/ viernes 28 de octubre de 2022

De la apariencia de la palabra al vacío del silencio

Literatura y filosofía

Lo que se ve se dice (se puede decir), se afirma, se asume como referencia (discurso) de la realidad. Así, de la afirmación, o la negación, de aquello que rasga o resquebraja la materialidad de la existencia (aún y cuando sea en forma de duda) surge la palabra. Ella hace mediación circunstancial in situ. La palabra rebasa a la palabra misma, desbordando la posibilidad (de facto o no) del propio discurso. En este sentido, la ontología se ve mediada por el logos-que-hace-logos. Un logos que se recrea constantemente en (y desde) la enunciación o —inclusive— en (y desde) el silencio.

Si digo —siguiendo este hilo conductor— que la realidad es literaria es tan cierto como si digo que no lo es. La enunciación no agota la materialidad o imaginación de la realidad referida; por el contrario: la extiende hasta el momento en que se dice o comprende. De ahí que la lectura sea una recreación, al igual que la relectura que se hace del texto. En ambos casos —nótese— preexiste una aprehensión del ser desde la referencia de dicho ser (léase ser-texto que está siendo al ser leído) a través de la lectura; así, ésta es realidad y referencia o recreación de la propia realidad.

Esto trae como consecuencia el hecho de que no haya una palabra que se agote en sí misma; antes bien, la <escrituración>, al igual que la lectura, sienta las raíces de una abducción lectora constante: pensamiento por demás fugaz —al menos— en tanto no se da (o se dé) siempre de la misma manera, ni con la misma profundización: leer es un acto íntimo, incluso si se lee en voz alta para los demás.

Lo anterior me da pie para referir la idea de «desasosiego» de Pesoa (tomo este concepto como punta de flecha que destroza —al volar— los razonamientos apodícticos de los que habla Kant en su Crítica de la razón pura). Cualquier idea que refiera dicho desasosiego no subsume otras ideas que aludan al mismo estado anímico; sin embargo, una sola de ellas, permite advertir otra idea, una que es —digamos— totalitaria en el ser desasosegado. Existe, con ello, un desasosiego que permite identificar la idea a partir de un constante ser-siendo-difuso, ya sea sonora o silente.

A partir de lo anterior puede afirmarse (a riesgo de que sólo sea un acercamiento reflexivo, literario-en-fuga-de-voz), que la lectura no hace sino descubrir una pequeña cicatriz en el rostro del lector que implica ser. De ahí la enunciación de la apariencia de la palabra, dirigida al vacío del silencio. Esto no es sino una forma de encuentro con el texto escrito (tómese en consideración que también existen los textos orales).

Así, el encuentro entre el texto y el lector no es sino un constante afirmar o negar (al menos dudar) lo que se lee; sin embargo, este negar no se da necesariamente en forma dialéctica (incluso dialógica), sino, sobre todo, en forma de olvido. En otras palabras: la antítesis de la afirmación no es necesariamente la negación, sino el olvido de la misma tesis. De este modo, la síntesis descubre (¿o provoca?) una aprehensión —digamos— existencial-lectora. Y es en este constante descubrir, la palabra-realidad, que le va la vida al lector.

Leer no es, pues, una actividad intrascendente. Se trata de una actividad íntima que hace ser desde la palabra. Es una forma de significar y significarse en el tiempo, para después, ya sea que se recuerde o se olvide, convertirse en polvo de polvo escrito o en tinta de voz alada.

La lectura tiende sus redes desde la página escrita. Anima el papel que se incendia en la voz que lee. Esto provoca —no pocas veces— incendios en la apariencia escriturística-lectora, sin importar la experiencia que se tenga del acto lector. La realidad —en este sentido— no se subsume o desaparece en su propia sombra. Antes bien, se acrecienta en la medida en que el tiempo de vuelve tinta leída. Al final, las ideas no duran mucho tiempo silentes. Sus cuerpos tienden a saltar, una y otra vez, en el vacío de la materialidad que se provoca al leer. Así, la vacuidad del papel muta en la tinta que late en los ojos del lector.

Con el paso del tiempo, el peso del texto se vuelve infinito. El silencio de las letras escritas, como la voz que lo desnuda, no es eterno en el texto. La metamorfosis no cesa de hacer su tarea. Una y otra y otra vez la afirmación se vuelve sobre sí misma. Atraviesa el espejo que oculta su interior. No deja nada para el siguiente momento. La realidad no puede esperar, está en cada instante en que se es y no se es, desde lo que se ha leído, desde lo que se recuerda y —por supuesto— desde lo que se ha olvidado.

Ser y no ser, deambular entre una dialéctica que decae en dialógicas cotidianas. Agonía lectora, casi agonía, provocada por la diafonía vertida en el sonido silente que se lee. Esto hace que no haya posibilidad de escapar del vacío que provoca el olvido de lo que se ha leído. La apariencia no puede mantener por mucho tiempo la misma forma de aprehensión. Al final, la mirada (la misma u otra) recreará el cuerpo del propio texto.

Evitar esta realidad, tratando —por ejemplo— de memorizar algunas frases, no es sino un reto infructuoso: el lector no es lector de un solo texto. Al igual que el ser humano no es vividor de un sólo día. ¿Quién puede vivir con una sola idea, o una sola página en la vida? ¿No es la palabra la afirmación que da sentido vital a la duda, a la negación, al olvido?

Después de todo, la apariencia de la palabra no es sino el vacío del silencio inaudito que grita desde el papel que arde en la mirada del lector.

