/ lunes 6 de mayo de 2019

Las Grayas en las letras, o el infame arte de nacer viejo en la lectura

Literatura y filosofía

Las Grayas o Greas (Γραῖαι Graĩai, ‘viejas’) son tres hermanas que nacieron viejas, tienen un solo ojo y un solo diente para todas. Pertenecen a la antigua mitología griega. Se llaman: Pe|m|fredo (alarma), Enio (horror) y Dino (temor terrible). Su existencia por demás fatal me permite asociarlas a la lectura-total. Ellas cumplen —o creen cumplir— las funciones (nunca solicitadas) de lectoras consumadas: todo lo saben, todo lo han leído, cualquier tema les es conocido, un solo libro les es suficiente para establecer un debate sobre tal o cual tema, saben el pasado, el presente y el futuro de las letras. Su más grande posesión es creer que existe una mirada (ingenua) que las ve. Se creen llenas de palabras, no importa que las repitan una y otra vez.

Tal vez si leyeran a Schopenhauer sabrían que quien lee mucho y no escribe, se queda sólo con lo que leyó (al menos con una pequeña parte). Es decir su ser se da a partir de un constante alimentarse, un estarse llenando de otro (como si siempre se fuera infante); sin llegar a producir alimento para los demás: reciben, pero no dan. De ahí que leer sea un riesgo: se puede caer | nacer | en el comportamiento de una Graya.

Leer, en este sentido, es territorializar de manera absoluta el texto. Hacerlo propio, desde la anulación sistemática del propio texto. Lo importante es no perder la idea previa que da sentido a la propia existencia como lector. Después de todo, quién puede asumirse como lector novel cuasi-eterno. En todo caso la práctica de la lectura no es sino una forma de crecer como lector. Pero no se puede ser para siempre lector en ciernes.

«Ser» y «no ser» se vuelven aporías existencialmente gramaticales, semánticamente escriturarias, apodícticamente etéreas. Sólo así se puede comprender su transmutación (de ambos) para seguir apareciendo en el texto como sujeto-lector. Lo que se lee no se queda en el texto. Se va con la mirada de quien se construye desde lo que lee, se va tejido entre silencios que van y vienen entre recuerdos no siempre reales. Por eso el texto es postexto, ya Derrida lo había advertido. La deconstrucción es síntoma de ser-Prometeo: llevar el fuego para avivar el fuego.

De lo anterior se colige: el que lee como Graya es una Graya. O bien: el que se queda en el texto, se lo comen las Grayas. Por su parte, los que ven desde lejos el texto, sin animarse a des-construirlo como parte de su propia voz, no son sino fantasmas que rondan las sombras de las viejas hermanas. Un solo ojo, un solo diente: para qué más, si el texto es territorio para morir al contacto de los ojos-lectores.

Leer sin ser Graya, en cambio, es posibilidad tenue de no ser roca, ni tierra, ni árbol que hace sombra en la tierra que sostiene la roca. Leer, así, es ser más de un ojo y más de un diente. Es ser Argos con cien ojos y monstruo quimérico de mil fauces. Esto permite comprender que el texto espera a ser devorado. Para qué hacerlo esperar más.

Hay que recorrer, sin embargo, sus líneas de letras en fila; tejer sus hilos de tinta, medir sus voces impresas. Leer implica una doble imbricación: ora la que se hace desde el ser-siendo ontológico lector, ora el que descubre la imposibilidad de escapar al texto existencial-de-ida-voz.


Ser no es, pues, ausencia de ser, sino relectura de la conciencia. Es quedarse en la dermis del texto. Lejos de las Grayas Pe|m|fredo, Enio, y Dino. Es estar ajeno a la alarma, al horror y al terrible temor de reconocer que el texto es una voz (puede serlo al menos) diferente a la nuestra. Es permitir el avance de las letras en nuestros pensamientos, para doblegar nuestra voz, para levantar, como quiasmo, nuestra propia identidad-lectora. Cuando leo, soy; soy, cuando leo. Vamos, implica escapar a las tres formas grayeanas de ser, construyéndose desde lecturas interrumpidas a tintas, con todos los riesgos posibles, incluso el de dejar de ser el mismo que empezó la lectura.

No ser Graya es ser; en otras palabras: es ser tinta de fuego y fuego de voz. Asumiéndose como lector-débil; es decir, como ávido de voz ajena para reconocer la propia voz. Para qué más Dios mío, si el texto nos es cielo suficiente para volar o resucitar en la palabra-lector. Para qué las Grayas si su figura es oposición constante al ser-siendo que se es cuando se lee, y más cuando se escribe después de haber leído.

Si la lectura nos es consustancial a nuestro ser de no-ser y a nuestro no-ser lleno de ser-siendo, entonces cada palabra se convierte en la posibilidad de destejer cualquier hilo apodíctico que hayan cortado las Grayas. No hay escapatoria ontológica después de leer. Quien lee se asume como un ser-siendo-lector. Eso es irremediable. Sin embargo, no hay que olvidar que aún existen Grayas-lectoras que leen para reafirmar su propia identidad. Sujetos de voz absoluta que convierten cada palabra que tocan, al estilo del rey Midas, en una piedra. Y, ay, si tan siquiera les sirvieran (estas piedras) para re|construir su propia casa; pero no, las piedras no les son útiles, tal vez porque las Grayas son también piedras. Piedras para decodificar letras sin leer: leer sin leer; vamos, son piedras aislada de otras piedras, palabras alejadas de otras palabras. Así, ¿cómo se puede leer o escribir? Sería cualquier cosa, menos el tejido ontológico de Penélope. Su tejer y su destejer tenía un sentido existencial, las Grayas, en cambio, no leen para ellas. Su lectura no es más que una reafirmación de su propia voz anterior.

