Intenté dejar la voz-de-papel, pero el silencio que le da sentido fue más fuerte. Mi esfuerzo resultó inútil. Rendido caigo una y otra vez a los pies de la realidad sonora: imagen enhiesta que deambula en mis propias pupilas mortuorias. Sucumbo —así— a la factibilidad de la palabra. Me asumo, una vez más, desde el derrotero que grita mi existencia fugaz.
¿Qué realidad está exenta de silencios que carcoman el olvido? No hay posibilidad de huir de nosotros mismos [al menos yo no puedo]. Cualquier intento que llevo a cabo siempre es fallido. Mi voz es mi límite. La intención es el espacio que acota ambos lados de cualquier límite, real o ficticio. Buscar un solo sentido al camino es ingenuo.
Desde el instante en que no hay instante, todo está perdido: la materialidad de la palabra puede crecer en cualquier dirección, incluso puede in-crecer dentro de ella misma | palabra de la que nace la misma palabra, desde la que está naciendo, hacia adentro de sí misma | Todo acaba por iniciar. El inicio no es más que una forma de ser-siendo desde la intención que se creía olvidada. De realidad se llena el mundo cuando piensa en la imaginación de ser.
Pienso —siguiendo la idea de ser— en la idea de realidad de Wittgenstein: “la realidad no es una propiedad que falte a lo que se está esperando, y se añada cuando empieza a esperar […]” (Zettel, n. 60). El todo está completo siempre y cuando esté en cada momento en que está siendo. Así es la voz que se creía ya no-ser: su <todo> nunca dejó de ser, no importa que ese todo haya sido una nada. Cualquier intento por ser-ser fuera de la voz es inútil, se corre el riesgo de desaparecer del tiempo. “¿Tiene el verbo «soñar» un tiempo presente? […]” (Zettel, n. 399).
Hay momentos continuos, infinitos, en que el olvido [pasado] se vuelve presente. Sin embargo, no deja de aparecer, como férula fenomenológica, para sostener algún hueso fracturado de la realidad rota. Y es que no hay olvido sin recuerdo, ni recuerdo sin cuerpo atormentado. Cada palabra ocupa varios lugares durante el proceso de su aparición y desaparición.
Y así, entre aparecer y desaparecer, mi intento se vuelve remolino de sí. Las palabras inician una y otra vez recorridos [idos] inciertos. “No nos libramos de la idea de que el sentido de la frase acompaña a ésta; se encuentra junto a ella” (Wittgenstein, Zettel, n. 139). De ahí que padezca la realidad como un sueño constante que se difumina al contacto de la voz.
Ser y no ser podría ser la disyuntiva más cercana. Pero ni la metafísica ni la ontología hacen verano en tiempos de olvido en gris. Cualquier palabra se rinde ante los ocres del olvido en ser. El principio ontológico [también] necesita de la voz como remedio existencial. No hay —en otras palabras— ser sin la posibilidad de no ser. por eso el olvido (mi olvido) tenía sentido existencial, aunque fuera como fuga de papel.
No me queda más que alimentar el olvido con fragmentos de presente ido, con pequeños resúmenes de momentos que quizá no fueron. Todo sea por el amor a la palabra que regresa como ave migratoria a mis momentos de escritura fugas y fragmentaria. Los espacios, como los gélidos páramos, están abiertos; la tinta sigue fluyendo en arroyos surcados de piedras que provocan caídas efímeras; los espacios también están aquí, llenos de puertas que se abren y cierran al contacto de la voz.
El silencio —una vez más— ha sentado sus reales en mi pequeño cuerpo seco. Su regreso ha sido distinto del que hubiera imaginado. Después de todo, las cosas se suceden de acuerdo a fortuitos instantes que no cesan de brincar. Pero esto no es obstáculo para que la palabra siga su camino escrito. Ser y no ser desde el papel escrito, leído y olvidado. Ser desde la intención, aunque en algún momento tenga que ser fallida.
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Tal vez —incluso a regañadientes— sólo quede el corazón como reposo lingüístico de la palabra ser, porque, como afirma Wittgenstein: “Una de las ideas filosóficas más peligrosas es, curiosamente, la de que pensamos con la cabeza o en la cabeza” (Zettel, n. 605). Y más aún: “La idea del pensar como un proceso en la cabeza, en un espacio absolutamente cerrado, le da el carácter de algo oculto” (Zettel, n. 606). Esto hace que obnubilemos nuestra capacidad de ida y de regreso.
Así, siguiendo el misticismo judío, tendríamos que reconocer que se piensa con la mente y con el corazón. En ese sentido, el recuerdo va y regresa en esas dos formas de ser (pensamiento y corazón). El texto no es más que la materialización de la llegada o de la ida. La palabra se vuelve ser y el ser muta en voz divinamente humana. Hoy he regresado a mí desde la voz que se vuelve tinta; desde una intención que creía olvidada, la voz no muere al contacto de la realidad. La palabra no cesa de ser palabra, aun y cuando haya dormido y su rostro haya sido el silencio.