Lo que se ve se dice (se puede decir), se afirma, se asume como referencia (discurso) de la realidad. Así, de la afirmación, o la negación, de aquello que rasga o resquebraja la materialidad de la existencia (aún y cuando sea en forma de duda) surge la palabra. Ella hace mediación circunstancial in situ. La palabra rebasa a la palabra misma, desbordando la posibilidad (de facto o no) del propio discurso. En este sentido, la ontología se ve mediada por el logos-que-hace-logos. Un logos que se recrea constantemente en (y desde) la enunciación o —inclusive— en (y desde) el silencio.

Si digo —siguiendo este hilo conductor— que la realidad es literaria es tan cierto como si digo que no lo es. La enunciación no agota la materialidad o imaginación de la realidad referida; por el contrario: la extiende hasta el momento en que se dice o comprende. De ahí que la lectura sea una recreación, al igual que la relectura que se hace del texto. En ambos casos —nótese— preexiste una aprehensión del ser desde la referencia de dicho ser (léase ser-texto que está siendo al ser leído) a través de la lectura; así, ésta es realidad y referencia o recreación de la propia realidad.

Esto trae como consecuencia el hecho de que no haya una palabra que se agote en sí misma; antes bien, la <escrituración>, al igual que la lectura, sienta las raíces de una abducción lectora constante: pensamiento por demás fugaz —al menos— en tanto no se da (o se dé) siempre de la misma manera, ni con la misma profundización: leer es un acto íntimo, incluso si se lee en voz alta para los demás.

Lo anterior me da pie para referir la idea de «desasosiego» de Pesoa (tomo este concepto como punta de flecha que destroza —al volar— los razonamientos apodícticos de los que habla Kant en su Crítica de la razón pura). Cualquier idea que refiera dicho desasosiego no subsume otras ideas que aludan al mismo estado anímico; sin embargo, una sola de ellas, permite advertir otra idea, una que es —digamos— totalitaria en el ser desasosegado. Existe, con ello, un desasosiego que permite identificar la idea a partir de un constante ser-siendo-difuso, ya sea sonora o silente.

A partir de lo anterior puede afirmarse (a riesgo de que sólo sea un acercamiento reflexivo, literario-en-fuga-de-voz), que la lectura no hace sino descubrir una pequeña cicatriz en el rostro del lector que implica ser. De ahí la enunciación de la apariencia de la palabra, dirigida al vacío del silencio. Esto no es sino una forma de encuentro con el texto escrito (tómese en consideración que también existen los textos orales).

Así, el encuentro entre el texto y el lector no es sino un constante afirmar o negar (al menos dudar) lo que se lee; sin embargo, este negar no se da necesariamente en forma dialéctica (incluso dialógica), sino, sobre todo, en forma de olvido. En otras palabras: la antítesis de la afirmación no es necesariamente la negación, sino el olvido de la misma tesis. De este modo, la síntesis descubre (¿o provoca?) una aprehensión —digamos— existencial-lectora. Y es en este constante descubrir, la palabra-realidad, que le va la vida al lector.

Leer no es, pues, una actividad intrascendente. Se trata de una actividad íntima que hace ser desde la palabra. Es una forma de significar y significarse en el tiempo, para después, ya sea que se recuerde o se olvide, convertirse en polvo de polvo escrito o en tinta de voz alada.

La lectura tiende sus redes desde la página escrita. Anima el papel que se incendia en la voz que lee. Esto provoca —no pocas veces— incendios en la apariencia escriturística-lectora, sin importar la experiencia que se tenga del acto lector. La realidad —en este sentido— no se subsume o desaparece en su propia sombra. Antes bien, se acrecienta en la medida en que el tiempo de vuelve tinta leída. Al final, las ideas no duran mucho tiempo silentes. Sus cuerpos tienden a saltar, una y otra vez, en el vacío de la materialidad que se provoca al leer. Así, la vacuidad del papel muta en la tinta que late en los ojos del lector.

Con el paso del tiempo, el peso del texto se vuelve infinito. El silencio de las letras escritas, como la voz que lo desnuda, no es eterno en el texto. La metamorfosis no cesa de hacer su tarea. Una y otra y otra vez la afirmación se vuelve sobre sí misma. Atraviesa el espejo que oculta su interior. No deja nada para el siguiente momento. La realidad no puede esperar, está en cada instante en que se es y no se es, desde lo que se ha leído, desde lo que se recuerda y —por supuesto— desde lo que se ha olvidado.

Ser y no ser, deambular entre una dialéctica que decae en dialógicas cotidianas. Agonía lectora, casi agonía, provocada por la diafonía vertida en el sonido silente que se lee. Esto hace que no haya posibilidad de escapar del vacío que provoca el olvido de lo que se ha leído. La apariencia no puede mantener por mucho tiempo la misma forma de aprehensión. Al final, la mirada (la misma u otra) recreará el cuerpo del propio texto.

Evitar esta realidad, tratando —por ejemplo— de memorizar algunas frases, no es sino un reto infructuoso: el lector no es lector de un solo texto. Al igual que el ser humano no es vividor de un sólo día. ¿Quién puede vivir con una sola idea, o una sola página en la vida? ¿No es la palabra la afirmación que da sentido vital a la duda, a la negación, al olvido?

Después de todo, la apariencia de la palabra no es sino el vacío del silencio inaudito que grita desde el papel que arde en la mirada del lector.

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