Estoy bajo tu sombra, hermano árbol, y celebro cada una de mis palabras para ti y para todos los árboles. El sol está arriba radiante en el cenit y el calor quema, así que tu sombra viene a ser un bálsamo. Colocarse bajo tu abrigo es de esos actos cotidianos simples, sencillos, pero que guardan un potencial tremendo en su accionar. Esta sombra siempre será salvadora, refrescante, oasis para reposar y reponerse. Ellos mismos tienen la posibilidad de mantenerse húmedos evaporando agua, y de ahí deriva la frescura con que nos tapan. Por eso y muchas cosas más, un árbol es como un buen hermano que te da cobijo y consuelo, te da sombra y oxígeno, casi nada. Lo abrazas y te comparte su poder. Es sabido qué benéfico es abrazarlos, y –como dice la canción de Víctor Cordero, que cantaba Javier Solís–, platicarles tus penas.
Y ya no se diga conocerlos más a fondo, ¿quién es este árbol?, ¿por qué tiene personalidad propia? ¿Cuál es su nombre, qué edad? Parece que bajo el que estoy ahora es un ahuehuete joven, pero que ya dispensa una sombra abundante, salvadora, densa, cerrada, refrescante, reconfortante.
Tierra, raíz, aire, sol, agua y todo el cielo se conjugan para que este hermoso árbol esté aquí. Todo está unido y a partir del uno se manifiestan las múltiples formas. Hermano árbol, muchas gracias.
Aparte, los árboles nos proporcionan frutos, comida, alimento del más sano, puro y poderoso. Las frutas son de lo mejor, limpian el cuerpo, lo tonifican, lo vitaminan. La fruta es resultado de meses de conformación bajo el influjo del sol, la lluvia, el viento, las fuerzas magnéticas, la luz de las estrellas a miles de años luz, y los ciclos misteriosos de la luna. Todos esos elementos y más, son los que estamos ingiriendo al comer los frutos hermosos que nos brindan los hermanos árboles.
¿Y las flores? Qué espectáculo tan grandioso nos brindan los árboles cargados de flores pefumadas, con qué gracia visten los caminos del mundo, señalizan las rutas y llenan de alegría los senderos.
Otro aspecto de los árboles es su majestuosidad y su silencio, por eso son maestros también y dignos de admiración. Invitan a la reflexión y a la meditación. Son majestuosos, se yerguen levantando su copa, a veces unos cuanto metros, a veces decenas, y ahí están parados silenciosamente. Solamente hablan cuando el viento impetuoso agita sus hojas, o cuando rompen su silencio las parvadas al amanecer o al ocultarse el sol. Son refugio de diversos animales: insectos, víboras, simios, aves, jaguares, osos. Proporcionan descanso pasajero y también se puede dormir en ellos.
Cuántas situaciones nos unen a los árboles. Ellos se convierten en madera –a veces obtenida de mala forma–, para elaborar muebles que nos son básicos: mesas, sillas, comedores, camas y otros enseres y accesorios muy útiles para nuestras vidas. También son alimento sagrado para el fuego, para que Tatewari –el dios del fuego huichol, el viejo abuelo–, se manifieste y dé calor y luz en las noches en el desierto o en la fogata del acampado con los amigos.
Escribo todo esto porque observo que ya nadie se detiene a saludar a los árboles, a mirarlos, abrazarlos, celebrarlos, agradecerles. Es comprensible, todo mundo anda a las prisas cumpliendo con sus quehaceres. Sólo intento animar a que nos detengamos un poco y reflexionemos a propósito de los árboles que nos acompañan, a que pensemos en todo lo que significan en nuestra vida, en todo lo que hacen para nosotros. Este es un texto que mira a la cotidianidad para convertirla en otra posibilidad mágica, mística, histórica, económica, fresca, simple, profunda, anecdótica, narrativa. Los árboles merecen toda la gratitud, admiración, respeto, benevolencia y homenaje. Desde tiempos muy antiguos los seres humanos conocieron el poder que los árboles guardaban, tan es así que para culturas como la mixteca –los hombres de las nubes–, los árboles eran el origen de la vida humana.
Muy desafortunadamente se ha perdido sensibilidad en todos los aspectos, esos humanos con los sentidos bien despiertos están muy maltratados, trastocados. La intuición también ha disminuido enormemente. Se nota en algo tan evidente como el comportamiento de la gente, en cuánta criminalidad y corrupción existe. Si los sentidos estuvieran bien desarrollados y la intución muy fina, la gente se comportaría de otras manera. Hay una relación –y los poetas los saben bien–, entre el desarrollo de la sensibilidad, la intuición, y la conducta que cada uno desarrolla en el mundo. Pregúntenle a los poetas, a los artistas. Y sin esa sensibilidad ¿quién se puede fijar en los árboles, quién puede captarlos como seres vivos y energéticos?
Se supone que descendimos de los árboles, que bajamos de ellos. Eso aseguran las teorías evolucionistas, aunque teorías más recientes afirman que no fue así. A estas alturas de la vida humana en el planeta, nadie sabe con certeza cuál es nuestro origen, aún no se ha encontrado el eslabón perdido que explicaría todo. Sin embargo, en esas teorías que afirman que se descendió de los árboles, puede haber mucho de cierto, y de hecho, diversas culturas en el mundo, antes de las teorías evolucionistas de Darwin, ya lo afirmaban. En la cultura mixteca así se señala. En uno de los pocos códices que sobrevivieron a la barbarie de la invasión española, en el Códice Selden, se dice que la primera mujer y el primer hombre nacieron de los árboles. Todo ello obedece a un entramado explicativo de los orígenes situado entre lo mítico y lo cosmogónico. De cualquier manera que se tomen estos relatos nos aportan el conocimiento de la íntrínseca relación entre los árboles y los seres humanos, están en el imaginario del origen, y en lo concreto de la existencia como oxígeno, medicina y alimentación. Y claro, también dan espacio a lo imaginativo, lo poético y lo simbólico. Esos códices, como el Selden, son raíz y sustento cultural para quien los conozca y aprecie. Deberían enseñarse con mucha atención y cuidado, desde la etapa pre escolar, hasta el bachillerato. Conocer nuestro origen y culturas nos daría seguridad y fuerza.
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