La realidad se subsume cuando aparece la sombra del Golem. De hecho, su sombra es suficiente para advertir una nueva lectura: relectura = caos = génesis. Fragmentos de verdades apodícticas. Túmulos que hace irrupción ontológica en cresta de gallo socrático. Vamos, ni siquiera su enorme mole hace falta para impactar en la mirada del lector: su sombra es suficiente. La idea es más fuerte que la realidad que alude.
El viejo Scholem ya lo había advertido: el Golem podría cambiar la realidad de un pueblo oprimido o —incluso— de un lector que ha muerto: cuando no lee sus propias palabras, cuando se limita a repetir lo que ha dicho el autor: autómata con movimiento ajeno. Ser para el no ser por decisión endémica.
A diferencia de este autómata está el Golem. Un ser que aunque fue creado, no se comporta como títere-de-ideas. La sustancia de la que está hecho le permite tomar una posición personal respecto a las palabras que lee (incluso el silencio surge de la palabra silencio, es decir del reconocimiento de su presencia a través de su enunciación). Y es que su barro (el barro con el que fue creado el Golem) proviene de Ugarit, la tierra donde nació la escritura. Los hebreos lo sabían. De ahí su insistencia en que fuera creado: un ser capaz de obrar (leer) por sí mismo | ser desde el hacer |. El riesgo —en todo caso— es que dejara de reconocer a su creador. Si así fuera, habría que considerar que de la vida a la muerte sólo hay un paso: el aleph.
De lo anterior se colige la necesidad de su presencia como relectura, siempre y cuando ésta (la relectura) no se aleje de su creador. Que el Golem se vea a sí mismo como un sujeto libre, consciente de que su libertad no le es consustancial, sólo esencial. Y es que toda libertad se construye in situ, a través de los demás. Sólo en sociedad se puede ser libre: libre no sólo de algo, sino para algo. Lo mismo sucede con la escritura: merece ser leída dos veces. Así nace la sociedad: escritor, lector y re-lector (todas las veces que éste aparezca: 1 + 1 + ʻnʼ). Cada re-lectura corresponde al cuerpo y la sombra del Golem; aunque su orden no sea necesariamente unidireccional, cada uno (el cuerpo y la sombra) anticipa y superpone al otro que le da sentido (al reconocerlo como complemento).
A partir de lo anterior una cosa es segura: ser lector-Golem es principio ontológico para la reinterpretación no sólo del texto, sino del mismo lector. Quien lee desde el barro de Ugarit sabe que el aleph no es sólo una letra, sino la posibilidad de una lectura infinita que es —a la vez—, un final dinámico en el que convergen todos los finales (posibles o imposibles). ¿Qué lectura, en este sentido, puede quedar al margen de la reinterpretación?
Si el texto es flor del pretexto, y el tallo lo es del pos-texto, entonces todo contexto es proporcionalmente cierto a la realidad que se pueda incrustar en alguno de sus vértices re-interpretados (re-leídos). El Golem no es sino la posibilidad de avanzar con pasos de gigante protector. Sin embargo, todo paso (lectura) presupone un riesgo. En el caso de la relectura está la posibilidad de que el texto mute a tal grado que corra el riesgo de dejar de ser el mismo texto; porque entonces puede devenir el caos. La oscuridad regresaría a su estado primigenio. La luz de las palabras dejaría de iluminar la mirada exterior e interior del lector.
Sin embargo, hay que tomar en cuenta que el lector es responsable de su lectura y relectura sólo en la medida en que es consciente de que su acto es, al mismo tiempo, creador y creatura. Si la realidad se mantiene, es que el texto es más fuerte que el lector; si sucede lo contrario (se modifica la realidad del texto), es que ha habido una verdadera re-creación lectora. En otras palabras: que el texto puede seguir siendo texto o pos-texto de su propia textualidad. Aunque eso no signifique que la sustancia de su ser se disuelva en cada lectura. Lo que sucedería, en todo caso, es que el lector habría asumido su posición de Golem, es decir, de mole-ugarítico: ser de voz-originaria.
Leer —entonces— es una posibilidad más de ser el texto que se recrea desde la voz particular de cada lector. Comprender esto obliga a que el texto no interrumpa su constante conversión hacia sí mismo; porque ¿no es ir hacia sí mismo lo que provoca la lectura? Lo que habría que precisar es —en todo caso— qué es ser sin conversión.
Un ser que no muta es una cosa. Algo que no es para nadie. El objeto es diferente, es objeto de un sujeto (al menos desde la fenomenología). Si lo que aparece ante nuestros ojos no lo reconocemos, entonces es una cosa. En cambio, si lo que vemos nos es significativo, conocido, entonces es un objeto. En este caso puede decirse que los textos se comprenden desde estas tres posibilidades: 1) es una cosa para quien no lo reconoce como texto, si acaso sólo la suma de frases que componen páginas ajenas; 2) es un objeto para el lector que repite lo que leyó, conformándose con lo que dijo el lector; 3) es un ente vivo, un Golem creado con el barro de Ugarit, cuando logra sacarlo de su propia ensimismamiento, es decir, cuando el que habla es el ser-lector después de que ha abrevado del texto.
Lo anterior permite comprender que no hay texto desde un sentido unívoco. Así, aunque el término sea el mismo: «texto», la realidad es que no hay una sola realidad cuando los lectores se multiplican. Cada texto es parte del proceso lector de quien lee. Por su parte, el lector no es sino un Golem que descubre una realidad escriturística-ontológica.