A primera vista es una contradicción: la palabra habla, expresa, dice algo; el silencio —en cambio— no dice nada, es un no-decir, no-hablar. Sin embargo —y esto hay que subrayarlo—, aun y cuando su cuerpo sea silente, no deja de alzar la voz. Esto me lleva a considerar al silencio en dos sentidos: 1) como un medio por el que la palabra habla (la palabra es), y 2) como una forma, en sí mismo, de hablar (el silencio también es).
El primer caso carece de problema: si solamente es un medio, entonces la palabra es la que está hablando (permítaseme el tropo literario, ya que quien habla realmente es el ser humano). El silencio, al no oírsele, se le consideraría solamente como pensamiento. Sin embargo, si esto es así, existiría un problema: el silencio no sería una forma de expresión, ya que su ‘ser’ (sujeto) se subsumiría en ser (acción) una vía para la palabra. Entonces, ¿qué pasaría cuando la palabra no estuviera presente? ¿qué elemento conduciría el silencio?, o más aún: ¿en dónde estaría? ¿qué sería? ¿podría existir?
En cambio, en el segundo caso, es decir, si se considera al silencio como una forma de hablar, una voz que clama en el desierto, ese desierto que provoca la ausencia de la voz, entonces el silencio tendría mucho que decir. La cuestión es —en todo caso— saber escucharlo, entenderlo, comprender su lingüística (semántica, sintaxis y pragmática). De otro modo, la voz del silencio no sería para todos y, como consecuencia, podría considerársele como la ausencia de la voz: un no ser íntimo, reducido a una experiencia personal.
A partir de lo anterior, propongo considerar que decir y ser son forma entrelazadas de hablar y callar. La realidad no se circunscribe solamente a la voz alta. Hay apariencias silentes que dejan huellas y descubren, a partir de su propio peso, voces de singular encanto. Estas y otras formas de ser denotan y connotan, implican e imbrican, tejen y destejen, palabras que subyacen en otras palabras que nunca nacen en forma de voz alta.
Así, el ser no es sólo «ser». No se puede comprender —en todo caso— sin la idea de no-ser. Y nótese: es <idea>, es decir, no se trata de una realidad de facto apodíctica, sino de una —digamos— constante punzada que surge, casi como motivación del ser, desde la inquietud o desasosiego que produce la existencia como discurso.
No se puede subsumir la materia en la idea de materia, pues se cometería una falacia de petición de principio (petitito principii). En todo caso, habría que observar que la materia tiene como antípoda su propia negación (el no ser de la materia).
La voz, por su parte, insiste en diferenciarse de manera absoluta respecto del silencio. Y si bien es cierto que hay diferencias que descubren sus diferentes rostros, también es cierto que no son del todo diferentes: en su interior mantienen y comparten una voz silente que los proyecta hacia una misma aprehensión ontológica. En este periplo, entre el ser y el no ser (decir y callar), se descubre un nuevo trasfondo ontológico: más allá de la propia ontología material que define al ser como materia temporal.
Y es que —como se sabe— el tiempo surgió a partir de la existencia de la materia. Sin embargo, antes de la materia (según el Génesis) ya existía la palabra. Fue con ella que Dios hizo el mundo, el sol, la luna… (la materia). ¿Puede compararse esta palabra creadora con el silencio que preexiste en el ser que habla? Si fuera así, se comprendería el sentido del silencio, el preámbulo de la voz, el sentido más profundo de la materia. Se advertiría que el ser proviene del no-ser, es decir, de la nada.
En este sentido, el silencio sería una especie de nada que late con mayor o menor fuerza en el ser. Su latido irrumpiría, en algún momento del proceso, en la realidad para descubrir el mundo desde la voz. Esta voz sería (al menos podría comprenderse) el silencio que ha logrado su madurez y, por tanto, ha dejado su crisálida que lo mantenía en la tibieza de la preexistencia. Así, la realidad no se agotaría en el ser, diferenciándolo del no ser. Antes bien, sería un ir y venir (la realidad) con diferente apariencia y materialidad. Después de todo, la materia del ser es la conclusión de la apariencia del no ser.
El silencio y la voz son vasos comunicantes que tejen la prenda de Penélope, esperando a que llegue Odiseo. Pero nótese: antes de su llegada, ya está presente en la mente, en el silencio, de Penélope. Lo mismo sucede con Ítaca: está en el pensamiento de su rey (Odiseo). La realidad no es, pues, cuestión de materia. El no ser, el silencio, también forman parte de la realidad, del ser.
Hay que aprender a ver lo que se ve y lo que no se ve, con la mirada; escuchar lo que se oye y lo que carece de sonido; sentir lo que carece de materia. Después de todo, la palabra en silencio es una forma de ser desde el no ser. Y aquí, desde este no ser de mi silencio (ausencia de voz alta), susurro estas líneas en el papel: desde mi no ser que posibilita una materia discursiva que me delinea como ser-de-voz (aunque reconozco que una voz demasiado débil, apenas si aprendiz de ser).