Lectura como carroña / Buitre de cabeza calva

Por José Martín Hurtado Galves

  · lunes 5 de marzo de 2018

En la lectura nada se desperdicia. Hasta los huesos y materia putrefacta sirven de alimento a los animales carroñeros. Todo nutre (piel | sangre | tuétano); en especial las palabras-venas que engullen los fantasmas-lectores —como yo—. Por eso soy buitre de cabeza calva: porque no ceso de alimentarme de los restos escriturarios que encuentro a mi paso. Leer, necesidad en vilo que se resiste a morir.

Alimentarse de palabras (sobre todo escritas) es un acto de supervivencia intelectual. Nada queda al margen, ni siquiera la muerte. Las ideas se dan continuamente, desde su doble posibilidad: vivir y morir. El cadáver (letra que yace en el olvido) recupera su vitalidad en los lectores que lo devoran. La tinta, por ser sangre, es vital.

Todo es alimento: lo necesario nunca está de más; lo innecesario —por el contrario— alimenta instantes anodinos. Se es, en ese sentido, desde el cadáver (palabras muertas) que nos alimenta, casi como un acto de misericordia-de-voz-silente.

Ser desde la lectura implica la muerte de algunas ideas. Cuando se lee no se puede seguir siendo el mismo (en realidad nunca se es el mismo de manera absoluta, desde un sentido inamovible). En todo caso el alimento escriturístico termina por adueñarse de nuestro pensamiento; de hecho se convierte en un ser en construcción ontos-yecto-de-voz: materia gris que vuela con alas de papel escrito.

Pero el tiempo pasa, los carroñeros llegan hasta el cadáver. No importa quién mató a la presa. Tampoco hace falta ser invitado al festín (disipación | intemperancia). Ante la muerte todo se vuelve nada. No es la muerte la única llena de nihilismo (nihil); también quienes la rodean son (somos) una proyección de no-ser.

Y los buitres de cabeza calva —¡ay esos buitres!—, somos especialmente afectos a la muerte de la que nos alimentamos. Somos carroña-come-carroña. Escrito (γράμμα-gramma) que se vuelve habla (λέγειν-légein). Habla que reacomoda las circunstancias que podemos ser al ser-lectores.

Ser…ser…ser-siendo: somos el miedo y el terror que mostraron los animales mientras eran devorados vivos. Somos la sangre que salió de sus entrañas, las vísceras que se llevaron los chacales y los huesos que recogió el quebrantahuesos. Somos —en suma— la muerte que ronda como viento sobre las cabezas calvas de los otros buitres.

Cuando leemos, como aves de rapiña, esperamos pacientemente a que la presa deje de mirarnos; entonces somos nosotros quienes miramos a la presa (mirar es una forma de aprehensión rapaz), y lo hacemos con ojos desorbitados, iguales a los que acabamos de arrancar de los cuerpos yertos, en danzas frenéticas —casi votivas— con las que descubrimos nuestras verdaderas intenciones. El cadáver es, en ese sentido, un cuerpo para ser sepultado en nuestro propio cuerpo; en él madurará (morir es una forma de madurar) hasta tomar posesión total del nuestro.

Por eso la realidad obnubilada, porque tenemos que acostumbrarnos a la mirada del otro que nos habita como cadáver. La mirada del escritor es mirada del texto: sustancia que subyace en nuestra intencionalidad no enunciada.

Todo es posible entre los carroñeros, incluso ser-lector y no-serlo. Así leer es un acto de-vital-continuo, infausta posibilidad de construcción ontológica en ciernes. Cada quien se construye desde terminales insepultas, desde retóricas de papel amarillo, desde espacios de voz silente que claman en papel-sonoro los últimos restos del cadáver-texto.

Llaga que como impronta deja un rastro gris en el recuerdo —alguna vez claro— de lo que se leyó. Camino infausto de certezas cartesianas, demolición de verdades anteriores al acto de leer. En fin, cualquier razonamiento apodíctico —como en este caso— está de más. La sensualidad de las letras no coincide con razonamientos absolutos.

Las letras se acomodan entre las líneas y los márgenes de la hoja, formando espacios como tumbas abiertas; extendiendo su cuerpo sobre el campo yermo del papel escrito, a la espera de que el lector devore sus entrañas.

La espera es larga. Cuando los cadáveres se llenan de resignación, los lectores rondan victoriosos sobre los cuerpos. Se trata de una sensación de angustia no declarada. El final no es la conclusión. En todo caso cada instante es un final que termina por deshacer el cadáver en fragmentos de tinta alada.

Por eso la muerte de la palabra en cada acto lector, porque leer no es sino una forma de deshacerse de un hambre interminable. Hambre de letras, de sonidos en silencio, de silencios no consumados, de ser desde la palabra que nos anida en los ojos. Leer hace oquedad en cualquier sustancia ontológica-lectora. Oquedad que resume fragmentos de raciocinio fugaz. En todo caso, qué se puede esperar de lectores —como yo— que se alimentan de papeles infinitos, o al menos cuasi-eternos.

Si después de leer la muerte aún nos ronda, es síntoma de que nos hemos convertido en papel escrito para ser leído; en una realidad escrituraria que también puede ser devorada por algún buitre de cabeza calva.

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