/ viernes 1 de julio de 2022

Insinuación existencial, desde la Sarabanda de Häendel

Literatura y Filosofía

Para mi amigo Jorge Flores


Sólo lo insinúo, no lo afirmo. Sólo sé que puedo sugerir, no determinar: la existencia es una forma de llegar al mundo, tal y como se hace en la Sarabanda de Häendel, con golpes sentidos que retumban en el corazón. Se trata de un constante llegar al alma: llegar-llegando-llegar. Pausas cuasi existenciales que crecen en la memoria, como toques intermitentes, tejidas en la imaginación etérea que provoca la música.

Así es la existencia, cuando se piensa en su absolutez. No se puede tasar con la misma medida. Siempre existe la posibilidad de continuar en la brega de la interpretación. De ahí que los espacios llenen y vacíen y vuelvan a llenar constantemente los intersticios de la intención. Esto explica por qué las diferencias, y su multiplicidad rayana, se agolpan continuamente en el ser-siendo. Sin embargo, en la materia hecha tiempo —y esto hay que subrayarlo— existe una voz que da consistencia fugaz a la idea de ser. Se trata, con mayor o menor posibilidad de concreción, de un fondo que subyace en la intención.

La intención es un hálito que no desaparece, pero tampoco se puede observar. Y aunque se mantiene lejos de la mirada o el discurso, aun así, no deja de medir y determinar los pasos del existente.

Es así como, desde un constante retumbar de ideas, la vida se extiende y distiende por los días. Es algo parecido a la constante de Euler, que se reconoce, como base de los logaritmos naturales, por carecer de expansión decimal finita; así, en mayor o menor medida, la intención se convierte en un número irracional: no puede expresarse de manera exacta ni de forma periódica. La irracionalidad de la intención es metamorfosis de números aleatorios que connotan y denotan instantes no siempre visibles. Esto me recuerda la idea de los vasos comunicantes de André Breton, aquellos que restablecen la unidad, aunque sólo sea de manera momentánea, entre la vigilia y el sueño; y yo aumentaría, entre la razón y el olvido.

Habría que preguntarse —en todo caso— si la intención puede quedarse siempre como intención, es decir, como posibilidad infinita, sin llegar a concretarse. O reconocer, por el contrario (aunque sea con tiento, casi excurso), que es una forma anticipada de ser, casi-de-ser. Si así fuera, podría advertirse la semejanza entre la Sarabanda de Häendel con respecto de la teoría de la incompletud de Gödel: la serie infinita de axiomas que descubren la intención, a manera de marasmo existencial difuso. Esto daría pie para comprender la multiplicidad, a la vez que unidad, de la intención existencial y existenciaria.

Se trata de un ser que quiere «ser»: avanza, avanza, avanza, manteniendo elementos discursivos sui generis, a la vez que modifica (ramificación, rostro, rostridad —pienso en Deleuze—) su ser in situ.

No se trata, sin embargo, de una negación del ser [ser | no-ser], sino de una reafirmación de la nada que también es ser: se es, aunque de manera difusa, en la medida que se deja de ser. Pero, a diferencia de Heráclito versus Parménides, que hablaron del ser —digamos objetivo—, aquí se trata de un elemento más: la intención.

La posibilidad de la intención es proporcional a la suma de impresiones recibidas o provocadas en un día o una vida, no importa si fueron declaradas o no. Esta línea que flota, que se advierte casi como imaginación, permite descubrir la gota en el océano, el grano en el desierto, la partícula en el polvo, el instante en la eternidad. En todos estos casos, la unidad se da desde una micro realidad casi no presencial, pero necesaria.

A partir de lo anterior se puede colegir que «ser» también es «intención». Sin embargo, ni el <ser> es sólo ser, ni la <intención> es sólo intención. En ambos existe la difusidad (centrípeta o centrífuga) a la vez que la idea parca, no pocas veces difusa, de un hilo conductor que permite reconocer la unidad en la multiplicidad.

Léase esto a la luz (sonoridad que es luz) de la Sarabanda de Häendel, y se podrá reconocer la idea de ser-siendo: en la pieza, danza barroca, lo mismo que en la intención, hay una serie de progresiones y flexiones que caen como golpes de hacha sobre el roble que se yergue a la mitad del bosque. Es un bosque que oculta al árbol y un árbol que anula al bosque (piénsese en Meditaciones del Quijote de José Ortega y Gasset). ¿Puede ignorarse lo que no se ve, pero está ahí, lo que da impulso a la factibilidad del instante, lo que es proyecto de materia? Me parece que no, la intención del ser lo hace ser «ser».

Así, si la Sarabanda asciende y desciende continuamente, para descubrir una cadencia perfecta, lo mismo hace la intención que posibilita la perfección del <instante> como <tiempo> que muta en <ser>. Esto hace que la realidad florezca en la idea o acción que madura en más de una intención.

Por eso sólo lo insinúo, no lo afirmo: lo sugiero, no lo impongo. La Sarabanda me recuerda, una y otra vez, que la intención es una forma de «ser» y «estar» en el mundo.

