La Cucaracha, película (México, 1959) dirigida por Ismael Rodríguez, que aborda un tema ubicado en el transcurso de la Revolución mexicana, con un gran elenco encabezado por las más grandes luminarias del cine nacional: María Félix, Dolores del Río, Pedro Armendáriz, Emilio “Indio” Fernández, y escrita, entre otros, por Ricardo Garibay. En la cámara, el fotógrafo de calidad internacional Gabriel Figueroa, y una gran producción. En fin, todo apuntaba a que podría ser una gran película, pero de veras ¿lo fue?
El problema, en principio, es que en La Cucaracha la Revolución mexicana, y todo lo que ésta implicaba, pasa a segundo término en la narrativa, lo importante se vuelve la historia entre el trío: Refugio, llamada La Cucaracha (María Félix), Isabel Puente (Dolores del Río) y el coronel villista Antonio Zeta (el “Indio” Fernández) . Y no es que no pudieran haber sucedido historias de amor durante la Revolución, sino que la trama pasional que se presenta ocupa el primer plano en la película mistificando los orígenes y causas de los planteamientos revolucionarios, la historia sustituye el fondo por la forma. Una forma representada por la estética fotográfica y las grandes estrellas de la Época de Oro del cine nacional. Esa representación, donde la forma es más importante que el fondo, es lo que Carlos Monsiváis, basándose en conceptos de la filósofa y ensayista Susan Sontag, denominó en su libro Días de guardar, como el camp en el cine de la Revolución.
La Cucaracha es una película en donde la realidad revolucionaria es superada por la intriga de amor. Cierto, no todo el cine puede pretender lo que planteó el cineasta soviético Dziga Vertov, en su teoría del cine-ojo, de que la realidad debe ser mostrada tal cual en la pantalla, y que el cine-verdad debe producir en el espectador un efecto que transforme sus ideas y hasta sus comportamientos en una visión del mundo totalmente nueva, pero cuando menos, como en los géneros realistas, la ficción histórica sí puede intentar un acercamiento crítico apegado en lo posible a los hechos sucedidos. Ese tipo de cine que proponía Vertov no es posible porque el simple hecho de colocar una cámara en cierta posición, con un determinado plano, es ya una alteración de la realidad.
En La Cucaracha se toman elementos de situaciones que acontecieron durante la contienda como las soldaderas, la tropa, la yerba, el alcohol, las batallas, pero siempre mistificadas. Por ejemplo, se nos presenta una revolucionaria machorra, y no es que en la batalla no hubiera este tipo de mujeres, incluso hubo generalas, pero lo que aquí se nos presenta es una revolucionaria que siempre luce impoluta, vaciladora, bien maquillada, bien peinada, limpia, cuestión que no es creíble dadas las condiciones en que la tropa se movía, siempre a salto de mata y durmiendo muchas veces a la intemperie, con mínimas condiciones de higiene.
En La Cucaracha el cotorreo abunda mezclado con algunas situaciones que dejan ver lo duro y cruel de una revolución. Planteamiento muy diferente al que nos presentan obras de la literatura, luego convertidas en películas, que abordan el tema en toda su violencia, fanatismo y abusos, como por ejemplo la novela Los de abajo
(1916), de Mariano Azuela, que nos muestra una Revolución salvaje, bárbara, en donde los ideales se diluyen provocando mucha decepción entre los participantes. Esta narrativa está mucho más apegada a lo que realmente sucedió en una lucha que contó con altos ideales para combatir la injusticia, la dominación y la explotación, pero igualmente con altos índices de violencia irracional, demencial y criminal.
Es verdad que como parte de la temática abordada aparecen la corrupción, el tráfico de armas dentro del ejército revolucionario y la traición contra el General Francisco Villa, pero todos esos elementos quedan enmascarados por las anécdotas y el drama pasional, y esto no permite una reflexión profunda acerca de los hechos porque el melodrama se impone y todo queda en historias y anécdotas personales. La realidad machista del coronel Antonio Zeta, que obliga a la Cucaracha a tener relaciones con él queda derretida porque finalmente ella también ha deseado siempre a su violador, se resiste unos cuantos minutos para luego caer rendida a los pies de su machote. También está la situación del acoso del mismo coronel a la viuda del maestro del pueblo, la cual después de cierta resistencia igual se rinde a los pies de su hombre, y así, el melodrama gana espacio en la mente del espectador pensando en cuál de las dos mujeres, la Cucaracha o Isabel, se llevará el premio mayor al quedarse con Antonio Zeta. El drama se convierte en una verdadera coraza que impide entender bien a bien el tema revolucionario, quién es quién, tampoco se plantea qué es exactamente lo que defienden, porqué luchan, cuáles son sus ideales, sus objetivos, su plataforma, pues todo se decanta muy vagamente en esa denominación que lo define todo, esa cosa llamada la bola. Por ello, todo quedó –parafraseando al historiador Adolfo Gilly–, en una Revolución interrumpida.
Sí, se entiende que es una película de ficción y que por tanto podrían tomarse ciertas libertades, pero hay que colocarlas en la justa medida en la balanza, porque cuando la trama se impone y altera de tal forma los sucesos acontecidos, todo queda banalizado y sometido al close up, a los desplantes, miradas, cejas y actitudes de ella. De la Cucaracha, sólo queda María Félix en el papel de María Félix. La Cucaracha es la Doña, y la Doña es la Cucaracha. No es la creación de un personaje, es la certificación de una estrella que le impone al director el personaje con el que ella se mueve por el mundo, y el director Ismael Rodríguez, es incapaz de cuestionarla, de quebrarle su estereotipo, y queda dominado. Qué diferencia de lo que Roberto Gavaldón hizo con María Félix en La diosa arrodillada , en donde la Doña no es la Doña sino una actriz en el papel de Raquel Serrano.