Lechuza blanca / Nieve para la imaginación

José Martín Hurtado Galves

  · lunes 16 de abril de 2018

La lechuza da vuelta a su cabeza. Mira la realidad desde diferentes ángulos y —como consecuencia— ésta se multiplica en apariencias intermitentes. Voces escriturísticas para una mirada que burila su ser-siendo desde una constante aprehensión dialógica del texto.

El ave planea sobre el texto. Hermeneusis de alas silenciosas que explota al hacer implosión en sí, volumen que superpone el punto leído desde límites equidistantes de la letra-[realidad]-mediatriz. Cualquier distancia es proporcionalmente bidireccional a la intención (enunciada o no) del lector que se rebasa a sí mismo cuando se lee al leer la página escrita.

Leer es una forma [incierta] de «ser» desde la escritura.

Es importante tener en cuenta que el texto es |casi| como las construcciones tainas (o tenadas) de las montañas en España (donde se guarda el ganado): refugio de almas rumiantes que se guarecen para no perecer a causa de algún predador. Después de todo, leer es un proceso de construcción ontológica que requiere de silencios sedentarios seguros. Así, la página (casi siempre peregrina) muta su aprehensión en letras-voces-intermitentes que, como vidrios de colores, multiplican el silencio en seres fantásticos para la imaginación. Diálisis que vuelve metanoia la voz leída.

Lo anterior demuestra que el ʻfinʼ no es necesariamente el conocimiento o la reafirmación de tal o cual tesis (la antítesis también es posible): la lectura puede ser un fin-en-sí-misma (realidad literaria al fin). Esto lo sabe la lechuza-lectora, a partir de que sus ojos inundan el papel en el que se posa para advertir (y revertir) la realidad en la que se haya. |Circunscripción in situ|. A esto hay que subrayar el hecho de que este «ver» puede ser panóptico, incluso cuando se está inmerso en la oscuridad.

En todo caso la vista no deja de ser vista, incluso cuando es nocturna; no importa que el sol —como explicación— esté en el cenit de la racionalidad occidental. De ahí que haya constantes ditirambos y palimpsestos deambulando por la página, no necesariamente poética; voces no-claras, alas de ave rapaz que no dejan de acechar. Por eso es ingenuo no aceptar que leer sea rapacidad in crescendo. Cómo ignorar o soslayar que cada letra se inserta en la piel de la mirada-lectora: como lo hace cualquier predador en textos infinitos (no claros ni distintos).

Pero leer con ojos de lechuza implica —también— remontar la idea hasta las nubes de hierro fatuo (nubes que podrían ser incluidas en el Infierno que imaginó Dante). Después de todo la realidad no es sólo lo que «es», sino también —y no en menor medida— lo que «está siendo» (o lo que «podría ser»). Esto explica que leer sea un acto mentalmente infinito (todo infinito es mental). Posibilidad extrema de aparecer y desaparecer constantemente del abecedario escrito en forma de diálogo.

Por eso la lechuza blanca es nieve para la imaginación: porque sus plumas se funden y confunden con el entorno de los márgenes de la página, igual que las letras cuando se leen desde una realidad subyacente (grama es grana), como la prístina (original y originaria) idea del escritor. Vuelta de nuevo a la hermenéutica decimonónica que clama por una voz ajena.

Debo decir que la nieve es propicia para imaginar, la ausencia de una línea certera hace que la mirada busque su propio cauce para transcurrir por ideas-que-claman-ideas. Sentido escriturístico que detona al lector en vela (ve la vela que mueve el viento de la lectura mientras dura). Esto hace que los objetivos se conecten y superpongan en planos y perspectivas aéreas. Materia[lidad] que se lee. Posibilidad abierta que hace mutar al texto en una idea personalísima de lo que se lee.

Leer desde las alturas, desde el horizonte sin raíz que crea la lechuza de las nieves, es planear el ataque. Viendo con antelación a la presa que corre por las líneas y los márgenes de la página (enunciados que se amontonan en frases no siempre claras). Saberse —casi como fatalidad— ave de rapiña para comprender el gusto que se desarrolla por los animales indefensos del papel escrito.

La lechuza es —sin embargo— un ave que precisa del silencio cuando lee: nada mejor para atrapar a sus presas. Lo único que alza la voz es su voluntad de cazadora. Y es que entre la lechuza y el silencio hay una complicidad fina, sin enunciar, casi imperceptible. De hecho es precisamente esa relación la que hace que al leer —como lechuza blanca— los textos caigan exiguos ante las garras de la rapaz.

Nada queda entonces por hacer. La lectura se ha consumado: ha iniciado su viaje hacia la escrituración interna del lector. El texto no se ha movido… y sin embargo se mueve. Cada palabra ha iniciado su propio viaje. La lechuza también lo ha hecho. Nada queda en el papel escrito. Ni siquiera el autor.

La nieve ya está cayendo. La temperatura empieza a bajar. El frío abre sus ojos para tragarse con la mirada a la lechuza-lectora que ya ha sumergido —cansada— la cabeza entre su cuerpo.

Leer es una forma [incierta] de «ser» desde la escritura / Pero no toda escritura es ciertamente una cosa que sea realidad absoluta, inmutable y apodíctica: el no-ser es consustancial a la idea de existir en la página escrita. Así, «lechuza blanca» no es sino nieve para la imaginación… y toda imaginación está abierta a la palabra.