Veo el texto, pero no lo veo como ser. Mi mirada está en él, es cierto, pero no logro verlo. Las palabras son inútiles cuando las imágenes de la realidad son borrosas. Si fueran claras, no habría problema. Su identidad estaría segura. Nadie las cuestionaría, todo se reduciría al acto de leer lo que dicen: esto es así / esto no es así || aquí dice esto / aquí no dice esto. Sin embargo, cuando la bruma hace cuerpo en el texto…, es decir, cuando las palabras pueden ser cualquier cosa, no hay posibilidad de una realidad absoluta, al menos una que permita echar redes a la existencia. Y es que la imaginación no es ingenua, sabe en dónde pisar más fuerte. Por eso la disyuntiva, la duda, el requiebro, el ser en fuga.
Esta página es de viejo cuño, su tinta recuerda la euforia original por el ser. Sin embargo, esa euforia hoy parece más bien eco de gris o sepia para el tendedero del discurso. El color es, en este sentido, una forma de aparecer en más de una realidad discursiva: prolegómenos existenciales que secan bajo el sol de verano, o entre el viento inconstante de otoño cuando se lee el ser.
En fin, tener e imaginar, o mejor aún: imaginar que se tiene para imaginar que se tiene una palabra y un silencio, sólo son ditirambos con los que juega el cuerpo del texto. Raíz aérea para aprender a volar como palabra.
En todo caso, ser es leer cuando la imaginación hace creer que se tiene voz salida del texto; como las alas de los tordos de Querétaro, cuando han terminado de posarse sobre las ramas de los árboles, y entonces —poco a poco— las sombras de la noche confunden ramas y alas. A partir de esta metamorfosis puede decirse que la posibilidad de leer se subsume en un quiasmo que torna en oxímoron existencial. Pero esto no es el final. La lectura es un presente que hace nido como pasado. Por eso el recuerdo, la imaginación, los tordos antes de que se posen en las ramas, la contradicción ancilar antes de que aparezca la repetición… o la imaginación.
Sé que la nada es algo que se tiene como evocación, al menos como vocación. Su sola pronunciación es trigo para la espiga, viento que corta la hoja al anochecer en el campo; es decir, lucha entre la idea de «ser» y «no ser». Así, el texto se delinea como vocación de hastío que evoca umbrales para hacer raíz en la soledad.
Porque cuando se está frente al texto se está solo, terriblemente solo | desfragmentación del ser |. Qué más podría ser si no una coma o un punto: detención, alto, sutura, impulso. Las alas del texto son tentación inconstante, puntos suspensivos, motivos para dudar o creer en el ser-siendo que se vuelve papel.
Imaginación [s]in situ: entre la hoja y la mirada, la redención como hipóstasis-lectora. Doble naturaleza que es viento o sol o mar o nada: nada entre el mar de las hojas que hacen sol con el viento que desdibuja el ser. Así, la realidad que se lee es cualquier cosa, sobre todo cuando su fruto muta en raíz aérea de imaginación hecha tinta para leer.
Esto descubre nuevas letras en sepia, es decir, páginas de recuerdos vivos; lo que muestra que su cerviz es de doble filo, como las cuerdas con las que se atan las voces de insatisfacción después de leer textos luidos. De ahí las sensaciones trémulas al final de la lectura, motivos para recordar, o peor aún: puertas para huir del desierto y sus habitaciones.
Un día pensé en el vacío que produce el recuerdo fallido, cuando las palabras son sólo imágenes que deambulan insatisfechas (fantasmas de tinta y vaho). Este pensamiento, sin embargo, no enraíza del todo, tampoco florece o da frutos; sólo queda ahí, en medio de la nada, como las sombras de la tarde que se confunden con las de la noche.
El día pasó, o pasé yo —da igual—, el caso es que no hubo caso, ni día, ni yo, nada. Por eso fue un día cualquiera, como yo.
Y es que a veces nos aferramos a la verdad de la página, a la página de las verdades, a la suma total del vacío como proporcionalidad a la necesidad de ser. Como si la escritura fuera realidad absoluta de la que nos alimentamos para ser verdad. Pero, al leer, la realidad se difumina en múltiples alas, fragmentos para soñar.
Sin embargo, el tiempo cura hasta lo que no estaba enfermo. O enfermiza a cualquier entidad sana. Es por eso que las páginas en gris, o sepia, producen una metamorfosis particular: al leerlas el recuerdo extiende sus alas y remonta el vuelo para convertirse, en pocos instantes, en una nada que reclama su lugar en la palabra ser.
Ay, si al menos la imaginación tuviera la decencia de no desvestirse frente a nuestros ojos vírgenes de ser; pero no, la sensualidad, que le es natural, la lleva a desprenderse de lo que se ve, de lo que se dice, de lo que se cree.
Entonces, la realidad deambula: avanza de tiento en tiento, de susurro en requiebro, de requiebro en huida, de huida en inconstancia de ser.
Todo esto se logra cuando se leen letras en sepia para el recuerdo, es decir, como alimento de un pasado que no deja de florecer. Los silencios, en todo caso, apenas si endurecen las cicatrices por las que caminamos a través de los años (años de lectura). Por eso leer es ser como tiempo y fuga, o más aún: sólo como fuga, para no quedarse en el tiempo en el que se decodifican las grafías de tinta seca, y se tienden en tardes de oquedad.