Escribo para recordar lo que viví. De otra forma olvidaría lo que fotografié y lo que comí para la cena. Me es innato después de cada viaje no poder contarlo. Y es que hoy en día es mucho más difícil que alguien se tome el tiempo y el atrevimiento para preguntar. No es una falta de interés, ni un desgano, tal vez sea: ¿una apatía permanente? Somos tan visuales que nos basta ver la historia fotográfica en las redes sociales como prueba del evento. Una pregunta tan sencilla, que a veces me hace un ruido metálico sin virtud: ¿Cómo es que te fue en tu viaje? Aplica para muchas situaciones desde la más soez a la más compleja. Puede ser una pregunta que te tome contestar un segundo con un simple y mortal: bien, a un inacabable texto de carretera. Opto por la segunda.
Sé que a mi me encanta escuchar sobre las historias de los poetas Beat y la generación del Haight & Ashbury desde que era una idealista soñadora y bastante excitable. Siempre idealicé con romanticismo desde la adolescencia al movimiento de los sesenta. Fue mi templo entre el caos y la frivolidad. Puede encontrar en sus creaciones y expresiones artísticas la música que más me gusta y el arte que más disfruto. Te comparto eso y otros detalles más por si decides agregar la costa oeste como tu lugar de peregrinaje o por si eres un curios@ desde la cuna.
El viaje comenzó en San Francisco, la ciudad de lo extraño, lo estrafalario y lo tecnológico por excelencia. Es una especie de bricolaje multicultural. En donde, ciertamente, las cosas han cambiado mucho desde que en los veintes era una ciudad a donde iban los libres, los que les gustaba salirse de la norma, los ángeles desolados.
En San Francisco todo está al borde del límite. La ciudad respira un aire de grandes cambios y éxtasis, donde la cultura psicodélica, una vez un enigma para los sentidos, se ha transformado en un estandarte a la locura, sobredosis y liberación. Me dirijo al barrio de la meca hippie: El Haight-Ashbury, el epicentro de esta orgía sensorial, se alza como un monumento a la extravagancia, con su pavimento desgastado y su aire saturado de la promesa de lo sublime y lo repulsivo. Los edificios parecen susurrar historias de épocas doradas mientras recorres las calles que alguna vez vieron a figuras legendarias como: Janis Joplin, The Grateful Dead, Jefferson Airplane y Jimi Hendrix caminando entre las sombras del barrio. Las casas donde estos brujos del rock y la psicodelia vivieron y crearon están marcadas por el aura de su genio; vestigios de un pasado en el que la música se fundía con el espíritu contracultural del lugar.
Comencé a caminar todo el Haight entre tiendas de ropa creadas en el cielo del vintage barroco. Entre enormes vitrinas con abrigos de peluche neón en todos sus posibles colores hasta la tienda de una hermosa anciana calaca con manos de seda iridiscente, cabello largo y blanco. Esta tienda polvosa, mohosa y llena de tanto charm me cautivó. Tenían ropa, zapatos y accesorios desde la era en la que Frisco comenzaba a tener estilo a principios del siglo xx hasta por ahi de los años setenta.Todas las épocas y cada década son su peculiar estilo mostrada en escaparates de nostalgia infinita. Imagino que estos objetos perdurarán con el paso del tiempo. Imagino de la misma forma que pasará con la moda del presente cuando sea considerada vintage. Una tienda de Shein o una de Temu. Inexistentes. Los objetos simplemente no creo que se mantendrán. Tendría que regresar en cincuenta años para verlo.
En el lado opuesto del espectro, los yonquis sin hogar se desmoronan. Allí están, atrapados en un ciclo interminable de desesperación, sus cuerpos enredados en encajes negros, orinas de miel con sus caras perdidas en la neblina de la droga. El aroma a gonorrea se mezcla con el hedor del abandono, y en cada rincón del Haight, las noches se arrastran hasta el amanecer, pobladas por los gritos de agonía y el humo de la desesperación. Estos miserables se han convertido en los mártires de una revolución fallida, sus vidas consumidas por las llamas de un sueño que se tornó en pesadilla.
No todo está perdido. En las calles del Haight también hay mucho arte. Galerías basadas primordialmente en la experimentación con la psyche. Multiversos de colores estrambóticos y exquisitos. A ver si adivinas lector a cuál artista me refiero. Veo pinturas con seres humanos a los cuales puedo verle anatómicamente desde las venas hasta todos sus órganos latentes. Cuerpo, mente y espiritu. Turn on, tune in, drop out.
