En 1924, Theodor Ludwig Wiesengrund Adorno (Fráncfort, Alemania, 11 de septiembre de 1903-Viège, Valais, Suiza, 6 de agosto de 1969) terminó su doctorado con una tesis sobre “La trascendencia de lo objetivo y lo noemático en la fenomenología de Husserl”, en donde trataba de resolver la contradicción entre los componentes trascendentales-idealistas y trascendentales-realistas en la teoría de la cosa de Edmund Husserl. Lo hizo a través del punto de vista de la idea de la inmanencia pura, tomada prestada de Hans Cornelius, director de tesis de Max Horkheimer y del propio Adorno, y cuyo idealismo kantiano de tipo radical habría de influir en el dúo más célebre de la llamada Escuela de Frankfurt.
Si consideramos las cosas como ideales y empíricas al mismo tiempo, estamos frente a lo que Cornelius denominó cohesión regular de los fenómenos, la cual está constituida por la unidad de conciencia personal. No obstante, esta cohesión está sometida a la corrección por parte de la experiencia. En ese sentido, Adorno presumía que su tesis doctoral era menos propia de lo que realmente la gente esperaría: era corneliano.
Esta relación entre lo ideal y lo realista se nos presenta en principio como dialéctica en el sentido hegeliano: un proceso en plena transformación en el que dos opuestos (tesis, antítesis) se resuelven en una forma superior (síntesis). No obstante, aunque Adorno se le considere filósofo desde las Ciencias Sociales o sociólogo desde la Filosofía, su campo de predilección fue la crítica y la estética musicales. Discípulo de Lukács, Kracauer y Bloch, entre 1921 y 1932 Adorno publicó alrededor de una centena de libros sobre crítica y estética musical.
Aunque su primer texto filosófico se publicó hacia 1933, una tesis sobre Kierkegaard, su vocación por la crítica del arte se manifiesta, tanto como su exigencia de que las obras de arte debían de ser formas dotadas de alma, a pesar de que la realidad no le ofrece un refugio al alma.
En La critica de la cultura y la sociedad I (Akal, 2018), tomo 10/1 de su obra completa, que incluye “Prismas” e “Imagen sin directriz”, Adorno ejerce una crítica desde el hombre mismo, un hombre que se ha reificado, alineado y condenado a convertirse en objeto de su propio dominio. A través de una postura dialéctica, Adorno establece ideas cruzadas que van de la liberación a la cosificación del hombre, de la emancipación a la esclavización, y del progreso a la doctrina dogmática y tecnológico. Pero esta crítica no es en absoluto hacia una representación intacta de la naturaleza, o a un estado histórico de orden superior, so pena de caer en el terreno trascendental kantiano, primer objetivo de la crítica hegeliana, y que topará con la dialéctica de Adorno. El crítico, entonces, es partícipe de esa misma entidad que critica, porque es fruto de la mediación del concepto mismo al que se enfrenta, como sujeto independiente y soberano.
Carente de la misma fluidez que despliega en sus textos críticos y estéticos, Adorno sugiere la existencia de una hipertensión de la pretensión cultural desde la cual desvela a la distinción de la cultura como un privilegio, pero que el crítico –figura que goza de la máxima animadversión adorniana– al mismo tiempo se encarga de destruir porque, con su legitimación como crítico, coopera con la cultura.
Para un servidor, este planteamiento no puede separarse de la dialéctica entre idealismo y realismo. Si seguimos los pasos de Hegel, el primero sería la tesis y el segundo la antítesis. ¿Qué resulta como síntesis? La cultura, me atrevería a deducir. ¿Y qué es la cultura? Fiel a su tradición y determinado por su tiempo, para Adorno la cultura no es verdadera más que en su sentido crítico-implícito y el espíritu, cuando lo olvida, se venga de sí mismo en la figura de los críticos que el mismo crítico se encargó de criar. La crítica entonces se revela como un elemento inalienable de la cultura. Contradictoria en sí misma, la crítica en tan verdadera como la cultura es falaz, dirá Adorno.
En la parte idealista, Adorno optará por una crítica hacia el destilamiento de los valores a través del intercambio de bienes. Aunque no es del todo un argumento marxista, esto Adorno lo resuelve con el recurrente determinismo de señalar a la cultura como un dispositivo que cumple las órdenes del mercado, a través del consumo masivo. Este consumo lleva a la cultura a ser idolatrada, una vez que ha sido naturalizada y cosificada, ya que la cultura queda reducida a una mera comunicación, actos de mediación más que escenario. En este nivel, entonces, la crítica de la cultura es ideología.
En el componente político, todo grupo político-económico avanzado da por sentado que lo que hay que hacer es transformar el mundo. No importa comprenderlo, analizarlo, explicarlo, porque estas son frivolidades: importa transformarlo con toda la fuerza del estado, a través de la puesta en marcha de los dispositivo ideologizadores. La cultura se ha vuelto ideología no sólo como la suma de las manifestaciones subjetivas del espíritu objetivo, sino también a gran escala como la esfera de la vida privada.
Ante esta crítica que se confunde con la ideología, Adorno propone la crítica inmanente, la cual investiga la lógica de las aporías del objeto. Ante la reconciliación de las contradicciones (síntesis), Adorno pone el foco en las contradicciones de la estructura ulterior de una manera pura e implacable. Para este acercamiento Adorno propone un método que, no obstante, no lo acerca a la Filosofía ni lo consolidad como sociólogo:
· Conocimiento de la sociedad como totalidad.
· Entrelazamiento del espíritu (razón y espíritu).
· El crítico dialéctico de la cultura tiene que participar en ella y no participar en ella, en un pleno acto de justicia a la cosa (lo que recuerda a su tesis de Husserl) y a sí mismo.
· Finalmente, la crítica trascendental (Kant) queda detrás de su propio objeto.
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