La perrita Maky y mi olfato por la escritura

José Martín Hurtado Galves

  · lunes 21 de mayo de 2018

Para mis hijas Meli y Paty.

Veo caminar a Maky por la casa, buscando, siempre buscando. Me recuerda a sus primeros antepasados en las praderas del Mesozoico, tratando de sobrevivir: cazando sin ser cazados. La evolución no ha hecho mella en ella. Sus instintos la delatan. El neolítico (período en que domesticaron a sus antepasados) quedó muy atrás; sin embargo, el olfato ha permanecido.

Y aunque no es muy bueno, no deja de husmear. Para ello la humedad de su nariz le es vital. En eso nos parecemos: mi vista es malísima, pero no dejo de meter mi nariz en los libros que me interesan. Los dos seguimos a la presa, aunque en ambos casos sea imaginaria |grafía-ser-liebre|. Cada uno lee lo que le interesa: a ella le llaman la atención el piso, los muebles, el patio; a mí, las páginas escritas y las que pueden escribirse de manera infinita, las que no tienen límites precisos. Donde la lógica de lo difuso reinterpreta las variables.

Una característica de Maky es su nerviosismo. Siempre está ladrando, les ladra a los perros y casi a cualquier animal que se cruce en su camino. También ladra cuando escucha un ruido que le molesta, como el de los hombres que venden camotes y garbanza. Todo parece molestarle: bocinas, tambores, gritos. Por eso no deja de ladrar; sin embargo, en el fondo, todos estos ladridos no son sino forma de aparecer en la realidad. ¡Aquí estoy! ¡Mírenme! Maky no tiene otra opción, sólo le queda ser lo que «es»; y desde ahí, desde ese ser-ladrando-y-olfateando, se afirma y evoluciona.

Lo mismo sucede conmigo como lector. Nací lector en algún momento de mi vida, aunque no sé exactamente cuándo y con qué texto. De hecho, creo que continuamente nazco como lector. En cada texto encuentro una nueva matriz de la cual puedo volver a nacer. Pero no nazco en cualquier texto: sólo en los que me interesan, en los que me hacen reflexionar o imaginar. Como la perrita, me afirmo desde lo que me interesa y que —a punta de ir y venir— se ha vuelto parte de mi voz.

Y como Maky, no dejo de seguir la presa. Tal vez un mapache, o un tejón, o quizá una comadreja. En realidad no importa el animal que se persiga. La verdad es que no quiero darle alcance. Si lo tuviera entre mis manos, terminaría la búsqueda, acabaría la necesidad de leer. Por eso la perrita y yo somos tan parecidos. Ella no tiene hambre, pero no deja de husmear por aquí y por allá. Su instinto le dice que hay que buscar por todos lados. No importa que no haya ningún animal qué cazar. A mí me pasa lo mismo: no son las dudas las que me llevan hasta los libros, muchas veces es simplemente mi olfato de lector el que guía mi instinto de cazador.

Cuando se tiene olfato rastreador, no se puede borrar de la imaginación la presa. Por eso el mundo que compartimos tiene una característica común: no deja de ser descubierto. Cada instante es motivo de una eternidad, y cada eternidad se vuelve un motivo para reflexionar. Los perros evolucionaron de un solo origen. Avanzaron evolucionando, desde un momento específico hasta cualquier realidad contingente. Pero para hacerlo redescubrieron el mundo y aprendieron a habitarlo de mil formas.

Los lectores —por nuestra parte— no dejamos de cambiar nuestro rostro de asombro, no importa que el rastro que sigamos sea diferente. En ese sentido la evolución de ambos es constante. Hay una unidireccionalidad que se da en la medida en que somos lo que escogemos ser (leer-olfatear-ser). El instinto nos es punta de lanza. Abre la realidad como refugio para pernoctar. Pero, aun así, intuimos que alguna presa anda cerca y emprendemos una nueva búsqueda.

Los dos avanzamos por caminos abiertos en nuestros textos. Las pisadas de Maky no hacen ruido, pero yo escucho su cascabel que la denuncia, para que no la vaya yo a pisar (ya he dicho que mi vista es muy mala). Va y viene por la casa; como yo, que voy y regreso por los libros. No hay fin. Aquí la cinta de möbius es un buen ejemplo para referir al infinito que es leer y oler.

Ella revisa una y mil veces el mismo espacio. Yo hago lo mismo con algunas frases, con algunos textos. No nos acabamos de conformar con saber que ya sabemos lo que hay ahí (un ahí infinito sabido). Esperamos algo. Nuestra imaginación no puede engañarnos, pues, aunque no encontramos nada nuevo, aun así, seguimos buscando, escudriñando. La presa está cerca.

Las huellas, en ese sentido, no son sólo de las presas, sino también de nosotros. Damos muchas vueltas (la perrita y yo) antes de echarnos. Debemos estar seguros de que no hay un fin que nos impida modificar el número de vueltas. Necesitamos una posibilidad abierta. Un «otro» que dé sentido a nuestro olfatear.

La casa nos es más que un simple refugio. Como realidad nos absorbe en un torbellino que rompe cualquier marasmo infuso. Inunda hasta la gramática más rebelde, llenando nuestra ausencia de ser: búsqueda como brega fatal.

Asisto pues a la evolución de la aprehensión de la realidad que nos interesa. Las paraderas quedaron atrás. Las presas no tienen por qué ser reales. No hace falta la huella incrustada (o perdida) en el camino. En realidad no hace falta nada. Sólo el ser que se asume en la búsqueda de algo. Maky y yo lo sabemos. Sensación fortuita que regresa a la idea de «ser». Ser-siendo para no perecer en la idea absoluta. La cacería sigue siendo real.

Un viento fresco entra a la casa, mueve un papel que se me ha caído. Maky y yo volteamos. No sé qué mira ella. Yo veo algo. No sé si es lo que quiero ver, o es solo un papel movido por el viento.

Leer, aprehender la realidad desde la lectura. Olfatear el texto antes de que aparezca y ponga límite a mi imaginación.

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