/ jueves 9 de diciembre de 2021

La noche en la que un misógino quiso humillarme públicamente

Punto al que lo lea

Durante cuatro años he intentado sacarme de la cabeza el desagradable suceso. He querido mostrarme ante mí misma como una mujer mesurada, contenida y rigurosamente racional; aunque la memoria de aquella noche regresa de vez en cuando para removerme los sueños o encender la caldera del furor feminista, siempre corté de tajo el impulso de escribir al respecto: ¿Para qué quejarme después de tanto tiempo? ¿Qué sentido tiene hacer una denuncia tardía? ¿Mi querella no será interpretada como un arrebato rencoroso y vengativo? ¿Es mejor esperar a que aquel señor caiga por el peso de sus muchos actos misóginos?

Finalmente, después de que el sujeto en cuestión comenzó a despuntar nuevamente en la vida teatral queretana, retomé el hilo de mis reflexiones y volví a sopesar la pertinencia de evidenciar algunas bajezas de las que puede ser capaz un hombre que busca mostrarse como un adalid de la comunidad artística. Adalid es, de hecho, uno de sus dos nombres. Qué curiosa ironía. Qué sutileza bautismal. Creo firmemente en que, al acallar las ruindades de las que somos víctimas o testigos, acabamos por convertirnos en cómplices de las injusticias; pero no es fácil encontrar la vía adecuada para exponer ciertas acciones violentas que, al no alcanzar el nivel de un ultraje escandaloso, parecen carecer de importancia. Quizás, como muchos colectivos feministas lo están haciendo notar con necesaria estridencia, debemos de revisar nuestra escala de valores en lo que respecta a los ataques misóginos. Hay acciones que parecen estar dirigidas hacia una sola persona, pero que, en realidad, están atentando contra un grupo que ha debido resistir en silencio, durante siglos, el agravio, la humillación y el desprecio de quienes han ocupado posiciones de poder que no abandonarán sin dar batalla.

Para no ensañar, mejor enseñar. Procedo a narrar, de la manera más clara que me es posible, el cuento cruento y truculento que acaeció una noche de invierno. Juzgue el lector por sí mismo la situación.

Hace algunos ayeres que se remontan a cuatro años atrás, honrosamente recibí, por parte de la Secretaría de Cultura de Querétaro, un reconocimiento que me fue asignado por un jurado externo que no forma parte de la esfera artística local. Aquella distinción es una de las que ameritan la presencia física de los beneficiarios, por lo que los otros dos artistas homenajeados (que iban apropiadamente vestidos para la ocasión) y mi histriónico (y desaliñado) ser fuimos invitados al brindis navideño que se ha vuelto tradición en las instalaciones del CEART. La entonces secretaria de cultura nos haría entrega del consabido diploma con el que nuestro logro se volvería “oficial”. Muy oronda y emocionada me encaminé, con mis tacones (porque podrá faltar el vestido elegante, pero no los zapatos altos), hacia el convite. Al llegar me sorprendió descubrir que se había dado cita en el majestuoso patio colonial un cúmulo nutrido de personalidades dedicadas a la música, las artes plásticas, la literatura, la danza y el teatro. Copa en mano y sonrisa en boca, cada convidado platicaba con ánimo festivo acerca de temas tan variados como la misma concurrencia. El ambiente era fraternal y distendido, no se avizoraban exabruptos narcisistas ni arrebatos de borrachos. Después de saludar a unos cuantos conocidos, el equipo de los convocantes se enfiló hacia una de las escalinatas y, desde ahí, un vocero comenzó a enunciar a través de un micrófono los nombres de quienes esa noche especial íbamos a ser condecorados. Por cada nombre que resonaba en las bocinas se desataba una cascada de aplausos y vítores. Conociéramos o no la trayectoria del celebrado en turno, lo recibíamos con camaradería y calidez.

