/ jueves 20 de diciembre de 2018

Las pastorelas

Domingo siete

Hace pocos días entré a una librería solamente para ver qué había. Me llamó la atención el título de un libro: “Una Historia de la Alegría”, título similar a otro que hace algunos años también me dejó perplejo: “Historia de la Felicidad”, libro que me deparó gratas horas de lectura que, ahora, determinaron la compra, la feliz compra porque el contenido del libro resultó muy interesante.

No sabía nada de la autora: Barbara Ehrenreich, pero gracias a esas coincidencias que solamente lo son en apariencia, una semana más tarde leí en la revista Letras Libres una reseña sobre otro libro de la autora: “Causas Naturales. Como nos Matamos por Vivir más”, que en el título dice lo que el reseñista celebra: los absurdos intentos por vencer a la muerte y ganar unos centímetros de falsa inmortalidad a costa del propio peculio.

Gracias a la reseña me enteré que la señora Ehrenreich es doctora en biología y periodista estadounidense, que es autora de libros que se venden muy bien, que ganó un premio con uno que escribió sobre la vida de las mujeres que subsisten con bajísimos salarios, y que para hacerlo ella misma trabajó de camarera, sirvienta y auxiliar de enfermería. De hecho, la solapa de “Una Historia de la Alegría” la señala como escritora frecuentemente inscrita en las listas del New York Times, en donde también es columnista, así como lo es en la revista Time.

El caso es que el libro motivo de esta colaboración resultó ser una historia de la alegría vista desde los ojos de Dioniso (la traducción de Paidós estampa Dionisio, pero creo que así lo escribían los romanos, no los griegos), el dios de la búsqueda y encuentro del caos original, y el correspondiente desorden irracional que tanto echa de menos Nietzsche achacando el ninguneo a Sócrates, a partir de quien parece que empezaron a mutilarse las bienaventuranzas de la sana locura, que es el transporte que emplea la alegría.

Todo esto tiene que ver con el carnaval y las “fiestas de locos” que, ya en términos teatrales, son el circo y la Comedia dell’ arte. Esta última experiencia, teatral e histórica, es madre lejana del Género Chico, que no es más que nuestro Teatro de Carpa del siglo XX, teatro en el que Mario Moreno creó su Cantinflas, primo hermano del Charlot de Chaplin. Cantinflas con los pantalones demasiado cortos, Chaplin con sus zapatos demasiado grandes: los dos como los payasos con sus trajes demasiado holgados, sus zapatones recogidos Dios sabrá donde y su nariz rojiza por la borrachera; es decir, personajes construidos con las garras de los abandonados que sobreviven en la calle.

Las fiestas dionisíacas y las de locos dejaban aflorar el subconsciente colectivo para subvertir los valores sociales, de tal manera que resultaba saludable burlarse del rey y de los señores feudales, trocar los roles masculino y femenino, y hacer befa de las jerarquías eclesiásticas y los ritos. En el caso de los asuntos eclesiásticos las costumbres permitían al clero bajo burlarse de los sacramentos y de la parafernalia religiosa; más todavía, permitían celebrar las fiestas dentro de las iglesias, costumbre que en los tiempos de Sor Juana Inés de la Cruz también se practicaba en las iglesias de México.

Las fiestas dionisíacas y las de locos vienen desde un tiempo muy lejano, tiempo del cual sabemos por los mimos griegos y latinos que devinieron juglares y saltimbanquis en la Edad Media. Señala Barbara Ehrenreich que los poderosos siempre vieron con ojeriza tales desmanes porque en algún momento podían degenerar en subversión política, de tal manera que siempre tuvieron la tentación de suprimirlos, logrando, ya en vísperas de la época moderna, sacarlos de las iglesias (como sucede con los concheros que bailan en las calles) y limitarlos, en muchos casos, a los días del carnaval, claramente señalados en el calendario.

Bueno, pues, las pastorelas son un eslabón de las fiestas de locos, son una celebración profana en la cual el Diablo resulta gracioso, carácter que de todas maneras subvierte lo que la doctrina afirma del chamuco, cosa que también sucede con los padres del Niño Dios, a pesar de que se los revista de ternura. En pocas palabras, las pastorelas son el último eslabón de una cadena cuyo origen se pierde en los milenios que fueron vísperas de lo que llamamos civilización, este detalle las hace venerables porque en los zurrones de los pastores se transporta la historia, y son más venerables aún porque pertenecen a un subgénero teatral que no existe en ningún otro país.

