Suspenderemos por un momento el recuento de los personajes que deambulan por la adoquinada capital queretana (La utópica antropología de Desiderio Rampante) para disertar sobre una noticia reciente que está causando furor en los noticieros y está colmando las redes sociales de comentarios encontrados: el campamento fantasma de los ciudadanos pudientes. Aunque las casas de loneta se hayan colocado de manera primorosamente equidistante sobre la plancha del zócalo capitalino, esta extraña situación nos compete de manera directa a todos los mexicanos, sin importar la latitud en la que radiquemos.
Analicemos, con un afán más bien antropológico (como el buen Desiderio Rampante podría hacerlo) las connotaciones simbólicas que se desprenden de esta protesta.
Una imitación
Los miembros del movimiento FRENAAA, ostentando su legítimo derecho de protestar en las calles, han decidido emular las manifestaciones que en tantas ocasiones vieron a través de la tele. Con un absoluto desconocimiento de las implicaciones que conlleva una protesta de larga duración, salieron, con cargadores y ayudantes, a ocupar el espacio público para declarar una especie de “apropiación” legítima. “México es nuestro”, parecen clamar desde sus eclécticas trincheras impermeables. No cargaron sus propias tiendas de campaña y tuvieron que buscar estacionamientos para dejar a buen resguardo sus vehículos de lujo. Colocaron algunos altares religiosos para pedirle a las instancias divinas su intercesión: “líbranos del socialismo”, clamaban con los ojos en blanco como si se trataran de santas en éxtasis. Tal pareciera que la forma y el fondo dejaron de corresponderse en algunos hogares finos en los que viven ciudadanos que se han entregado a la simulación y al espectáculo vacuo. El objetivo es aparentar, imitar, emular, mostrar, sonreír para la cámara artera que arrojará su mensaje a través del océano de las redes sociales. Y esta imitación podría parecernos inocua, podría desatar nuestra risa, tal y como lo hacen los videos de gallinas que tocan en el piano alguna pieza clásica o la de los perros que aúllan al estrellar con sus patas las teclas de un piano. Pero no. Esta parodia ciudadana no es graciosa.
Nuestro país lleva sumido en el rezago y la iniquidad social varios siglos. Los poseedores del capital, independientemente de los movimientos revolucionarios y de los virajes históricos, han capitaneado a lo largo de varios siglos la nave inestable de un Estado que en muchas ocasiones ha zozobrado. Esta situación se remonta a los albores del periodo novohispano, cuando miles de peninsulares llegaron a asentarse en esta tierra con mayor ambición que escrúpulos. Oleadas de convictos, hidalgos venidos a menos, aventureros de alforjas ligeras, hombres que soñaban con el poder descendieron de los barcos con una idea fija: vengarse de lo que su España natal no les había dado. Y ahí empezó el ultraje, la marginación, la segmentación social, la taxonomía basada en castas. La piel y el linaje se convirtieron en principios rectores de los que dependía, en gran medida, la posibilidad de hacerse de una fortuna. Y sobrevinieron las trifulcas libertarias, primero la Independencia, que fue encabezada por criollos; después, la Revolución, orquestada de forma dispersa por líderes campesinos que conocían el mundo de las estrategias militares y por pensadores que mantenían el centro de gravedad en la capital. El divorcio entre las huestes de campesinos depauperados y las clases sociales encumbradas permaneció, contra viento y marea. Hay familias que hienden sus raíces de oro muy profundamente, en una historia longeva de abuso y despotismo.
Así pues, que una señora ricachona se aposente en el zócalo para mantener su estatus y abandone su casa de campaña para arrebujarse entre sus sábanas de satín es como si un catrín, encasquetado en un traje parisino, se hubiera subido a lomos de un caballo para buscar al general Zapata, sacarse una foto con él y después regresar a la ciudad para colgar en su casota el retrato enmarcado de sus diez minutos de pendencia justiciera. No. No basta la imitación.
Lo simbólico
¿Y qué nos dicen las casas de campaña vacías? Hemos visto los muchos videos de los viandantes que, por la noche, demuestran la inexistencia de manifestantes dentro de esos costosos refugios. Algunos nos hemos reído, otros se han indignado, algunos más han justificado ese “vacío ideológico”. Pero, si analizamos más detenidamente lo que resuena a través de esa instalación (o performance, como lo ha nombrado la jefa de gobierno de la Ciudad de México), nos percataremos de la gravedad que entraña el asunto. “No necesitamos ideas para sostener nuestros argumentos”, eso es lo que claman a voz en cuello esas casas de campaña sin sujetos políticos que las habiten. “Los objetos hablan por nosotros”, “podemos comprar un decorado de lujo y abandonarlo porque nos sobra el dinero”, “nuestros castillos son más sólidos que cualquier revuelta”, “las revueltas de los pobres, para nosotros, no fueron más que un espectáculo, así que atacaremos de la misma forma: con otro espectáculo”. Y estas consignas silenciosas ululan a través de ese campamento que carece de convicción y fundamentos.
Algunas cabecillas han enviado mensajes inquietantes a través del Whatsapp para solicitar que la gente rece denodadamente hasta lograr que el socialismo sea erradicado. La ignorancia descarada se pasea como pavorreal y parece un estandarte del cual se enorgullecen quienes jamás han escuchado mentar el nombre de Marx. En sus tronos acomodaticios combinan conceptos, épocas y relatos de tal manera que vierten desde sus bocas un champurrado banal del que no se preocupan. Hay una falta absoluta de rigor, de responsabilidad, de vergüenza. Entre ellos se alientan y no les interesa alcanzar otros estratos. Su mensaje no es para los desposeídos, esos no importan.
No se trata de tomar partido
Y no, no se trata de defender al presidente. Aquí no se ha hablado ni en tono laudatorio ni con saña despreciativa del gobierno actual que encabeza esta frágil nave del Estado. Aquí solamente se ha tratado de analizar un discurso peligroso que está adquiriendo fuerza y que nos está orillando a pensar de manera superficial y hueca. Esas casas de campaña vacías bien pueden equipararse a nuestros cuerpos, que están abandonando el espacio público para volcarse sobre la presencia superflua de los medios virtuales. No discutimos en las cafeterías, en las plazas, en las calles, en los teatros. Discutimos a través de los muros de Facebook asumiendo banderas preestablecidas que nada tienen que ver con una ideología compleja. ¿Queremos seguir viviendo al margen de nuestros campamentos o habitaremos nuestras ideas para ser consecuentes con nuestra identidad?