El ser humano despliega su ser —básicamente— de dos maneras: en el espacio, a través de su materialidad, de su ser-siendo continuo, histórico, en un constante ser (manteniendo su sustancia identitaria) y un casi diluido, pero persistente, no ser (adecuándose a los vaivenes de su propia materialidad temporal, a través de su crecimiento y decrecimiento); y en el tiempo, a través de lo que dice y lo que calla, es decir, desde su palabra que lo hace aparecer y desaparecer. La duda, sin embargo, es punto de fuga para ambas formas de ser y no ser.
Es a través de la duda que el ser humano se descubre y descubre el mundo que habita (y que lo habita). No es la certeza la que lo dirige, sino una constante interrogante que lo invita a una trashumancia existencial. La duda es cueva madre para nacer al tiempo del asombro, para correr a contraviento, asido a la idea de materialidad dinámica. En la diáspora que significa recorrer la vida de un día a otro, desde la duda que siembra semillas de distinto calado. Así, el peso de la existencia no es siempre el mismo. La palabra —siguiendo este hilo conductor— tiene que aprender a hablar y a callar, a ser (ser-siendo) en espacios y tiempos recortados por el silencio; y a no ser, cuando la duda deja de latir con fuerza.
Porque habitar se convierte en hablar, pero hablar no es siempre una forma de ser. Muchas veces son las repeticiones las que se instauran en la intención de la voz. Entonces no hay voz, sólo un ruido que se extiende a través del día. en otras palabras: ser un no ser desde la palabra que no es el ser mismo, decae en alejamientos ontológicos inmarcesibles, perdidos en un espacio sin origen y sin rumbo.
Por eso la necesidad de la duda: es desde ella que somos realmente sapientes. La duda echa raíces en el alma y da aliento a la voz. Hace que cada mirada sea un timón en medio del mar. En particular, cuando aparece en la lectura, adquiere una forma infinita de ser, pues ya no es solamente una duda existencial o existenciaria, sino una provocación de papel que incendia la mente. No se trata de una duda cualquiera, sino de una tormenta, un caos: es el ronroneo infausto del gato de Schrödinger. ¿Está realmente la duda en el lector? ¿Cómo saberlo? La lectura arranca al lector de sí mismo, pero no siempre lo enfrenta con su silencio.
En el silencio habita la duda más difícil de encontrar. Su piel es casi invisible, sus ojos tienen una mirada que tiene la posibilidad de ver hacia adentro cuando, al parecer, está viendo hacia afuera. En el silencio la duda es doblemente duda.
Pero no todos habitan el silencio, la mayoría pulula por la voz. De hecho, el silencio es poco conocido, se le suele confundir don el desasosiego, la tristeza, la soledad, incluso con el abandono. De ahí que sea poco frecuente que se dude desde la introspección que provoca el silencio. La mayoría de las veces la duda surge del encuentro con el otro, con el sujeto que nos interpela o nos conduce hacia alguna parte de la existencia. Aunque hay que aclarar que el otro también puede ser de papel, un papel infinito, con tinta en vez de sangre, y con hojas en vez de piel y huesos. Este otro suele, sin embargo, quedarse callado si nosotros no iniciamos la duda.
Debe haber alguien que empiece a dudar. Alguien que pregunte, incluso, por el sentido de su pregunta. ¿Hasta dónde soy cuando pregunto? ¿Hasta dónde no soy desde la pregunta que formulo? Se trata, en suma, de existir desde la voz que nos habita y habitamos. Ser, en ese sentido, nos da espacio vital, infinitud de ser.
Ser es ser para dudar del propio ser, para afirmarlo desde la duda y, después, buscar si la respuesta que dimos es verdadera. No se trata de afirmar una respuesta, sino de sembrar una duda; una que nos permita volver a preguntar, volver a abrir los ojos en la oscuridad.
Así, teniendo como base la duda (tesis que se afirma), y la lectura como antítesis (léase respuesta), se podrá advertir la síntesis ontológica a la que nos acercamos. Es, pues, una dialéctica cuasi hegeliana, en donde se puede descubrir al ser que subyace en el ser que se subsume en su rostridad (siguiendo a Deleuze). Pienso, en este sentido, en la poesía como texto heteróclito, donde se reúnen voces que no tienen originalmente nada en común, y, sin embargo, conforman un cuerpo unificado y lleno de luz, al menos una luz sonora.
Escribir poesía es un acto de afirmación o de sugerencia, sin embargo, nada de esto puede suceder si primero no existe la duda —al menos— de poder llevarlo a cabo. La cuestión es que la duda no siempre se ve: sólo se escribe, casi al modo de la escritura mecánica, donde la reunión de fragmentos, antes inconexos cobra sentido casi de permanencia. Piénsese ahora en la escritura performativa. ¿No es la duda la que le da sentido? Una duda que se vuelve afirmación al reunir elementos literarios y no literarios de distinto orden. En suma: La duda es la conciencia que da sentido al siguiente paso. Es la afirmación de que lo que se ve puede ser interrogado, o bien, que la pregunta puede ser más bien una afirmación.
La duda, como espacio infinito de ser, es posibilidad de la posibilidad; es huella del paso que aun no se ha dado, y que quizá nunca se llegue a dar. Lo importante, en todo caso, es la huella misma, la posibilidad de transitar por caminos que no existen, pero que se advierten como páramos infinitos de ser (sueño del sueño). ¿Hasta dónde soy cuando dudo? ¿Hasta dónde no soy cuando dejo de dudar? ¿Hasta dónde me han llevado mis dudas, y las que no son mías?