Las Grayas o Greas (Γραῖαι Graĩai, ‘viejas’) son tres hermanas que nacieron viejas, tienen un solo ojo y un solo diente para todas. Pertenecen a la antigua mitología griega. Se llaman: Pe|m|fredo (alarma), Enio (horror) y Dino (temor terrible). Su existencia por demás fatal me permite asociarlas a la lectura-total. Ellas cumplen —o creen cumplir— las funciones (nunca solicitadas) de lectoras consumadas: todo lo saben, todo lo han leído, cualquier tema les es conocido, un solo libro les es suficiente para establecer un debate sobre tal o cual tema, saben el pasado, el presente y el futuro de las letras. Su más grande posesión es creer que existe una mirada (ingenua) que las ve. Se creen llenas de palabras, no importa que las repitan una y otra vez.

Tal vez si leyeran a Schopenhauer sabrían que quien lee mucho y no escribe, se queda sólo con lo que leyó (al menos con una pequeña parte). Es decir su ser se da a partir de un constante alimentarse, un estarse llenando de otro (como si siempre se fuera infante); sin llegar a producir alimento para los demás: reciben, pero no dan. De ahí que leer sea un riesgo: se puede caer | nacer | en el comportamiento de una Graya.

Leer, en este sentido, es territorializar de manera absoluta el texto. Hacerlo propio, desde la anulación sistemática del propio texto. Lo importante es no perder la idea previa que da sentido a la propia existencia como lector. Después de todo, quién puede asumirse como lector novel cuasi-eterno. En todo caso la práctica de la lectura no es sino una forma de crecer como lector. Pero no se puede ser para siempre lector en ciernes.

«Ser» y «no ser» se vuelven aporías existencialmente gramaticales, semánticamente escriturarias, apodícticamente etéreas. Sólo así se puede comprender su transmutación (de ambos) para seguir apareciendo en el texto como sujeto-lector. Lo que se lee no se queda en el texto. Se va con la mirada de quien se construye desde lo que lee, se va tejido entre silencios que van y vienen entre recuerdos no siempre reales. Por eso el texto es postexto, ya Derrida lo había advertido. La deconstrucción es síntoma de ser-Prometeo: llevar el fuego para avivar el fuego.

De lo anterior se colige: el que lee como Graya es una Graya. O bien: el que se queda en el texto, se lo comen las Grayas. Por su parte, los que ven desde lejos el texto, sin animarse a des-construirlo como parte de su propia voz, no son sino fantasmas que rondan las sombras de las viejas hermanas. Un solo ojo, un solo diente: para qué más, si el texto es territorio para morir al contacto de los ojos-lectores.

Leer sin ser Graya, en cambio, es posibilidad tenue de no ser roca, ni tierra, ni árbol que hace sombra en la tierra que sostiene la roca. Leer, así, es ser más de un ojo y más de un diente. Es ser Argos con cien ojos y monstruo quimérico de mil fauces. Esto permite comprender que el texto espera a ser devorado. Para qué hacerlo esperar más.

Hay que recorrer, sin embargo, sus líneas de letras en fila; tejer sus hilos de tinta, medir sus voces impresas. Leer implica una doble imbricación: ora la que se hace desde el ser-siendo ontológico lector, ora el que descubre la imposibilidad de escapar al texto existencial-de-ida-voz.


Ser no es, pues, ausencia de ser, sino relectura de la conciencia. Es quedarse en la dermis del texto. Lejos de las Grayas Pe|m|fredo, Enio, y Dino. Es estar ajeno a la alarma, al horror y al terrible temor de reconocer que el texto es una voz (puede serlo al menos) diferente a la nuestra. Es permitir el avance de las letras en nuestros pensamientos, para doblegar nuestra voz, para levantar, como quiasmo, nuestra propia identidad-lectora. Cuando leo, soy; soy, cuando leo. Vamos, implica escapar a las tres formas grayeanas de ser, construyéndose desde lecturas interrumpidas a tintas, con todos los riesgos posibles, incluso el de dejar de ser el mismo que empezó la lectura.

No ser Graya es ser; en otras palabras: es ser tinta de fuego y fuego de voz. Asumiéndose como lector-débil; es decir, como ávido de voz ajena para reconocer la propia voz. Para qué más Dios mío, si el texto nos es cielo suficiente para volar o resucitar en la palabra-lector. Para qué las Grayas si su figura es oposición constante al ser-siendo que se es cuando se lee, y más cuando se escribe después de haber leído.

Si la lectura nos es consustancial a nuestro ser de no-ser y a nuestro no-ser lleno de ser-siendo, entonces cada palabra se convierte en la posibilidad de destejer cualquier hilo apodíctico que hayan cortado las Grayas. No hay escapatoria ontológica después de leer. Quien lee se asume como un ser-siendo-lector. Eso es irremediable. Sin embargo, no hay que olvidar que aún existen Grayas-lectoras que leen para reafirmar su propia identidad. Sujetos de voz absoluta que convierten cada palabra que tocan, al estilo del rey Midas, en una piedra. Y, ay, si tan siquiera les sirvieran (estas piedras) para re|construir su propia casa; pero no, las piedras no les son útiles, tal vez porque las Grayas son también piedras. Piedras para decodificar letras sin leer: leer sin leer; vamos, son piedras aislada de otras piedras, palabras alejadas de otras palabras. Así, ¿cómo se puede leer o escribir? Sería cualquier cosa, menos el tejido ontológico de Penélope. Su tejer y su destejer tenía un sentido existencial, las Grayas, en cambio, no leen para ellas. Su lectura no es más que una reafirmación de su propia voz anterior.

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