/ miércoles 22 de mayo de 2024

La lluvia, el cine y otras cosas II

Vitral


Y me asombraba e inspiraba con el surrealismo crítico de Luis Buñuel, la belleza estética y profundidad filosófica de Ingmar Bergman, el humor maravilloso de Federico Fellini que me hacía reír mucho, la profundidad crítica de Michelangelo Antonioni, todo lo que me hacía pensar Pier Paolo Pasolini, la estética del Nuevo cine alemán de Werner Herzog, el cine total de Wim Wenders, la belleza dolorosa y nostálgica de Emilio “Indio” Fernández, los alucines de los spaghetti westerns italianos. Cada uno de estos y muchos más directores que conocí, merecen artículos aparte.

También venía de ver mucho del cine del que pasaban en la televisión, y que al igual que todos los televidentes disfrutaba enormemente. Las películas clásicas y repetidas hasta la saciedad de Pedro Infante -que nunca lo cansaban a uno aunque las vieras decenas de veces-; las de Jorge Negrete, Tin Tan, Cantinflas, Clavillazo, Resortes, los Soler, las de grandes bailarinas y vedettes de los 50’s, como María Antonieta Pons, Rosa Carmina, Ninón Sevilla, Amalia Aguilar, Lilia Prado, en fin, la lista sería interminable.

Y después de salir de esos maravillosos ciclos de cine en la Cineteca Nacional, por ahí de las 2 de la tarde, me iba caminando a mi cantón en la Colonia Portales, realmente muy cerca, alucinando las películas, pensando en ellas, reflexionando, examinando a los personajes, sintiéndolos en mi propia carne gracias a mis neuronas espejo. Si hacía calor me tomaba una agüita por ahí, y si estaba nublado, pues me clavaba todavía más en mis pensamientos.

Pero de los eventos que más recuerdo era cuando llovía a la hora de salir del cine, y como sólo cargaba con un cuadernito y un libro pequeño - porque todos nos lo robaban en la prepa-, me daba el lujo de ponerme unas buenas empapadas. Cuando llovía duro caminaba despacio sintiendo todo el placer del agua cayendo en mi cabeza, levantaba la cara al cielo para que las gotas bañaran mi cara y así sentir el placer de la lluvia acariciándome. Literalmente danzaba feliz bajo la tormenta, contento, como apache, y no lo digo peyorativamente, al contrario, sino con un alto grado de admiración por la forma en que los pueblos originarios amaban y respetaban a la naturaleza dado que tenían un “dios” para cada elemento. En realidad no era dioses, sino representaciones elaboradas en piedra o madera, en donde reverenciaban a un poder más grande, más alto: el Gran Espíritu, del agua, del sol, de la tierra, del aire, del fuego, de la montaña, del mar, del bosque, y en este caso del agua convertida en lluvia. Es en ese sentido que digo que danzaba como Apache o teotihuacano o mexica, sabiendo lo que la lluvia era para la vida humana en este planeta del cual un alto porcentaje está constituido por agua. Agua que no se sabe que haya en miles de millones de kilómetros a la redonda fuera de nuestro sistema solar. El agua es un privilegio para la vida en la Tierra, para el humano, es parte fundamental de su ser, de su conformación física, pero también mental, emocional, espiritual, a grado tal que se ha demostrado que se puede hablar con ella -como lo muestran los estudios de Masaru Emoto-, como lo hacían nuestros abuelos, para bendecirla, agradecerle y danzar de la mano con ella, en ella.

El mío era un ritual urbano maravilloso caminando hacia mi casa, bajo su presencia, en una especie de Singing in the rain. Esta experiencia me ofrecía un nivel de comprensión muy profundo de lo que era estar vivo y de lo que significaban cada uno de los elementos que conforman la vida en la Tierra. Todo era un conjunto encadenado, lo gris del cielo nublado, las gotas de lluvia cayendo, el tráfico de la Calzada de Tlalpan, la película que había alimentado todo mi ser, el trabajo de los directores y de los artistas, el hambre que había en mi panza, el agradecimiento y la felicidad infinitas al ir caminando rumbo a mi casa. Ese era un camino con corazón. Ya en el hogar a veces estaba mi madre y a veces no, dependía de si trabajaba o no en ese momento, pero si ella estaba llegaba a bañarme para después gozar de una comida calientita y su compañía. Todo estaba entretejido, y todo me estaba hablando. Y yo era parte de esa voz.

