Seguiré escribiendo sobre los hombres y mujeres cuyas historias fueron consignadas por Desiderio Rampante en un extraño volumen antropológico (La utópica antropología de Desiderio Rampante). Todas estas criaturas se mueven fuera de los linderos de la normalidad y se han dejado llevar por el seductor llamado del sinsentido.
II
Al loco le llaman loco porque asciende todas las noches por el tubo que sostiene una farola callejera y llega hasta la cálida luz encapsulada que, al parecer, le brinda sosiego. Se queda ahí, agazapado, como si tuviera miedo de la oscuridad. Nadie, ni por morbo ni por curiosidad, se ha quedado del ocaso al alba para comprobar que el loco permanece durante ocho horas con la cara cerca de la incandescente tranquilidad de la farola, pero algunos vecinos lo han espiado desde la ventana, asomándose a intervalos regulares, durante algunas horas. Se han sorprendido al constatar que el loco no se mueve, que se duerme con los brazos y las piernas firmemente ceñidos al tubo de metal, del que no se resbala ni un ápice a pesar de roncar con sonora estridencia. Desiderio Rampante, el antropólogo lego que recorrió las calles del centro de Querétaro en busca de biografías excéntricas pertenecientes a vagabundos, marginales y alienados, persiguió durante ocho días al loco. Quiso exprimirle los recuerdos para hacer del jugo de su memoria una historia digerible, pero consiguió apenas unos balbuceos que concatenó con habilidad de narrador experto. Cuenta Desiderio en el libro que jamás publicó y que me entregó por mera casualidad en el Jardín Guerrero, que el loco era un hombre de ciencia entregado a dilucidar los misterios del brillo de las luciérnagas. Estaba obsesionado el entomólogo con la posibilidad de sustraer el secreto de la luminiscencia de aquellos cuerpecitos noctívagos que surcan la oscuridad de los bosques. Convertido en un Prometeo incidental, pretendía regalar a la humanidad la posibilidad de encender segmentos anatómicos a placer. Se imaginaba a los niños pequeños iluminando su habitación con un meñique brillante, pensaba en la extinción repentina de los monstruos de alcoba que les han arrebatado el sueño a muchos infantes. Soñaba con jóvenes que, bajo las sábanas, leían una novela iluminados únicamente por un puntito encendido que emitía destellos desde su frente. Y con mujeres que se aventuraban a atravesar callejones penumbrosos emitiendo con el cuerpo entero un resplandor capaz de cegar a cualquier maleante. Los colegas del loco lo repudiaron y acuñaron el sobrenombre con el que ahora trashuma por las calles. Un testimonio no del todo confiable que recogí de entre algunos borrachos que duermen a cielo abierto, garantiza que el loco brilla con luz propia y que consiguió vencer a sus detractores. Yo lo vi sólo una vez, en un andador, enconchado como una crisálida humana, a la espera de que la noche cediera y el día regresara como esa promesa intermitente que nos hace el mundo para mantenernos en pie. La consciencia de que siempre habrá un nuevo día sigue siendo el mantra que muchos nos repetimos para no ceder ante la tristeza. Quizás el loco nos ayude a atravesar las tinieblas y a ahorrar un poco de electricidad.
III
Ella se llama Punebunda Manríquez Carbajal. Camina, vestida siempre de negro, a horas en las que nadie deambula por las plazas que a ella le gusta visitar. Apenas se asoma el sol, la silueta enlutada aparece de improviso. Llega hasta la fuente desde la que los perros de piedra vomitan chorros profusos de agua. Canta. Según ella lo asevera, detenta una encomienda legada por sus antepasados. Debe gorjear frente al Marqués de la Villa del Villar para que este siga protegiendo a los habitantes de la ciudad a la que abasteció de agua y demás bondades. Punebunda compone todas las noches una nueva melodía que desgrana frente a la efigie del benefactor. Espera a que los barrenderos o los trasnochados que perdieron la consciencia después de una velada llena de excesos, se dispersen. No debe ser escuchada por nadie. Tiene un piano en la casona que le heredó su abuela, mujer de rancio abolengo que siempre se enorgulleció de formar parte de una extendida consanguineidad queretana. Cualquiera que pase frente a ese lugar a horas noctívagas escuchará los acordes de la nueva melodía que se fragua en su mente. O sus entrañas. Dice que alguien le dicta las notas, que no es ella quien las concibe. Dice que cada canción existe en Querétaro desde hace mucho y que ella la capta como una antena. Canta las melodías incidentales que se quedaron en el aire y le agrega las palabras de los enamorados que lloraron sin que nadie los oyera. Sonidos y palabras se quedan flotando en el aire y ella los atrapa con la red de su oreja alerta. Y los dedos se resbalan por las teclas para hacer audible ese clamor mudo al que todos somos indiferentes. Al Marqués le gusta recibir la ofrenda diaria en forma de cantinela. Quizás no son gotas de agua que se elevan desde la fuente hasta el borde de sus ojos quietos, tal vez son lágrimas gozosas. Cómo saberlo. Punebunda no sale de su casona después de las siete de la mañana. Se queda dentro, su ayudanta le lleva la comida, cocina para ella. Fue a esa anciana que la acompaña desde que ambas eran niñas a quien Desiderio Rampante le preguntó por qué la señora se viste siempre de negro. Porque el negro atrapa todos los colores y no los deja fugarse del ojo. No es color de luto, sino de regocijo, dijo ella. No podremos oír nunca las composiciones que, después de que Punebunda regresa de su breve concierto, cada mañana son incineradas. Las anota de noche para hacerlas arder al día siguiente. Ojalá que alguien encuentre la forma de espiarla furtivamente y aprenderse de memoria alguna de esas piezas.
IV
El melcochas puede ser hombre o puede ser mujer. Tiene el cabello muy corto, pero la blusa se le ciñe a la altura del pecho como si debajo se adivinara un cuerpo femenino. Te dice tu futuro si llevas puesta la prenda que él o ella soñó durante la noche. Una gorra de color brillante, un vestido holgado, una playera negra en la que no se exhiba ninguna marca distintiva. Sueña con la prenda y con el destino de las personas que durante el día usarán ese atuendo. En las revelaciones oníricas no aparecen los rostros de los elegidos, solamente su ropa. Si se te acerca este extraño andrógino y te detiene para decirte lo que sobrevendrá en días venideros, préstale atención y deja que decodifique frente a ti parte del acertijo de tu vida todavía no vivida. Desiderio Rampante logró interceptar a algunos protagonistas con los que soñó El Melcochas. Ellos certificaron la precisión de las predicciones. No quisieron entrar en detalles, pero, ya sea con lágrimas en los ojos o con sonrisas descaradas que delataron un suceso feliz, aseguraron que la intervención del agorero les fue de utilidad. Duerme frente a la Casa del Faldón, al pie de una banca, pero no sobre ella. Quién sabe de dónde le llegan las premoniciones, quién sabe si estas se adecuarán a todas las personas que lleven puesta la prenda con la que soñará esta noche, quién sabe por qué decidió dejar su casa, de la que le habló muy poco al antropólogo utopista. Lo que es seguro es que su existencia, como la de todos los locos de la ciudad, enriquece el mapa de las historias humanas que vale rescatar del silencio.