Llegó el momento. Mi apellido estrambótico fue pronunciado con el característico atropello que la lectura de tantas letras juntas conlleva. Me desplacé entre la madeja de cuerpos felices que se aglomeraban en el camino y, cuando finalmente llegué hasta donde se encontraba la secretaria Paulina Aguado, una voz torva y ofensiva lanzó un abucheo sonorísimo. Había aplausos, sí, pero el insidioso vociferador no cesó de clamar su repudio hasta que atravesó la barrera sonora que mis amigos, conocidos, colegas y demás bienintencionados, habían levantado. De pronto, solamente se escuchaba esa desaprobación dolorosa, secundada por uno o dos miembros de la manada de lobos que se apelotonaron en una esquina desde la que permanecían invisibles, pero presentes. Varios invitados sorprendidos se abrieron como el Mar Rojo ante Moisés, y fue entonces que pude ver a mi detractor. Me miraba con alegre cinismo, esa era su forma de castigarme por considerarlo deshonesto, misógino y violento. Estaba decidido a humillarme. Yo sonreí para la foto, al fin y al cabo, las imágenes no suenan, así que no quise darle importancia al beligerante. Recibí el Premio Emérito 2017 junto con Roberto Ángeles Arellano y Luthfi Erno Becker Anz y, a pesar del sinsabor, quise disfrutar lo que restaba de la noche. Muchos otros colegas también fueron reconocidos (entre ellos, como era de esperarse, no se contaba el denostador). Varias personas se me acercaron para decirme cosas como “qué falta de clase”, “es pura envidia”, “una reina no se rebaja, castígalo con el látigo de tu desprecio”; pero las personas que no me conocen recibieron una referencia inicial oscura y desagradable que en nada se relaciona con mi quehacer. Aprovechar un entorno profesional para desahogar odios personales es, en efecto, una bajeza.

¿Tiene un hombre el derecho de empañar los logros de una mujer? ¿Puede, por razones estrictamente personales, denostarla públicamente? No. Rotundamente, no. Esa ha sido nuestra historia. Hemos sido vejadas, vilipendiadas, incendiadas en hogueras, ridiculizadas, obligadas a llevar marcas humillantes. Y hemos debido aguantar en silencio, para conservar la clase, para no ser tachadas de histéricas, para no desatar una tormenta en un vaso de agua, para mantener el orden, para aceptar resignadamente una condición sensata y no convertirnos en alguna de las tres figuras marginales con las que se nos ha etiquetado desde que el tiempo es tiempo y el hombre es hombre: “la loca”, “la bruja” o “la puta”.

Si aguzan el oído, sabrán por boca de muchos colegas que aquel “respetable” señor suele apropiarse del dinero que le corresponde a los actores que trabajan con él, escucharán a muchas mujeres denunciar la forma sucia en la que él se les ha aproximado; por mi testimonio se enterarán de que hace veinte años, cuando llegué a esta bella ciudad abajeña con una recién nacida en brazos y los senos hinchados de leche, trabajé con él y fui objeto de toda clase de comentarios sexuales por parte de aquel adalid que es bravo, pero se hace pasar por manso (Bravo Manzo son los apellidos que completan el nombre del denostador). Él era el director y yo la joven actriz recién llegada a una nueva ciudad. En ese entonces aceptaba las insinuaciones con risas, me forzaba a mostrarme como un fémina curtida y poderosa que soporta las chanzas masculinas con tal de ser más cabrona que bonita. Pero el tiempo y otras mujeres me han hecho descubrir que es un error tolerar la humillación incisiva, la degradación sádica, la mirada violenta y explícitamente sexual. Me alejé de él y de su grupo cuando subieron de tono los comentarios que aludían a las mujeres que pasaban frente a ellos. Me dediqué a escribir mis propias obras y a crear una compañía independiente.

¿Siento un rencor íntimo y personal hacia él? Por supuesto. Creo que no hay disidencia, revolución ni activismo que no pase por las entrañas, por la experiencia propia. ¿Estoy molesta porque vive detrás de una máscara de empatía comunitaria? Claro. ¿Quisiera que todas aquellas que han sido vejadas por él levantaran la voz? Sin duda alguna. ¿Me indigna que, en la reciente Muestra Estatal de Teatro, una Dirección Artística que prometió defender la equidad de género lo haya convertido en el único director que recibió dos apoyos? Sí, porque uno de los lineamientos de la convocatoria consistía en evidenciar la violencia misógina y, existiendo señalamientos directos en contra de él, lo beneficiaron por partida doble y dejaron fuera trabajos encabezados por mujeres. ¿Debemos encarar a los hombres que aprovechan nuestra vulnerabilidad para asestarnos golpes bajos? Decídanlo ustedes, queridas y queridos lectores.

