/ miércoles 3 de mayo de 2023

La Niña víbora II / II

Vitral


Mi lengua viperina no es más que una pantalla para infundir miedo, escupo veneno, no mato a nadie, sólo hago ruidos extraños, me gusta asustar a la gente, pero no pasó de ahí, son sólo posiciones defensivas para defenderme de los daños que he recibido, tengo que actuar de una forma en que el mundo no me aplaste.

Y miren, a mis padres ya les tenía tomada la medida. Sabía pegarles donde más les doliera, tenía que vengarme consciente e inconscientemente, tenía que desquitarme por todo el dolor que me infligieron, así que desde niña mi actitud rebelde, caprichuda, necia, soberbia, era absolutamente a propósito, sabía bien lo que estaba haciendo, quería cobrar la factura de mi tristeza y mi dolor, heridas muy antiguas generadas en la vida diaria en un lugar donde aparentemente no pasaba nada, que era supuestamente un modelo de familia feliz. Sólo los que estábamos dentro sabíamos que no era así, el alcoholismo de mi padre, su peladez, su soberbia, su narcisismo, siempre creyéndose el más chido entre los chidos y queriendo que sus hijos también fueran más chingones que cualquiera. Y mi madre, ejemplo de sumisión, obedeciendo, postrándose ante él y concediéndole el menor de sus caprichos, soportándole sus maltratos, sus gritos, sus amoríos.

Ya no aguanté y comencé a violentarlos. Mi primera forma de agresión fue haberme quedado muda, no supe porqué ni cómo, simplemente así amanecí un día. Meses después por azares del destino, o un por un milagro, la mudez se me quitó tal como me había dado. Recuerdo que nos habíamos metido en la Catedral para pedirle al Cristo Negro que me devolviera el habla. Mis padres encendieron unas veladoras, parecían en verdad tristes, apesadumbrados, y pedían con toda devoción. Estuvimos ahí durante la misa y al salir de aquel templo, en el centro de la Ciudad de México, había un limosnero en la puerta, mi papá me dio una moneda de 10 pesos para que se la diera a aquel hombre. Tomé la moneda, la entregué. El limosnero me dijo “gracias, Dios te bendiga”. Yo le contesté “gracias”, y sin darme cuenta ¡estaba hablando otra vez! Mis padres voltearon de volada al escucharme hablar y alabaron a Dios profundamente por lo que ellos consideraron un milagro. Pero los milagros no caen en cascada, no sé si fue un milagro o no, lo que sí sé es que lo que les cuento sucedió tal cual. Tampoco sé si de verdad hay fuerzas oscuras moviéndose detrás de las paredes de la vida, fuerzas que influyen en nosotros, que no quieren que nos liberemos del mal, fuerzas a las que no debemos enfrentar, sino solamente con el bien, fuerzas que nos toman, nos sacuden, nos mal aconsejan, no nos quieren soltar porque se alimentan de nosotros, de nuestra ira, nuestra rabia, nuestro resentimiento, odio y rencor, de nuestra soledad y amargura. De eso viven, y viven bien. Con todo esto aprendí que deberíamos amar y perdonar, pero todavía no he podido llegar a esa escala.

¿Quién es perfecto? Nadie. No sé si eso lo explique, pero mis padres venían de un entorno muy difícil. Mi abuela materna, según la versión de mi mamá, golpeaba a su hija sin misericordia, por casi cualquier cosa la arrastraba de los cabellos, le pegaba con los puños cerrados y el maltrato era permanente hasta que ella huyó de ahí en cuanto pudo. Mi padre, hijo de campesinos, nunca recibió cariño o cuando menos eso decía él, todo era trabajo trabajo trabajo, nunca recibió compañía, amistad, juegos, mucho menos abrazos, ni un solo abrazo. Cuando eran novios mis padres se platicaron sus penas y se juraron romper con esa cadena de amargura, pero cuando despertaron ya la estaban reproduciendo con nosotros. El alcoholismo de mi padre y la sumisión permanente de mi madre fueron el elixir perfecto para lograr una familia disfuncional. Me fui haciendo cada vez más rebelde, y los fui odiando cada vez más, a mi madre por tonta, agachona e inútil, y a mi padre por gandalla, violento, enamorado, agresivo, exigente y alcohólico, fue entonces que me propuse hacerles la vida un infierno, aparentemente con cosas simples, pero sumamente efectivas. Desobedecerlos, ponérmeles al brinco, hacerlos enojar permanentemente, insultarlos, gritarles, faltarles al respeto y, a pesar de la edad que tenía, comencé a juntarme con malas compañías que ya empezaban con los vicios, que el cigarrito, que la copita, que la chela.