Cuando llegaba estaba que escurría, la ventaja de vivir cerca era que no me quedaba empapado mucho tiempo, podía cambiarme de inmediato, darme un buen baño y después disponerme a saborear lo que mi mamá había preparado. La variedad de su menú era apabullante, dependiendo el día a veces tocaban enchiladas de pollo, en otros, arroz, mole de olla, tacos dorados, sopa de espagueti, sopa de fideo, manitas de puerco en salsa verde, sándwiches de jamón, tortas de huevo, chiles rellenos de queso, sopa de cebolla, mojarras fritas, pancita, pozole, y muchos guisados más, todo delicioso. Elaborados con esa mano tan fina y con tanto sazón que tenía mi madre.

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Todo este relato es más que un mero anecdotario del pasado, más bien, implica una reflexión acerca de cómo están tejidos los eventos que conforman nuestras vidas, cómo se interrelacionan, cómo aparecen ante nosotros y por qué a veces parece como si sí existiera el destino, pero no sólo como algo que te cae desde arriba, sino un destino en donde también eres creador y utilizas los elementos a la mano, donde tú decides, aportas, construyes y circulas por las rutas de la vida con un cacho y cacho del destino y de tus decisiones personales. En realidad no alcanzo a describir exactamente toda la gama de conceptos y emociones que están implicados en lo que cuento, porque detrás de cada puerta que te abre la vida hay otras diez, y detrás de cada una de éstas hay otras diez en cada una, y así hasta el infinito. Una especie de Aleph borgesiano, un lugar en donde todo está en todo.


https://escritosdealfonsofrancotiscareno.blogspot.com



Y me asombraba e inspiraba con el surrealismo crítico de Luis Buñuel, la belleza estética y profundidad filosófica de Ingmar Bergman, el humor maravilloso de Federico Fellini que me hacía reír mucho, la profundidad crítica de Michelangelo Antonioni, todo lo que me hacía pensar Pier Paolo Pasolini, la estética del Nuevo cine alemán de Werner Herzog, el cine total de Wim Wenders, la belleza dolorosa y nostálgica de Emilio “Indio” Fernández, los alucines de los spaghetti westerns italianos. Cada uno de estos y muchos más directores que conocí, merecen artículos aparte.

También venía de ver mucho del cine del que pasaban en la televisión, y que al igual que todos los televidentes disfrutaba enormemente. Las películas clásicas y repetidas hasta la saciedad de Pedro Infante -que nunca lo cansaban a uno aunque las vieras decenas de veces-; las de Jorge Negrete, Tin Tan, Cantinflas, Clavillazo, Resortes, los Soler, las de grandes bailarinas y vedettes de los 50’s, como María Antonieta Pons, Rosa Carmina, Ninón Sevilla, Amalia Aguilar, Lilia Prado, en fin, la lista sería interminable.

Y después de salir de esos maravillosos ciclos de cine en la Cineteca Nacional, por ahí de las 2 de la tarde, me iba caminando a mi cantón en la Colonia Portales, realmente muy cerca, alucinando las películas, pensando en ellas, reflexionando, examinando a los personajes, sintiéndolos en mi propia carne gracias a mis neuronas espejo. Si hacía calor me tomaba una agüita por ahí, y si estaba nublado, pues me clavaba todavía más en mis pensamientos.