Hace pocos días entré a una librería solamente para ver qué había. Me llamó la atención el título de un libro: “Una Historia de la Alegría”, título similar a otro que hace algunos años también me dejó perplejo: “Historia de la Felicidad”, libro que me deparó gratas horas de lectura que, ahora, determinaron la compra, la feliz compra porque el contenido del libro resultó muy interesante.

No sabía nada de la autora: Barbara Ehrenreich, pero gracias a esas coincidencias que solamente lo son en apariencia, una semana más tarde leí en la revista Letras Libres una reseña sobre otro libro de la autora: “Causas Naturales. Como nos Matamos por Vivir más”, que en el título dice lo que el reseñista celebra: los absurdos intentos por vencer a la muerte y ganar unos centímetros de falsa inmortalidad a costa del propio peculio.

Gracias a la reseña me enteré que la señora Ehrenreich es doctora en biología y periodista estadounidense, que es autora de libros que se venden muy bien, que ganó un premio con uno que escribió sobre la vida de las mujeres que subsisten con bajísimos salarios, y que para hacerlo ella misma trabajó de camarera, sirvienta y auxiliar de enfermería. De hecho, la solapa de “Una Historia de la Alegría” la señala como escritora frecuentemente inscrita en las listas del New York Times, en donde también es columnista, así como lo es en la revista Time.

El caso es que el libro motivo de esta colaboración resultó ser una historia de la alegría vista desde los ojos de Dioniso (la traducción de Paidós estampa Dionisio, pero creo que así lo escribían los romanos, no los griegos), el dios de la búsqueda y encuentro del caos original, y el correspondiente desorden irracional que tanto echa de menos Nietzsche achacando el ninguneo a Sócrates, a partir de quien parece que empezaron a mutilarse las bienaventuranzas de la sana locura, que es el transporte que emplea la alegría.

Todo esto tiene que ver con el carnaval y las “fiestas de locos” que, ya en términos teatrales, son el circo y la Comedia dell’ arte. Esta última experiencia, teatral e histórica, es madre lejana del Género Chico, que no es más que nuestro Teatro de Carpa del siglo XX, teatro en el que Mario Moreno creó su Cantinflas, primo hermano del Charlot de Chaplin. Cantinflas con los pantalones demasiado cortos, Chaplin con sus zapatos demasiado grandes: los dos como los payasos con sus trajes demasiado holgados, sus zapatones recogidos Dios sabrá donde y su nariz rojiza por la borrachera; es decir, personajes construidos con las garras de los abandonados que sobreviven en la calle.

Las fiestas dionisíacas y las de locos dejaban aflorar el subconsciente colectivo para subvertir los valores sociales, de tal manera que resultaba saludable burlarse del rey y de los señores feudales, trocar los roles masculino y femenino, y hacer befa de las jerarquías eclesiásticas y los ritos. En el caso de los asuntos eclesiásticos las costumbres permitían al clero bajo burlarse de los sacramentos y de la parafernalia religiosa; más todavía, permitían celebrar las fiestas dentro de las iglesias, costumbre que en los tiempos de Sor Juana Inés de la Cruz también se practicaba en las iglesias de México.

Las fiestas dionisíacas y las de locos vienen desde un tiempo muy lejano, tiempo del cual sabemos por los mimos griegos y latinos que devinieron juglares y saltimbanquis en la Edad Media. Señala Barbara Ehrenreich que los poderosos siempre vieron con ojeriza tales desmanes porque en algún momento podían degenerar en subversión política, de tal manera que siempre tuvieron la tentación de suprimirlos, logrando, ya en vísperas de la época moderna, sacarlos de las iglesias (como sucede con los concheros que bailan en las calles) y limitarlos, en muchos casos, a los días del carnaval, claramente señalados en el calendario.

Bueno, pues, las pastorelas son un eslabón de las fiestas de locos, son una celebración profana en la cual el Diablo resulta gracioso, carácter que de todas maneras subvierte lo que la doctrina afirma del chamuco, cosa que también sucede con los padres del Niño Dios, a pesar de que se los revista de ternura. En pocas palabras, las pastorelas son el último eslabón de una cadena cuyo origen se pierde en los milenios que fueron vísperas de lo que llamamos civilización, este detalle las hace venerables porque en los zurrones de los pastores se transporta la historia, y son más venerables aún porque pertenecen a un subgénero teatral que no existe en ningún otro país.

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