La política cultural, como proceso de enmarcar a la cultura como vehículo político, es un término que, por su propia naturaleza, está repleto de superposiciones políticas e ideológicas. Quizás es, en parte, por esta razón que la política cultural a menudo se ha decantado con mayor frecuencia hacia el discurso de los estudios culturales, al menos en lo que respecta al lado práctico de la política.
Aunque idóneamente la cultura y la política deberían permanecer separadas, en la praxis institucional la política cultural y su respectivo análisis han ignorado esto por completo. Precisamente a partir del enfoque de los estudios culturales, la política cultural a menudo ha desempeñado el papel de una ocurrencia tardía o de supervisión en el contexto más amplio de la administración pública y el discurso de política pública. Incluso, aún cuando la política cultural es el foco del análisis, los investigadores más fervientes de política cultural la abordarán en el contexto de la cultura instrumentalizada, a menudo (si no es que siempre) junto con otros campos de política, afirmando, como mínimo, las preocupaciones de que la cultura es inherentemente (y quizás nefastamente) política.
La cultura y la política cultural han sido, en el mejor de los casos, infravaloradas y, en el peor, utilizadas para favorecer a plataformas políticas.
Sin embargo, se puede argumentar que las políticas culturales sirven para promover y transmitir ideas e ideales, los ideales de un estado o de una nación, de acuerdo con la manera en la que los interprete e implemente el gobierno en turno. Según su definición, la política cultural es la suma de las actividades del gobierno en su relación con las artes, las humanidades y el patrimonio. A través de su aplicación, los gobiernos pueden regular, apoyar y comunicar formas y expresiones de cultura específicas, muchas de las cuales, si no todas, sirven para fomentar un sentido único de identidad compartida, de comunidad, dentro de su constitución. En particular, las políticas culturales, tanto explícita como implícitamente, determinan “cómo se apoyan las artes, quién decide qué se transmite, qué pasatiempos se fomentan, cuándo se pueden hablar ciertos idiomas o practicar costumbres, cómo educamos a nuestros hijos y tratamos a nuestros hijos, qué hacemos con nuestros ancianos, cómo nos relacionamos con nuestra diversidad como nación y con el resto del mundo” (Adams y Goldbard, 1993, p. 231). La precedencia histórica indicaría que, a menos que se dicte explícitamente lo que es culturalmente aceptable, la política educativa y cultural han sido durante mucho tiempo vehículos para educar a las masas sobre lo que es cool o no cool, como un medio para moderar el consumo cultural. En otras palabras, las políticas culturales, a través de su uso para promover ciertas ideas o valores, pueden actuar como un medio para socializar al público de la manera que mejor sirva a los intereses de un gobierno.
Aunque sea factible afirmar que la cultura —y, por extensión, la política cultural— ha sido infravalorada en las políticas públicas y el discurso político, no podemos decir lo mismo de su importancia real en contextos nacionales e internacionales. En una época en la que los avances tecnológicos y los procesos más amplios de globalización han desestabilizado los límites entre los estados y desafiado la soberanía de los gobiernos, las cuestiones de cultura e identidad cultural han adquirido un nuevo significado. Como tal, la cultura está ahora a la vanguardia de la agenda internacional, de una manera que nunca ha estado en el pasado, precisamente porque su estado desafía y es desafiado.
A decir del musicólogo y activista de las artes James “Beu” Graves, por los debates que rodean al concepto insondable de globalización, se puede decir que la cultura es una característica definitoria e ideológica de las sociedades humanas. Es a través de la cultura, y su expresión y aplicación, que las sociedades tienen sentido y reflejan sus experiencias comunes. El concepto de cultura, a través de su naturaleza ostensible y omnipresente, permite a las personas expresarse, desafiar sus disposiciones y crear significado, literal o simbólico, y propiciar posibilidades de comprensión de sí mismos y del mundo en general.
Los procesos de globalización, alimentados por conglomerados comerciales y de medios (industrias culturales, de acuerdo con Adorno y Horkheimer) cuyas franquicias defienden un conservadurismo cultural y un reformismo nostálgico que atrae a un público amplio de mentalidad liberal, han llevado a un concepto de cultura global progresivamente homogeneizada, a una definición pragmática que garantiza que los productos básicos prominentes de la cultura moderna y popular están presentes en prácticamente todos los rincones del mundo. A medida que se introducen entradas y presiones globales similares en varias localidades en todo el mundo, estas localidades son invariablemente conducidas a hacer varias cosas de la misma manera. A falta de reducir las barreras a la cultura, esta homogeneidad cultural ha sido motivo de preocupación en muchos países, hasta el punto en que las organizaciones internacionales, como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), han ido tan lejos como para identificar las implicaciones de la globalización en la cultura, gigantes corporativos transglobales en las industrias de medios audiovisuales como amenazas directas a ciertas culturas o expresiones culturales vulnerables.
El temor es que, a medida que los procesos globales dan forma y reestructuran la cultura, las culturas indígenas, por ejemplo, corren el riesgo de ser consumidas o subsumidas por una cultura global más amplia. En consecuencia, lejos de las definiciones categóricas clásicas de cultura como (a) valores "absolutos o universales", (b) el conjunto de obras intelectuales e imaginativas conocidas por la humanidad, y/o (c) prácticas sociales y formas particulares de vida, la cultura se ha convertido en un campo de batalla en el que muchos gobiernos han luchado para reclamar las respectivas identidades de sus naciones y reafirmar una forma de diferencia entre ellos, la cultura global ha proliferado a través de la globalización y la cultura de otras naciones.
Las culturas y sociedades que no toman en serio los desafíos de la globalización corren el riesgo de conceder inadvertidamente espacios intelectuales y sociales ganados a través de la lucha constante por la identidad nacional, cultural y económica. En el contexto global, y frente a la globalización, casi todas las culturas indígenas se han convertido efectivamente en minorías culturales y, por lo tanto, deben actuar para preservar su cultura o asimilar el riesgo. ¿Qué estamos haciendo al respecto?
@doctorsimulacro