En este circo me presentan como de 12 años, pero en realidad ya tengo 19 y una larga carrera haciendo sufrir a mis padres, hasta que un día ellos, desesperados de que nada me parecía, de que por todo los agredía, me corrieron de la casa. Ninguno pudimos ver que en esta historia todos éramos responsables, ellos por lo que ya señalé, y yo por mi ira y mi resentimiento. Estando las cosas tan difíciles un día por poco casi golpeo a mi mamá. Estábamos en la cocina, algo me dijo de los trastes, una tontería en realidad, tontería que me sirvió de pretexto para explotar como loca, gritar, amenazar y ofender hasta que mi madre me corrió de la casa y yo se la menté. Sí, con todo el dolor del mundo lo confieso, se la menté. La había ofendido de muchas formas, pero nunca así. Ella se sorprendió, guardó silencio unos instantes, y después me maldijo. Una respuesta igual a la altura de la violencia que yo había ejercido. Me maldijo llamándome maldita. Qué palabra tan tremenda y brutal cayó sobre mí, me desmayé de la impresión. En ese momento ellos aprovecharon para sacarme de la casa, y me abandonaron en un terreno baldío en donde desperté convertida en víbora, el resto ya es historia. Unos hombres me recogieron y me vendieron como fenómeno para este circo donde ahora paso mis días y sirvo de espectáculo, y quizá de enseñanza, para padres que son la génesis de hijos violentos, y para hijos que no saben perdonar, agradecer ni querer.

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Alguien me dijo que mis padres habían cambiado mucho, que trataban de tener una transformación profunda como personas. También me dijeron que estaban arrepentidos y que mi madre iba a retirarme la maldición para que volviera yo a la normalidad, que lo único que pedía era que yo cambiara y aprendiera a respetar. Quizá por ahí, entre todo, aparezcan de pronto las palabras amor y perdón.

“¡Pásele, pásele a ver a la niña monstruo, a la niña víbora que por una maldición de sus padres quedó de esta forma! ¡Pásele, pásele a ver!”

https://escritosdealfonsofrancotiscareno.blogspot.com



Mi lengua viperina no es más que una pantalla para infundir miedo, escupo veneno, no mato a nadie, sólo hago ruidos extraños, me gusta asustar a la gente, pero no pasó de ahí, son sólo posiciones defensivas para defenderme de los daños que he recibido, tengo que actuar de una forma en que el mundo no me aplaste.

Y miren, a mis padres ya les tenía tomada la medida. Sabía pegarles donde más les doliera, tenía que vengarme consciente e inconscientemente, tenía que desquitarme por todo el dolor que me infligieron, así que desde niña mi actitud rebelde, caprichuda, necia, soberbia, era absolutamente a propósito, sabía bien lo que estaba haciendo, quería cobrar la factura de mi tristeza y mi dolor, heridas muy antiguas generadas en la vida diaria en un lugar donde aparentemente no pasaba nada, que era supuestamente un modelo de familia feliz. Sólo los que estábamos dentro sabíamos que no era así, el alcoholismo de mi padre, su peladez, su soberbia, su narcisismo, siempre creyéndose el más chido entre los chidos y queriendo que sus hijos también fueran más chingones que cualquiera. Y mi madre, ejemplo de sumisión, obedeciendo, postrándose ante él y concediéndole el menor de sus caprichos, soportándole sus maltratos, sus gritos, sus amoríos.