Durante cuatro años he intentado sacarme de la cabeza el desagradable suceso. He querido mostrarme ante mí misma como una mujer mesurada, contenida y rigurosamente racional; aunque la memoria de aquella noche regresa de vez en cuando para removerme los sueños o encender la caldera del furor feminista, siempre corté de tajo el impulso de escribir al respecto: ¿Para qué quejarme después de tanto tiempo? ¿Qué sentido tiene hacer una denuncia tardía? ¿Mi querella no será interpretada como un arrebato rencoroso y vengativo? ¿Es mejor esperar a que aquel señor caiga por el peso de sus muchos actos misóginos?

Finalmente, después de que el sujeto en cuestión comenzó a despuntar nuevamente en la vida teatral queretana, retomé el hilo de mis reflexiones y volví a sopesar la pertinencia de evidenciar algunas bajezas de las que puede ser capaz un hombre que busca mostrarse como un adalid de la comunidad artística. Adalid es, de hecho, uno de sus dos nombres. Qué curiosa ironía. Qué sutileza bautismal. Creo firmemente en que, al acallar las ruindades de las que somos víctimas o testigos, acabamos por convertirnos en cómplices de las injusticias; pero no es fácil encontrar la vía adecuada para exponer ciertas acciones violentas que, al no alcanzar el nivel de un ultraje escandaloso, parecen carecer de importancia. Quizás, como muchos colectivos feministas lo están haciendo notar con necesaria estridencia, debemos de revisar nuestra escala de valores en lo que respecta a los ataques misóginos. Hay acciones que parecen estar dirigidas hacia una sola persona, pero que, en realidad, están atentando contra un grupo que ha debido resistir en silencio, durante siglos, el agravio, la humillación y el desprecio de quienes han ocupado posiciones de poder que no abandonarán sin dar batalla.

Para no ensañar, mejor enseñar. Procedo a narrar, de la manera más clara que me es posible, el cuento cruento y truculento que acaeció una noche de invierno. Juzgue el lector por sí mismo la situación.

Hace algunos ayeres que se remontan a cuatro años atrás, honrosamente recibí, por parte de la Secretaría de Cultura de Querétaro, un reconocimiento que me fue asignado por un jurado externo que no forma parte de la esfera artística local. Aquella distinción es una de las que ameritan la presencia física de los beneficiarios, por lo que los otros dos artistas homenajeados (que iban apropiadamente vestidos para la ocasión) y mi histriónico (y desaliñado) ser fuimos invitados al brindis navideño que se ha vuelto tradición en las instalaciones del CEART. La entonces secretaria de cultura nos haría entrega del consabido diploma con el que nuestro logro se volvería “oficial”. Muy oronda y emocionada me encaminé, con mis tacones (porque podrá faltar el vestido elegante, pero no los zapatos altos), hacia el convite. Al llegar me sorprendió descubrir que se había dado cita en el majestuoso patio colonial un cúmulo nutrido de personalidades dedicadas a la música, las artes plásticas, la literatura, la danza y el teatro. Copa en mano y sonrisa en boca, cada convidado platicaba con ánimo festivo acerca de temas tan variados como la misma concurrencia. El ambiente era fraternal y distendido, no se avizoraban exabruptos narcisistas ni arrebatos de borrachos. Después de saludar a unos cuantos conocidos, el equipo de los convocantes se enfiló hacia una de las escalinatas y, desde ahí, un vocero comenzó a enunciar a través de un micrófono los nombres de quienes esa noche especial íbamos a ser condecorados. Por cada nombre que resonaba en las bocinas se desataba una cascada de aplausos y vítores. Conociéramos o no la trayectoria del celebrado en turno, lo recibíamos con camaradería y calidez.

