Un brillante judío, hace más de un siglo, revolucionó la historia del pensamiento occidental al descubrir que los seres humanos se rigen por ideas que fluyen entre los cauces oscuros del inconsciente. Un siglo antes de que Sigmund Freud irrumpiera en la historia, los filósofos y los médicos que se dedicaron a entender la consciencia estaban muy seguros de que los seres humanos, gracias a la superioridad racional con la que supuestamente fuimos dotados, eventualmente seríamos capaces de dilucidar todos los misterios de la naturaleza. Existía una confianza absoluta en que la razón extinguiría la barbarie y acabaría con las guerras o la desigualdad social. El consabido lema de Descartes “pienso, por lo tanto, existo” brindaba una confianza inusitada a los estudiosos: nuestra existencia dependía del pensamiento (y de pensar acerca de nuestro propio pensamiento: qué, cómo y por qué pensamos). El “ser”, pues, era todo “consciencia” y esa “consciencia” nos convertía en entidades racionales que podían regular sus acciones. Podíamos controlar nuestra voluntad si la ceñíamos a preceptos morales y éticos que garantizarían la convivencia pacífica y respetuosa entre individuos que ejercerían con responsabilidad sus derechos y obligaciones. ¡Qué maravillosa utopía! La consciencia de nuestra mortalidad, la consciencia de nuestra identidad, la consciencia de nuestra consciencia, la consciencia de las estructuras legales, la consciencia de la naturaleza, la consciencia de nuestra fisiología y nuestras normas sociales. ¡La consciencia en todo su esplendor!
Y entonces llegó el querido doctor Freud y derramó sobre esa confianza positivista una buena dosis de escepticismo: “¿De verdad creen, pobrecillos seres humanos, que son capaces de controlar sus pensamientos y moldear su identidad a partir de sus convicciones morales? ¿En serio confían en que a través de la razón entenderán sus frustraciones, deseos y acciones? ¡Pues qué ingenuos son, amiguitos! ¡Su inconsciente los domina y nunca podrán librarse de su pasado, que los torturará toda su vida!” (No vayan a creer que Freud enunció o escribió esas frases, mismas que obedecen a mis propias fantasías freudianas). Así pues, el psicoanálisis nos reveló la imposibilidad de ser absolutamente felices y sentirnos completamente realizados, siempre cargaremos con un vacío interior que no se saciará nunca, siempre nos sentiremos insatisfechos. Como bien lo dijo otro notable poeta pop: “I can´t get no satisfaction” (“No puedo conseguir la satisfacción”, léase al ritmo de los Rolling Stones).
Ahora bien, ¿qué tienen que ver estas disertaciones con la improvisación teatral, misma que aparece en el título de este escrito? Aunque ustedes no lo crean, el teatro y el psicoanálisis tienen muchos puntos de coincidencia. Por algo Freud eligió, para explicar algunas de sus teorías, a Edipo y a Electra. El improvisador debe resolver de manera vertiginosa escenas espontáneas. A diferencia de los actores que se dedican a interpretar textos dramáticos que han ensayado durante semanas o meses, el intérprete que se arroja al escenario sin conocer previamente ni los diálogos ni las acciones que ejecutará, debe apelar a su caudal psíquico para crear en pocos segundos universos ficticios verosímiles. Es decir que debe recurrir a su memoria emotiva, su razonamiento lógico y su expresividad física para que los espectadores se trasladen súbitamente al quicio de una ventana desde el cual un suicida piensa aventarse al vacío o a las cuevas de Altamira. El vértigo impide que el improvisador avezado se detenga a reflexionar sobre sus decisiones, mismas que obedecerán a impulsos de naturaleza inconsciente. Es por eso que la caca, el sexo y la muerte son motivos que aparecen con frecuencia en las escenas concebidas de forma instantánea. Los contenidos íntimos que normalmente reprimimos y mantenemos a buen resguardo para conservar el decoro o evitar el juicio de los demás brotan inevitablemente sobre el escenario, por lo que el improvisador deberá contar con la pericia suficiente como para encausar esos “pensamientos prohibidos” hacia derroteros dramáticos que resulten emocionantes para los espectadores.
ESTATUS
El gran teórico de la improvisación teatral, Keith Johnstone, habla en Impro, su espléndido libro, acerca de varios temas que suelen dificultar o facilitar la creación de escenas espontáneas sobre el escenario. Uno de esos temas es el estatus, al que todas las personas del mundo estamos invariablemente sujetos en nuestra vida cotidiana. Cuando un burócrata nos recibe detrás de su ventanilla con una cara hosca y maneras displicentes, impone una barrera muy molesta que nos es difícil derribar. No es la ventanilla la que nos separa de ese personaje prepotente, es el poder que él ejerce sobre nosotros lo que nos mantiene a raya, a pesar de que quisiéramos gritarle una buena retahíla de leperadas. El burócrata sabe que sólo él puede proporcionarnos un documento que necesitamos, así que abusa de su estatus alto y nos sobaja cínicamente. Nosotros debemos mantener un estatus bajo para evitar confrontaciones que deriven en un eventual rechazo de nuestra solicitud. Nos topamos con situaciones como estas a cada momento y no nos percatamos de la importancia que tiene en nuestras vidas el estatus con el que nos presentamos ante los demás.
Ahora bien, por lo general, el estatus que jugamos depende del inconsciente, en el que se resguarda información relativa a la humillación, la violencia, la dominación, el sadismo y demás factores de relación interpersonal que hemos debido encarar a lo largo de la vida. Hemos aprendido a comportarnos de determinadas maneras gracias a nuestras vivencias particulares y muchos de estos comportamientos son inconscientes. El improvisador debe hacerse consciente de la existencia de estas reglas sociales para utilizarlas a su favor y generar en la audiencia sensaciones muy variadas. Si en una escena vemos, por ejemplo, a un vagabundo despreciar a una millonaria, de inmediato sentiremos que algo interesante está ocurriendo, puesto que los personajes están jugando roles que prototípicamente no les corresponden. De este modo, se revela la fragilidad de nuestras relaciones sociales y los conflictos absurdos que se desencadenan cuando las personas intentan mantener un estatus alto permanentemente.
Todos, absolutamente todos, mandatarios, campesinos, reinas de belleza o vendedores ambulantes, jugamos distintos roles, dependiendo de los lugares y entornos en los que nos encontremos. Esta presión, en muchas ocasiones, nos hace sufrir. Tanto el psicoanálisis como el teatro nos pueden ayudar a entender aquello que se esconde en nuestro inconsciente y nos obliga a comportarnos de formas en que no deseamos hacerlo. Vale la pena zambullirnos en los abismos del inconsciente para entendernos mejor a nosotros mismos y a los demás. Acérquese al teatro, querida lectora o querido lector; aunque no desee practicar esta disciplina profesionalmente, podrá beneficiarse de las infinitas ventajas emocionales y psíquicas de este arte único que nos ayuda a gozar del absurdo y reconciliarnos con nuestro pasado.