crítica; la concepción de cómo debe ser una mujer trascendió más allá de las costumbres para aprender del ejemplo.

Las mujeres son las que sacan adelante a los hijos, los educan, los guían y los protegen, sí hay apoyo de la pareja o del hombre, pero su fortaleza y perseverancia trasciende la labor del hogar para formar seres humanos críticos y respetuosos de la vida, no se puede negar la herencia, debe abrazarse y reivindicarse.

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