Concluir algo significa terminarlo. Esto abre la posibilidad —al menos— de dos observaciones: por una parte, el hecho de que lo que se concluye es porque ya no se le puede añadir nada más; por otra parte, que quien concluye ya no tiene nada que añadir, y por eso lo da por terminado. Sin embargo, habría que preguntarse si efectivamente algo está realmente acabado y, si alguien no puede dar más a la obra que realiza, incluyendo su vida.
En el primer caso, hay que considerar que el término <concluir>, procede del latín concludere compuesto de dos partes: con que significa ‘junto’, ‘globalmente’; y claudere, ‘cerrar’, ‘encerrar’. Esto implica que al concluir se cierra algo, pero —nótese— se trata de cerrar; sin embargo, las cosas no se cierran necesariamente para siempre. En ese sentido, puede afirmarse que lo que se concluye puede reiniciarse, volverse a tomar. Ahora bien, tanto el caso de retomar un año que termina, como una vida que se acaba están —sin embargo— exentos de esta posibilidad de reinicio.
El tiempo y la vida no se reinician, al menos no en esta vida material en la que vivimos (dependiendo de la fe de las personas, existe la posibilidad de un reinicio de ambas entidades). El año que está por termina (2023) no puede reabrirse en un sentido —digamos— fáctico; sin embargo, no hay que descartar la posibilidad de que se le retome (como así sucederá seguramente) en un futuro, cuando se le refiera. Pero esta forma de reabrir no está en el año mismo, sino en quien lo refiera.
Lo mismo sucede con la vida. Cuando termina, se cierra para quien ha vivido esa vida, pero no para quien lo recuerde: hasta la muerte deja de morir, para vivir en las palabras de quienes recuerdan a los muertos. Se trata, en este sentido, de un cerrar una puerta y abrir, en mayor o menor sentido, otras tantas más. Después de todo, ¿quién sabe quién será el que cierre por última vez la puerta que recuerde a una persona?
Porque sabemos que existió, que ocupó un eslabón en la cadena llamada humanidad (al menos lo colegimos por las evidencias que representan sus descendientes); sin embargo, no sabemos quién era, cómo era su vida, qué decía, cuál era su contexto particular, entre otras preguntas que podrían abrir la puerta a su existencia, que hoy, en el caso de que lo refiriéramos se nos antojaría fugaz. De todos modos, después de cualquier número de intentos que lleváramos a cabo, siempre terminaríamos por cerrar la puerta y dar por acabado lo que podríamos saber de esa persona.
Sólo el acto de añadir es lo que abre de nuevo la posibilidad de aprehensión. Este término (añadir) proviene del latín vulgar inaddere, compuesto del prefijo in que significa dentro o hacia adentro; y del verbo addere que significa sumar. De tal modo que su definición es aumentar algo a lo que ya existe (de ahí el prefijo in, hacia adentro), a lo que se ha hecho. De ahí la imposibilidad de añadir algo al año como tal, pero sí a la ideade ese año. Por ejemplo, puede decirse que el año 1347, durante la Baja Edad Media, fue atroz; porque hubo una gran cantidad de personas muertas debido a la peste negra. Esto haría que dicho año se extendiera hasta lo que se dice de él. Lo mismo pasaría (o podría aplicarse) a la vida de las personas: cuando mueren se puede decir mucho de ellas. Aunque, muchas veces se recurra a clichés sociales que terminan por no decir nada.
Siguiendo este orden de ideas, me parece oportuno pensar si habremos concluido del todo el año; o bien, si, por el contrario, abriremos su puerta (aunque fuera, incluso, sus ventanas) para ver de nuevo en su interior, y vernos dentro de él. Qué podremos decir de nosotros dentro de ese año; o bien, Qué año veremos dentro de nosotros, ahora que estamos por dejarlo. Hay que considerar que lo que digamos o callemos, no será —al menos no necesariamente— una afirmación absoluta: siempre podremos aumentar o quitar algo de lo que hayamos dicho.
Lo que está en cuestión —en todo caso— es preguntarnos si realmente lo que acaba es el año o somos nosotros en esta parte de la vida que hemos vivido. Después de todo, el año es tiempo inmaterial; mientras que nosotros, para bien o para mal, somos tiempo en forma de energía, somos materia que se percibe a sí misma, siendo capaces de preguntar por nosotros mismos, y más aún: somos capaces de negarnos y decir que nos fuimos con el año que se fue.
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La realidad es cosa de todos los días. El motivo por el que se va cada hora, cada día, cada año, es porque no hay espacio para dos tiempos en un solo tiempo. Aunque —claro— esta afirmación puede ser destruida al contacto de la voz, o del silencio que también es voz. Concluir algo implica tener en consideración —entonces— que la puerta se tiene que cerrar en algún momento; pero también, aunque no siempre sucede, se puede abrir. Incluso, hay que aclarar que en algunas ocasiones no sólo se <puede>, sino <debe> abrirse, abrirse una y otra vez, hasta que la puerta se convierta en múltiples puertas: en las puertas nuestras de cada día.