Para mi amigo Jorge Flores


Sólo lo insinúo, no lo afirmo. Sólo sé que puedo sugerir, no determinar: la existencia es una forma de llegar al mundo, tal y como se hace en la Sarabanda de Häendel, con golpes sentidos que retumban en el corazón. Se trata de un constante llegar al alma: llegar-llegando-llegar. Pausas cuasi existenciales que crecen en la memoria, como toques intermitentes, tejidas en la imaginación etérea que provoca la música.

Así es la existencia, cuando se piensa en su absolutez. No se puede tasar con la misma medida. Siempre existe la posibilidad de continuar en la brega de la interpretación. De ahí que los espacios llenen y vacíen y vuelvan a llenar constantemente los intersticios de la intención. Esto explica por qué las diferencias, y su multiplicidad rayana, se agolpan continuamente en el ser-siendo. Sin embargo, en la materia hecha tiempo —y esto hay que subrayarlo— existe una voz que da consistencia fugaz a la idea de ser. Se trata, con mayor o menor posibilidad de concreción, de un fondo que subyace en la intención.

La intención es un hálito que no desaparece, pero tampoco se puede observar. Y aunque se mantiene lejos de la mirada o el discurso, aun así, no deja de medir y determinar los pasos del existente.

Es así como, desde un constante retumbar de ideas, la vida se extiende y distiende por los días. Es algo parecido a la constante de Euler, que se reconoce, como base de los logaritmos naturales, por carecer de expansión decimal finita; así, en mayor o menor medida, la intención se convierte en un número irracional: no puede expresarse de manera exacta ni de forma periódica. La irracionalidad de la intención es metamorfosis de números aleatorios que connotan y denotan instantes no siempre visibles. Esto me recuerda la idea de los vasos comunicantes de André Breton, aquellos que restablecen la unidad, aunque sólo sea de manera momentánea, entre la vigilia y el sueño; y yo aumentaría, entre la razón y el olvido.

Habría que preguntarse —en todo caso— si la intención puede quedarse siempre como intención, es decir, como posibilidad infinita, sin llegar a concretarse. O reconocer, por el contrario (aunque sea con tiento, casi excurso), que es una forma anticipada de ser, casi-de-ser. Si así fuera, podría advertirse la semejanza entre la Sarabanda de Häendel con respecto de la teoría de la incompletud de Gödel: la serie infinita de axiomas que descubren la intención, a manera de marasmo existencial difuso. Esto daría pie para comprender la multiplicidad, a la vez que unidad, de la intención existencial y existenciaria.

Se trata de un ser que quiere «ser»: avanza, avanza, avanza, manteniendo elementos discursivos sui generis, a la vez que modifica (ramificación, rostro, rostridad —pienso en Deleuze—) su ser in situ.

No se trata, sin embargo, de una negación del ser [ser | no-ser], sino de una reafirmación de la nada que también es ser: se es, aunque de manera difusa, en la medida que se deja de ser. Pero, a diferencia de Heráclito versus Parménides, que hablaron del ser —digamos objetivo—, aquí se trata de un elemento más: la intención.

La posibilidad de la intención es proporcional a la suma de impresiones recibidas o provocadas en un día o una vida, no importa si fueron declaradas o no. Esta línea que flota, que se advierte casi como imaginación, permite descubrir la gota en el océano, el grano en el desierto, la partícula en el polvo, el instante en la eternidad. En todos estos casos, la unidad se da desde una micro realidad casi no presencial, pero necesaria.

A partir de lo anterior se puede colegir que «ser» también es «intención». Sin embargo, ni el <ser> es sólo ser, ni la <intención> es sólo intención. En ambos existe la difusidad (centrípeta o centrífuga) a la vez que la idea parca, no pocas veces difusa, de un hilo conductor que permite reconocer la unidad en la multiplicidad.

Léase esto a la luz (sonoridad que es luz) de la Sarabanda de Häendel, y se podrá reconocer la idea de ser-siendo: en la pieza, danza barroca, lo mismo que en la intención, hay una serie de progresiones y flexiones que caen como golpes de hacha sobre el roble que se yergue a la mitad del bosque. Es un bosque que oculta al árbol y un árbol que anula al bosque (piénsese en Meditaciones del Quijote de José Ortega y Gasset). ¿Puede ignorarse lo que no se ve, pero está ahí, lo que da impulso a la factibilidad del instante, lo que es proyecto de materia? Me parece que no, la intención del ser lo hace ser «ser».

Así, si la Sarabanda asciende y desciende continuamente, para descubrir una cadencia perfecta, lo mismo hace la intención que posibilita la perfección del <instante> como <tiempo> que muta en <ser>. Esto hace que la realidad florezca en la idea o acción que madura en más de una intención.

Por eso sólo lo insinúo, no lo afirmo: lo sugiero, no lo impongo. La Sarabanda me recuerda, una y otra vez, que la intención es una forma de «ser» y «estar» en el mundo.

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