Pero de los eventos que más recuerdo era cuando llovía a la hora de salir del cine, y como sólo cargaba con un cuadernito y un libro pequeño - porque todos nos lo robaban en la prepa-, me daba el lujo de ponerme unas buenas empapadas. Cuando llovía duro caminaba despacio sintiendo todo el placer del agua cayendo en mi cabeza, levantaba la cara al cielo para que las gotas bañaran mi cara y así sentir el placer de la lluvia acariciándome. Literalmente danzaba feliz bajo la tormenta, contento, como apache, y no lo digo peyorativamente, al contrario, sino con un alto grado de admiración por la forma en que los pueblos originarios amaban y respetaban a la naturaleza dado que tenían un “dios” para cada elemento. En realidad no era dioses, sino representaciones elaboradas en piedra o madera, en donde reverenciaban a un poder más grande, más alto: el Gran Espíritu, del agua, del sol, de la tierra, del aire, del fuego, de la montaña, del mar, del bosque, y en este caso del agua convertida en lluvia. Es en ese sentido que digo que danzaba como Apache o teotihuacano o mexica, sabiendo lo que la lluvia era para la vida humana en este planeta del cual un alto porcentaje está constituido por agua. Agua que no se sabe que haya en miles de millones de kilómetros a la redonda fuera de nuestro sistema solar. El agua es un privilegio para la vida en la Tierra, para el humano, es parte fundamental de su ser, de su conformación física, pero también mental, emocional, espiritual, a grado tal que se ha demostrado que se puede hablar con ella -como lo muestran los estudios de Masaru Emoto-, como lo hacían nuestros abuelos, para bendecirla, agradecerle y danzar de la mano con ella, en ella.

El mío era un ritual urbano maravilloso caminando hacia mi casa, bajo su presencia, en una especie de Singing in the rain. Esta experiencia me ofrecía un nivel de comprensión muy profundo de lo que era estar vivo y de lo que significaban cada uno de los elementos que conforman la vida en la Tierra. Todo era un conjunto encadenado, lo gris del cielo nublado, las gotas de lluvia cayendo, el tráfico de la Calzada de Tlalpan, la película que había alimentado todo mi ser, el trabajo de los directores y de los artistas, el hambre que había en mi panza, el agradecimiento y la felicidad infinitas al ir caminando rumbo a mi casa. Ese era un camino con corazón. Ya en el hogar a veces estaba mi madre y a veces no, dependía de si trabajaba o no en ese momento, pero si ella estaba llegaba a bañarme para después gozar de una comida calientita y su compañía. Todo estaba entretejido, y todo me estaba hablando. Y yo era parte de esa voz.

Cuando llegaba estaba que escurría, la ventaja de vivir cerca era que no me quedaba empapado mucho tiempo, podía cambiarme de inmediato, darme un buen baño y después disponerme a saborear lo que mi mamá había preparado. La variedad de su menú era apabullante, dependiendo el día a veces tocaban enchiladas de pollo, en otros, arroz, mole de olla, tacos dorados, sopa de espagueti, sopa de fideo, manitas de puerco en salsa verde, sándwiches de jamón, tortas de huevo, chiles rellenos de queso, sopa de cebolla, mojarras fritas, pancita, pozole, y muchos guisados más, todo delicioso. Elaborados con esa mano tan fina y con tanto sazón que tenía mi madre.

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Todo este relato es más que un mero anecdotario del pasado, más bien, implica una reflexión acerca de cómo están tejidos los eventos que conforman nuestras vidas, cómo se interrelacionan, cómo aparecen ante nosotros y por qué a veces parece como si sí existiera el destino, pero no sólo como algo que te cae desde arriba, sino un destino en donde también eres creador y utilizas los elementos a la mano, donde tú decides, aportas, construyes y circulas por las rutas de la vida con un cacho y cacho del destino y de tus decisiones personales. En realidad no alcanzo a describir exactamente toda la gama de conceptos y emociones que están implicados en lo que cuento, porque detrás de cada puerta que te abre la vida hay otras diez, y detrás de cada una de éstas hay otras diez en cada una, y así hasta el infinito. Una especie de Aleph borgesiano, un lugar en donde todo está en todo.


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