Cuando se lee se camina, es decir, se realizan dos acciones a la vez; o mejor, tres: también se vive desde ese caminar y ese leer. Dicho de otra manera: leer es un acto que conlleva una serie de actos intrínsecos y extrínsecos a la vez que detonan la idea de un ser en movimiento. La cuestión aquí es —en todo caso— observar que no se trata de un acto unívoco y acotado, ni siquiera unidireccional o como parte de un solo proyecto. Esto último, en particular, se puede apreciar cuando se advierten los claroscuros del texto, los cuales permiten abrir nuevas rutas, requiebros e incluso retornos.
En cada párrafo, enunciado y palabra, hay una serie de matices que orientan y desorientan al lector. Lo llevan (me llevan) por caminos que van o vienen, por escaleras que suben o descienden hasta las simas de la conciencia, por laderas por las que uno se aferra a la pared de la certeza o bien se deja caer al abismo de la imaginación, que es perpendicular a la realidad que se evapora.
Las cosas en la lectura —en fin— se suceden en instantes que no cesan de ser y no ser: como el efecto de mirar a las ruedas de los autos girando hacia atrás (persistencia de las imágenes en la retina). Leer y creer es persistencia inveterada que crece en la medida que decrece. Así, la realidad se circunscribe a la propia velocidad y ruta que sigue el lector.
No se vaya a creer que es la misma ruta o la misma velocidad. La lectura es aleatoria, al menos como efecto en el pensamiento. Piénsese, al respecto, que en no pocas ocasiones ésta se vuelve remolino que no termina de soliviantar al lector. Aunque —hay que aclararlo— nunca termina de arrojarlo por completo fuera del texto: siempre queda alguna reminiscencia del acto de leer.
Lo que sí es claro es la oscuridad de alguna de sus partes. Oxímoron que juega y sentencia, a la vez al lector que no deja de ser. Al final de cuentas —hay que subrayarlo— se convierte en un preso que se divierte con su propio ejercicio lector. Leer para ir y regresar; para estar y desaparecer entre las letras. Después de todo, ir es una forma de regresar y viceversa.
La claridad se ilumina a sí misma. Esto hace comprender que la realidad decanta la oscuridad a través de lo que queda al descubierto. Leer es un proceso continuo, constante y no pocas veces mecánico, pero —insisto— no es unidireccional. Así, la realidad se ilumina y oscurece. Esto como parte de su propia aparición fenoménica. El lector se vuelve cómplice al prestar su mirada.
Y es que los ojos iluminan continuamente el texto. La mirada abre las letras hasta la saciedad, hasta agotarlas mientras la conciencia se apropia de ellas. Después, al dar vuelta a la hoja, las letras recuperan su <estado natural>; como si fueran múltiples prometeos que dejan de ser devoradas por el buitre [lector] de la montaña [posición privilegiada del lector].
Pero el lector no se detiene, sigue leyendo, caminando por entre las líneas que no siempre son surcos sembrados de verdad: los caminos sinuosos suelen enredarse a los que son rectos, esos por los que transitan la mayoría de los ojos, casi por inercia lectora.
Avanzar en la lectura es, para bien o para mal, una forma de ser desde la existencia oscuramente clara del texto. De nueva cuenta el oxímoron, la contradicción que, si no es dialéctica, al menos es dialógica. De esto puede colegirse una ontología literaria dinámica, permeada de constantes metamorfosis. Ítaca, después de todo, requiere de un Odiseo que sepa que es Odiseo; es decir, el texto requiere de un lector que se sepa a sí mismo como lector. En ese sentido, que comprenda que el diálogo que establece con el texto es un viaje a Ítaca, donde lo espera Penélope.
El tiempo de la lectura se vuelve, a partir de las peripecias del viaje, un espacio abierto para cada viajero: el instante es tan eterno como finito es el infinito cuando lo definimos con palabras que lo acotan. Cada quien vive en la palabra el tiempo suficiente para recordar la idea; o bien, para olvidar por un momento la existencia no lectora que lo lleva a la atemporalidad del texto.
Ir y venir es una constante que no termina de sucederse entre la mirada-lectura y el texto-ala. Unidos remontan el vuelo; creando, al volar, una serie de rutas insospechadas: luces y sombras para encontrar o perder más de una idea. Así, leer provoca múltiples sensaciones que se construyen como argumentos subjetivos entre el texto y la aprehensión del mismo. No se trata de convencer racionalmente a nadie (no son ideas cartesianas: claras y distintas). El diálogo es entre el texto y el lector, entre la mirada y las alas que toma por un instante para volar y perderse entre la claridad, o encontrarse entre la oscuridad de la aparición del ser-lector.
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Leer, en suma, es un acto construido de múltiples actos. Y cada uno —nótese— no se subsume en lo que aporta al acto mismo de leer; ya que la aparición del texto en la mirada del lector es cuántica (permítaseme la utilización de este término para referir la posibilidad de saltos de energía en la identidad-lectora).
Al final, si la lectura se inserta en el lector y éste, a su vez, se vuelve parte de la historia del texto, es decir, si se da una simbiosis-lectora entre ambos, se habrá completado una vuelta más de la rueda que gira hacia adelante, aunque al verla rodar parezca que va en sentido contrario: la ontología-lectora es un constante ser y no-ser a través de la palabra que es —a la vez— luz-oscura y oscuridad-luminosa. Lo importante es seguir caminando [leyendo].