Llegó el momento. Mi apellido estrambótico fue pronunciado con el característico atropello que la lectura de tantas letras juntas conlleva. Me desplacé entre la madeja de cuerpos felices que se aglomeraban en el camino y, cuando finalmente llegué hasta donde se encontraba la secretaria Paulina Aguado, una voz torva y ofensiva lanzó un abucheo sonorísimo. Había aplausos, sí, pero el insidioso vociferador no cesó de clamar su repudio hasta que atravesó la barrera sonora que mis amigos, conocidos, colegas y demás bienintencionados, habían levantado. De pronto, solamente se escuchaba esa desaprobación dolorosa, secundada por uno o dos miembros de la manada de lobos que se apelotonaron en una esquina desde la que permanecían invisibles, pero presentes. Varios invitados sorprendidos se abrieron como el Mar Rojo ante Moisés, y fue entonces que pude ver a mi detractor. Me miraba con alegre cinismo, esa era su forma de castigarme por considerarlo deshonesto, misógino y violento. Estaba decidido a humillarme. Yo sonreí para la foto, al fin y al cabo, las imágenes no suenan, así que no quise darle importancia al beligerante. Recibí el Premio Emérito 2017 junto con Roberto Ángeles Arellano y Luthfi Erno Becker Anz y, a pesar del sinsabor, quise disfrutar lo que restaba de la noche. Muchos otros colegas también fueron reconocidos (entre ellos, como era de esperarse, no se contaba el denostador). Varias personas se me acercaron para decirme cosas como “qué falta de clase”, “es pura envidia”, “una reina no se rebaja, castígalo con el látigo de tu desprecio”; pero las personas que no me conocen recibieron una referencia inicial oscura y desagradable que en nada se relaciona con mi quehacer. Aprovechar un entorno profesional para desahogar odios personales es, en efecto, una bajeza.

¿Tiene un hombre el derecho de empañar los logros de una mujer? ¿Puede, por razones estrictamente personales, denostarla públicamente? No. Rotundamente, no. Esa ha sido nuestra historia. Hemos sido vejadas, vilipendiadas, incendiadas en hogueras, ridiculizadas, obligadas a llevar marcas humillantes. Y hemos debido aguantar en silencio, para conservar la clase, para no ser tachadas de histéricas, para no desatar una tormenta en un vaso de agua, para mantener el orden, para aceptar resignadamente una condición sensata y no convertirnos en alguna de las tres figuras marginales con las que se nos ha etiquetado desde que el tiempo es tiempo y el hombre es hombre: “la loca”, “la bruja” o “la puta”.

Si aguzan el oído, sabrán por boca de muchos colegas que aquel “respetable” señor suele apropiarse del dinero que le corresponde a los actores que trabajan con él, escucharán a muchas mujeres denunciar la forma sucia en la que él se les ha aproximado; por mi testimonio se enterarán de que hace veinte años, cuando llegué a esta bella ciudad abajeña con una recién nacida en brazos y los senos hinchados de leche, trabajé con él y fui objeto de toda clase de comentarios sexuales por parte de aquel adalid que es bravo, pero se hace pasar por manso (Bravo Manzo son los apellidos que completan el nombre del denostador). Él era el director y yo la joven actriz recién llegada a una nueva ciudad. En ese entonces aceptaba las insinuaciones con risas, me forzaba a mostrarme como un fémina curtida y poderosa que soporta las chanzas masculinas con tal de ser más cabrona que bonita. Pero el tiempo y otras mujeres me han hecho descubrir que es un error tolerar la humillación incisiva, la degradación sádica, la mirada violenta y explícitamente sexual. Me alejé de él y de su grupo cuando subieron de tono los comentarios que aludían a las mujeres que pasaban frente a ellos. Me dediqué a escribir mis propias obras y a crear una compañía independiente.

¿Siento un rencor íntimo y personal hacia él? Por supuesto. Creo que no hay disidencia, revolución ni activismo que no pase por las entrañas, por la experiencia propia. ¿Estoy molesta porque vive detrás de una máscara de empatía comunitaria? Claro. ¿Quisiera que todas aquellas que han sido vejadas por él levantaran la voz? Sin duda alguna. ¿Me indigna que, en la reciente Muestra Estatal de Teatro, una Dirección Artística que prometió defender la equidad de género lo haya convertido en el único director que recibió dos apoyos? Sí, porque uno de los lineamientos de la convocatoria consistía en evidenciar la violencia misógina y, existiendo señalamientos directos en contra de él, lo beneficiaron por partida doble y dejaron fuera trabajos encabezados por mujeres. ¿Debemos encarar a los hombres que aprovechan nuestra vulnerabilidad para asestarnos golpes bajos? Decídanlo ustedes, queridas y queridos lectores.

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