Yo soy el hombre que ha visto la miseria bajo el látigo del furor de Dios
Jeremias 3:1
En los tiempos de cambio atestiguar los signos es un arte que grita, que empuja, que agiganta la vuelta de la rueda señalando el camino de cuatro horizontes. Ya los mártires han cooperado involuntariamente con su sangre. Los íconos más fabulosos e inefables yacen en el suelo. ¿A qué esperar? Ya el cuello de nuestros hijos pende en la picota y las victorias se nos hundieron en fangos de monedas. ¿A quién esperar ? El pequeño Zeus entra en el submundo montado en el carro del fuego. Busca llegar al extremo en donde la acción cotidiana se cruza con las llamadas al bien y al mal, para reconocer la zona en donde lo diario rinde culto a la banalidad y al orgullo.
Casi nadie quiere saber de lugares en donde todavía se pueda y se deba exigir lo imposible. Es en el hogar, en donde reine la televisión y las redes sociales, el lugar en donde hay que guerrear contra los pensamientos asesinos, los memes estúpidos, los programas fofos, sometiendo la lengua insidiosa que se presta a hablar pestes de los otros, simplemente porque son diferentes, por que no los conoce, porque de tanto comer carne quiere sacrificar al otro.
Mira, ahí está Zeus, repartiendo semen con todos sus dedos, golpeando los muros de feroz escarpio. Se cree la tortuga que sostiene al mundo. Veo cómo ese Zeus cruza el Bardo Todol, quisiera arrepentirse, prometer que se va a portar bien, ofrece raparse, se rasga la ropa, se echa ceniza en la cabeza. Pero ya es muy tarde. Los niños y jóvenes, mujeres y hombres, adultos y ancianos, todos los inocentes que han asesinado ya no revivirán, y la rueda del karma tampoco tendrá vuelta. El pequeño truhán yacerá hincado por culpa de sus crímenes que claman por justicia a un cielo azul, frío, que pareciera no escucharlos. Pero no va solo en ese carro el miserable. Vamos todos nosotros, los que se creen justos y los que cínicamente se aceptan como malos. Los que ni fu ni fa. Porque como es arriba es abajo. Los monstruos no existen porque sí. Han sido alimentados desde abajo, hoy, en el metro, en la cocina, en la recámara, en el baño, en las escuelas, en la explotación laboral, en la violencia intrafamiliar, en el olvido del sistema social. Nacen y navegan en lo profundo de todos los corazones solitarios que pernoctan en habitaciones infinitas, en donde se unen manos de todo tipo.
Pero esos otros buscan emerger del submundo para entrar al paraíso terrenal: la sonrisa, la piel, una palabra, un suspiro, una preocupación, una espera. Lavando un traste para otros, cediendo un asiento, comprando comida para quien no tiene, consiguiendo unas medicinas, pagando un salario justo, contestando una pregunta infantil, perdonando a un amor traicionero, dándose un beso, cocinando para los demás, prestando dinero, haciendo música con otros, de otros lados, de otros mundos, de otras tierras, trabajando, destruyendo el reloj para entenderse.
Por ahora, nos encontramos respirando el olor que levantan los que roban y matan dejando tanto dolor detrás de sí, nos encontramos escuchando los tanques de guerra y oliendo el humo de las mega bombas quesque apantallantes. Y lo que necesitamos es respirar aire, verdadero aire, fresco, alimenticio, sabroso, calmante, relajante. Que inunde nuestros nervios, nuestra sangre, el cerebro y el vientre. Aire muy puro para llegar a la dimensión en donde reina el pneuma. Y ahí llorar un rato por tanto crimen escondido detrás de las cortinas de mentiras, llorar amargamente por los muertos y desaparecidos, por las fosas, por las mentiras repetidas a nivel de loros a través de las ondas hertzianas de casi todo el mundo. Y ahí, junto al aire y las lágrimas, contemplar una estrella, confesar todo, vaciar las pendejadas con todo y costras. Confrontación que no deje lugar a libertades duraderas o justicias infinitas. Sino a la calma sobre la mar, al horizonte solar, a un lucero.
Cuando ya estaba tranquilo, creyéndole al noticiario de ese gran periodista de la televisión, que a base de gritos espantosos me convence siempre cuando me siento mal, en ese instante el demagogo populista tomó el cáliz de la violencia y lo desparramó por doquier y clavó cuchillos en la espalda de todos sus aliados del mundo, que temerosos se escondían detrás de botas, penínsulas y océanos. Y asesinó a bombazos a uno tras otro en orgullosos radios de hasta cinco mil metros. Golpeó también todos los agujeros de las montañas a donde su justicia aún no había llegado. Y juntó a sus compinches mientras gritaba en los más santos foros, derramando agua santa en medio del desierto a nombre de la aridez mental. Ni los gestos más lúcidos ni locos podrían describir aquella carnicería de niños, de mujeres enfermas que huían, de ancianos enfermos que sufrían aquella cancerígena sustancia de esquirlas y gases derramada sin piedad. ¿Por qué no podían vivir en paz? Corrían siglos tras siglos y la pregunta sencilla seguía flotando sin respuesta. Mientras, el cosmos se expandía, y en él , un planeta azul, en un confín lejano, en que se superbombardeaba intensamente a los distintos. Tan pequeños y tan grandes, tan extraordinarios y tan miserables.
En medio de las balas y las huellas de sangre, todavía alcanzaba a moverse un grupo que perseguía un rayo cruzando el cielo de oriente a poniente. No eran profetas, políticos, empresarios, sacerdotes ni fundamentalistas de ningún tipo, y por lo mismo los querían matar. El pequeño dictadorcete y sus discípulos gritaban: “no tienen la verdad, nos quieren imponer una nueva religión y retirarnos de nuestras tradiciones de la libertad. Son farsantes , son locos, remilgos de terroristas. ¿Qué dios nos traen? ¿Es otro verdad? Ya lo ven, son falsos profetas, los queremos vivos o muertos, mejor acabémoslos”.
Los eventraron, los pasearon por las ciudades conquistadas en un festín de terror. Y luego recordaron las palabras de sus amigos: a este paso todo va a valer gorro. No era profecía, era obvio.
Luego vino la calma y el sosiego. Se sabe desde hace mucho que después de la tormenta viene la quietud. Esa quietud extraña en donde no se sabe qué o quién nos acecha. ¿Había alguna esperanza para esa cauda de humanos? Parecía que sí, que a pesar de locos, autoritarios y traidores, de enfermos ambiciosos ávidos de poder, parecía brillar un punto de luz al fondo de la oscura cueva. Y mujeres y hombres se aventuraron para acercarse a ese punto de luz que los remitía a su verdadero origen, al recuerdo ancestral de su más caro anhelo. Era el recuerdo de lo que alguna vez fueron, de lo que un filósofo interpretó como la caverna (Platón), otro como el reencuentro (Sócrates), otro como la voz del profeta que clama en el desierto (Nietzsche).
Entonces se dieron la mano, y a pesar de la mentira, la traición, el miedo, el terror, la persecución y la muerte, decidieron llamarse de otra forma. Decidieron llamarse paz, amor , solidaridad, conocimiento, y ya nada los desviaría de ese camino. Nada podría.
Pequeño hombrecito, no salgas de tu espacio, porque el ser humano consciente ha vuelto para pisar la tierra con firmeza, mirando a los ojos del otro, con abrazos y contemplando las estrellas. Sabe que su camino, aún con sus contradicciones, es infinito y libertario (Sartre).