/ viernes 7 de octubre de 2022

El instante que se dice y el que es al leer

Literatura y filosofía

1

En el texto, la tinta es un instante fijo. Su ser se subsume en la lectura que lo puede volver (traer a veces a cuenta gotas) de lo real. De ahí que se incruste en una realidad que, aunque estática, no deja de ser dinámica. Así, en su ser habita el ser; desde un no ser que deambula en formas escriturísticas de ser.

Esto es realidad porque se lee, porque está ahí, un ahí indefinido que se materializa en un aquí concreto. Así, del ahí (difuso) al aquí (concreto) sólo hay una mirada que vuela, un movimiento perpendicular en la página escrita. Por eso la no-realidad, porque no sólo se lee el instante que está en la hoja, sino también —y no en menor medida— el instante que se vuelve voz del lector en tránsfuga.

Y si esto fuera poco, piénsese —por ejemplo— en la cantidad de instantes que se agolpan en el rostro del instante que da la cara al lector. Cuántos aparecen entre voces y silencios que no siempre dicen lo que parecen decir. Su arremetida se convierte en mirada que trae de vuelta, a casa, los pasos que alguna vez transmutaron en tinta (toda trasmutación implica regreso, génesis circular).

Por eso la transfiguración de papel y viento, porque el instante no es eterno, aunque su aprehensión sí lo sea; porque la realidad no es sino vacuidad que flota en los quicios de la materia. Y es desde esta materia —materialidad— que alzo mi voz para abrir las puertas del texto. Pero no sólo se abren: también se cierran. El silencio, sin embargo, no tiene esta facultad. No está sujeto a mi arbitrio.

Sólo la lectura hace lectura; igual que el viento suele formar más remolinos en la imaginación, que en el papel. La mirada teje de tinta indeleble algunas partes del texto, volviéndolos materia de singular encanto. Así se teje la realidad de irrealidad.

Hay momentos en que el instante se posiciona en más de una palabra. Es como si las otras no existieran, o bien, como si su existencia tuviera sentido solamente porque le dan aliento a la palabra escogida por quien lee. Esto hace que el instante se subsuma en una implosión eterna, dejando de lado cualquier realidad fáctica en una necesidad-fática-de-ser.

Se trata de un instante como la ‘c’ que aparece en la palabra fáctica y desaparece en la fática. Es curioso, cómo una pequeña línea que se curva puede modificar la idea. Dicho de otra manera: las alas son de las palabras que vuelan, aun y cuando carecen de alas. En el lector sucede algo parecido: su voz no siempre es voz circunspecta. La prudencia no es siempre estática. Su entidad se vuelve dinámica cuando el instante no es suficiente.

Pero, qué es suficiente, qué que no sea a la vez ausencia de algo. La palabra escrita es totalidad e infinito, es plasma y viento a la vez, materia de voz-mirada. No hay, en ese sentido, una palabra que no sea a la vez silencio. La cuestión es, sin embargo, definir al silencio sin la palabra que le da rostro. Piénsese, por ejemplo, en un silencio que sólo es silencio. En donde no haya palabras que estén al acecho. Un páramo lleno de tranquilidad, un marasmo galáctico, un fragmento de paisaje polar. ¿Hay ahí silencio? ¿No es más bien una forma de ser de esos lugares?

Leo una vez más la página que me acecha desde la textualidad in situ. Caigo presa del instante que le aprisiona con sus límites de tinta escrita. ¿Qué tipo de silencio es este? ¿No es acaso el verdadero silencio, el que acaba con la voz que lee, el que se convierte en pensamiento de algo, quizá de sí mismo?

Pero el instante avanza. Así, en medio de este fragmento de realidad, asoma de nuevo su voz. Muestra su rostro de mi rostro (la imagen termina siendo imagen de sí misma), y sus manos y pies llenos de cicatrices existenciales. Así, con este cuerpo monótono, se posiciona una vez más de la realidad del acto de leer. Atrás no queda nada, sólo el pasado. ¿Qué otra cosa podría quedar? Todo lo que es está proyectado a no ser, o mejor: a ser voz que rompe el pasado, ese silencio que no es sino un instante mayor.

2

La lectura tiene una característica particular: deja atrás lo leído, casi al instante en que se pasa la mirada por encima de otra palabra, pero, al mismo tiempo, proyecta lo leído hacia un futuro que depende del recuerdo. Se trata, así, de un movimiento que está siempre en el presente, uno que se queda en el pasado y se vuelve hacia un futuro incierto. Todo este periplo no es sino el instante que hace la lectura de su propio ser. Pero no hay lectura sin tinta, aun y cuando ésta sea fragmento de viento o esquirla de voz.

Por eso la tinta no es sino un fragmento de la realidad que es y la que no es. La tinta dice lo que dice porque calla lo que calla. Su cuerpo le permite esto y muchas cosas más. De ahí que sea un instante en movimiento, como lo es también el propio ser. Ser que, sin menoscabo de su identidad ontológica, no es sino la negación del no-ser. Esta finitud a la vez que infinitud le es propia, sobre todo, en el papel escrito. Pero su cuerpo no tiene sentido si carece del cuerpo que le ofrece el lector con su mirada: la mirada del lector es cobijo del texto escrito.

Todo esto permite comprender las características de la lectura. No se trata de un acto intrascendente, sino de la voluntad de leer para trascender la lectura misma, incluso para dejar atrás cualquier acto de construcción ontológica. La lectura es —en todo caso— el rompimiento y creación, al mismo tiempo, de un instante que se fuga y se construye en un no-instante continuo: así, ser y no ser no es sino instante y no-instante de ser-siendo al leer.