Ya no aguanté y comencé a violentarlos. Mi primera forma de agresión fue haberme quedado muda, no supe porqué ni cómo, simplemente así amanecí un día. Meses después por azares del destino, o un por un milagro, la mudez se me quitó tal como me había dado. Recuerdo que nos habíamos metido en la Catedral para pedirle al Cristo Negro que me devolviera el habla. Mis padres encendieron unas veladoras, parecían en verdad tristes, apesadumbrados, y pedían con toda devoción. Estuvimos ahí durante la misa y al salir de aquel templo, en el centro de la Ciudad de México, había un limosnero en la puerta, mi papá me dio una moneda de 10 pesos para que se la diera a aquel hombre. Tomé la moneda, la entregué. El limosnero me dijo “gracias, Dios te bendiga”. Yo le contesté “gracias”, y sin darme cuenta ¡estaba hablando otra vez! Mis padres voltearon de volada al escucharme hablar y alabaron a Dios profundamente por lo que ellos consideraron un milagro. Pero los milagros no caen en cascada, no sé si fue un milagro o no, lo que sí sé es que lo que les cuento sucedió tal cual. Tampoco sé si de verdad hay fuerzas oscuras moviéndose detrás de las paredes de la vida, fuerzas que influyen en nosotros, que no quieren que nos liberemos del mal, fuerzas a las que no debemos enfrentar, sino solamente con el bien, fuerzas que nos toman, nos sacuden, nos mal aconsejan, no nos quieren soltar porque se alimentan de nosotros, de nuestra ira, nuestra rabia, nuestro resentimiento, odio y rencor, de nuestra soledad y amargura. De eso viven, y viven bien. Con todo esto aprendí que deberíamos amar y perdonar, pero todavía no he podido llegar a esa escala.

¿Quién es perfecto? Nadie. No sé si eso lo explique, pero mis padres venían de un entorno muy difícil. Mi abuela materna, según la versión de mi mamá, golpeaba a su hija sin misericordia, por casi cualquier cosa la arrastraba de los cabellos, le pegaba con los puños cerrados y el maltrato era permanente hasta que ella huyó de ahí en cuanto pudo. Mi padre, hijo de campesinos, nunca recibió cariño o cuando menos eso decía él, todo era trabajo trabajo trabajo, nunca recibió compañía, amistad, juegos, mucho menos abrazos, ni un solo abrazo. Cuando eran novios mis padres se platicaron sus penas y se juraron romper con esa cadena de amargura, pero cuando despertaron ya la estaban reproduciendo con nosotros. El alcoholismo de mi padre y la sumisión permanente de mi madre fueron el elixir perfecto para lograr una familia disfuncional. Me fui haciendo cada vez más rebelde, y los fui odiando cada vez más, a mi madre por tonta, agachona e inútil, y a mi padre por gandalla, violento, enamorado, agresivo, exigente y alcohólico, fue entonces que me propuse hacerles la vida un infierno, aparentemente con cosas simples, pero sumamente efectivas. Desobedecerlos, ponérmeles al brinco, hacerlos enojar permanentemente, insultarlos, gritarles, faltarles al respeto y, a pesar de la edad que tenía, comencé a juntarme con malas compañías que ya empezaban con los vicios, que el cigarrito, que la copita, que la chela.

En este circo me presentan como de 12 años, pero en realidad ya tengo 19 y una larga carrera haciendo sufrir a mis padres, hasta que un día ellos, desesperados de que nada me parecía, de que por todo los agredía, me corrieron de la casa. Ninguno pudimos ver que en esta historia todos éramos responsables, ellos por lo que ya señalé, y yo por mi ira y mi resentimiento. Estando las cosas tan difíciles un día por poco casi golpeo a mi mamá. Estábamos en la cocina, algo me dijo de los trastes, una tontería en realidad, tontería que me sirvió de pretexto para explotar como loca, gritar, amenazar y ofender hasta que mi madre me corrió de la casa y yo se la menté. Sí, con todo el dolor del mundo lo confieso, se la menté. La había ofendido de muchas formas, pero nunca así. Ella se sorprendió, guardó silencio unos instantes, y después me maldijo. Una respuesta igual a la altura de la violencia que yo había ejercido. Me maldijo llamándome maldita. Qué palabra tan tremenda y brutal cayó sobre mí, me desmayé de la impresión. En ese momento ellos aprovecharon para sacarme de la casa, y me abandonaron en un terreno baldío en donde desperté convertida en víbora, el resto ya es historia. Unos hombres me recogieron y me vendieron como fenómeno para este circo donde ahora paso mis días y sirvo de espectáculo, y quizá de enseñanza, para padres que son la génesis de hijos violentos, y para hijos que no saben perdonar, agradecer ni querer.

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Alguien me dijo que mis padres habían cambiado mucho, que trataban de tener una transformación profunda como personas. También me dijeron que estaban arrepentidos y que mi madre iba a retirarme la maldición para que volviera yo a la normalidad, que lo único que pedía era que yo cambiara y aprendiera a respetar. Quizá por ahí, entre todo, aparezcan de pronto las palabras amor y perdón.

“¡Pásele, pásele a ver a la niña monstruo, a la niña víbora que por una maldición de sus padres quedó de esta forma! ¡Pásele, pásele a ver!”

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