1

En el texto, la tinta es un instante fijo. Su ser se subsume en la lectura que lo puede volver (traer a veces a cuenta gotas) de lo real. De ahí que se incruste en una realidad que, aunque estática, no deja de ser dinámica. Así, en su ser habita el ser; desde un no ser que deambula en formas escriturísticas de ser.

Esto es realidad porque se lee, porque está ahí, un ahí indefinido que se materializa en un aquí concreto. Así, del ahí (difuso) al aquí (concreto) sólo hay una mirada que vuela, un movimiento perpendicular en la página escrita. Por eso la no-realidad, porque no sólo se lee el instante que está en la hoja, sino también —y no en menor medida— el instante que se vuelve voz del lector en tránsfuga.

Y si esto fuera poco, piénsese —por ejemplo— en la cantidad de instantes que se agolpan en el rostro del instante que da la cara al lector. Cuántos aparecen entre voces y silencios que no siempre dicen lo que parecen decir. Su arremetida se convierte en mirada que trae de vuelta, a casa, los pasos que alguna vez transmutaron en tinta (toda trasmutación implica regreso, génesis circular).

Por eso la transfiguración de papel y viento, porque el instante no es eterno, aunque su aprehensión sí lo sea; porque la realidad no es sino vacuidad que flota en los quicios de la materia. Y es desde esta materia —materialidad— que alzo mi voz para abrir las puertas del texto. Pero no sólo se abren: también se cierran. El silencio, sin embargo, no tiene esta facultad. No está sujeto a mi arbitrio.

Sólo la lectura hace lectura; igual que el viento suele formar más remolinos en la imaginación, que en el papel. La mirada teje de tinta indeleble algunas partes del texto, volviéndolos materia de singular encanto. Así se teje la realidad de irrealidad.

Hay momentos en que el instante se posiciona en más de una palabra. Es como si las otras no existieran, o bien, como si su existencia tuviera sentido solamente porque le dan aliento a la palabra escogida por quien lee. Esto hace que el instante se subsuma en una implosión eterna, dejando de lado cualquier realidad fáctica en una necesidad-fática-de-ser.

Se trata de un instante como la ‘c’ que aparece en la palabra fáctica y desaparece en la fática. Es curioso, cómo una pequeña línea que se curva puede modificar la idea. Dicho de otra manera: las alas son de las palabras que vuelan, aun y cuando carecen de alas. En el lector sucede algo parecido: su voz no siempre es voz circunspecta. La prudencia no es siempre estática. Su entidad se vuelve dinámica cuando el instante no es suficiente.

Pero, qué es suficiente, qué que no sea a la vez ausencia de algo. La palabra escrita es totalidad e infinito, es plasma y viento a la vez, materia de voz-mirada. No hay, en ese sentido, una palabra que no sea a la vez silencio. La cuestión es, sin embargo, definir al silencio sin la palabra que le da rostro. Piénsese, por ejemplo, en un silencio que sólo es silencio. En donde no haya palabras que estén al acecho. Un páramo lleno de tranquilidad, un marasmo galáctico, un fragmento de paisaje polar. ¿Hay ahí silencio? ¿No es más bien una forma de ser de esos lugares?

Leo una vez más la página que me acecha desde la textualidad in situ. Caigo presa del instante que le aprisiona con sus límites de tinta escrita. ¿Qué tipo de silencio es este? ¿No es acaso el verdadero silencio, el que acaba con la voz que lee, el que se convierte en pensamiento de algo, quizá de sí mismo?

Pero el instante avanza. Así, en medio de este fragmento de realidad, asoma de nuevo su voz. Muestra su rostro de mi rostro (la imagen termina siendo imagen de sí misma), y sus manos y pies llenos de cicatrices existenciales. Así, con este cuerpo monótono, se posiciona una vez más de la realidad del acto de leer. Atrás no queda nada, sólo el pasado. ¿Qué otra cosa podría quedar? Todo lo que es está proyectado a no ser, o mejor: a ser voz que rompe el pasado, ese silencio que no es sino un instante mayor.

2

La lectura tiene una característica particular: deja atrás lo leído, casi al instante en que se pasa la mirada por encima de otra palabra, pero, al mismo tiempo, proyecta lo leído hacia un futuro que depende del recuerdo. Se trata, así, de un movimiento que está siempre en el presente, uno que se queda en el pasado y se vuelve hacia un futuro incierto. Todo este periplo no es sino el instante que hace la lectura de su propio ser. Pero no hay lectura sin tinta, aun y cuando ésta sea fragmento de viento o esquirla de voz.

Por eso la tinta no es sino un fragmento de la realidad que es y la que no es. La tinta dice lo que dice porque calla lo que calla. Su cuerpo le permite esto y muchas cosas más. De ahí que sea un instante en movimiento, como lo es también el propio ser. Ser que, sin menoscabo de su identidad ontológica, no es sino la negación del no-ser. Esta finitud a la vez que infinitud le es propia, sobre todo, en el papel escrito. Pero su cuerpo no tiene sentido si carece del cuerpo que le ofrece el lector con su mirada: la mirada del lector es cobijo del texto escrito.

Todo esto permite comprender las características de la lectura. No se trata de un acto intrascendente, sino de la voluntad de leer para trascender la lectura misma, incluso para dejar atrás cualquier acto de construcción ontológica. La lectura es —en todo caso— el rompimiento y creación, al mismo tiempo, de un instante que se fuga y se construye en un no-instante continuo: así, ser y no ser no es sino instante y no-instante de ser-siendo al leer.

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