Una caminata peregrina me llevó a la cima de Hippie Hill, donde la esencia del pasado psicodélico aún se siente con intensidad. El aire frío y presente me envolvía, y los árboles cipreses altos y poderosos parecían susurrar con una voz ancestral, moviéndose suavemente como si me saludaran en una ceremonia de bienvenida. Las flores, de un vibrante naranja y amarillo, danzaban al ritmo de una brisa etérea, sus colores vivos contrastando con el verde profundo de los árboles que se alzaban como guardianes del lugar. Cada paso en la colina se sentía como un retorno a un estado de gracia. Bajamos la colina los hongos y yo; adornados con flores en la cabeza y con una inconmensurable dosis de autocomplacencia.
Así, la ciudad de San Francisco, como un enorme caleidoscopio psicodélico, gira entre las visiones de los iluminados y las sombras de los condenados. La experiencia psicodélica, una vez una promesa de trascendencia, se ha convertido en un experimento de esperanza rota y sueños desmoronados, con sus héroes adornados de flores y sus víctimas arrastradas por la decadencia. En este crisol de la cultura, el viaje es interminable, una travesía interminable a través del paraíso y el infierno de la mente, y tú, viajero, estás en el epicentro de esta épica batalla entre el éxtasis y la determinación a lo maravilloso.
La bruma del crepúsculo se desliza suavemente sobre Chinatown, envolviendo las calles en un manto de misterio y promesas. En cada esquina, los neones de los letreros en chino parpadean como recuerdos de un sueño viviente, sus luces difusas mezcladas con los ecos del pasado y el presente en una danza infinita de sombras y colores. Caminando por los callejones serpenteantes, con el aroma del dim sum y el humo de los inciensos entrelazándose en el aire, me adentré en el corazón palpitante de este enclave cultural. La Ciudad de los Ángeles estaba lejos, pero el verdadero viaje había comenzado aquí, en esta metrópoli de culturas fusionadas, donde el tiempo parece estar en un perpetuo estado de revolución.
Finalmente, allí estaba, la legendaria City Lights Bookstore, un faro en medio del caos. Entré como un peregrino en busca de un santuario, mi corazón latiendo con la urgencia de un adolescente que había anhelado este encuentro desde el primer momento en que escuché hablar de aquel lugar. Las puertas se abrieron ante mí, revelando un refugio de letras y papel, un rincón donde el tiempo se detiene y la magia de la literatura se despliega con una intensidad inigualable.
Los estantes de City Lights estaban atestados de volúmenes que alguna vez habían sido devorados por mentes míticas: Ginsberg, Kerouac, Burroughs, aquellos revolucionarios de la palabra que habían trazado el camino por el que ahora caminaba. El aire estaba cargado con la esencia de sus pensamientos, un aroma tangible de tinta que se mezclaba con la esperanza y el amor por la literatura. Sentí como si cada palabra impresa en esos libros tuviera un latido propio, un pulso que resonaba con la vitalidad de las grandes ideas y la resistencia del intelecto.
El espacio era un santuario vibrante, un lugar donde los sueños aún tenían el poder de volar alto y el conocimiento no estaba perdido, sino ardiente y vivo, latiendo con el calor de la pasión literaria. Cada rincón de la tienda parecía susurrar secretos, cada libro era una ventana abierta a un universo de pensamientos y emociones, aguardando a ser descubierto por el viajero atento.
Cuando salí de City Lights, con la sensación de haber tocado algo eternamente importante, el aire fresco de Chinatown me envolvió una vez más, y comprendí que este lugar no es solo un destino; es un crucero hacia el alma misma de la aventura. No importa si eres un amante de la poesía beat, un aficionado a la psicodelia o simplemente un explorador en busca de experiencias únicas. Chinatown y City Lights son los puntos de partida de un viaje intrínseco que despierta la curiosidad, alimenta la imaginación y enciende el espíritu de quien busca algo más que lo ordinario.
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Por la noche decidí adentrarme en el mundo clandestino de los strip clubs de Chinatown, una experiencia que me hizo reflexionar profundamente sobre la gran labor de las mujeres que se entregan en el escenario por el deseo ajeno. Al atravesar la puerta de uno de estos lugares, fui recibida por una atmósfera de luces tenues y música envolvente, donde el vaivén de los cuerpos y el brillo de los neones se mezclan en una coreografía ondulatoria y sinusoidal. Observé a las mujeres, cada una con su propia narrativa, dando todo de sí mismas en un ballet de exhibición y deseo. Fue un recordatorio conmovedor y casi visceral de la complejidad de su trabajo, un espectáculo que exige una entrega completa y una capacidad para encarnar sueños y fantasías en un entorno donde el reconocimiento y la apreciación a menudo se pierden entre el humo y los gritos.
Así que si eres un viajero con hambre de descubrimientos, un alma sedienta de nuevas experiencias, agrega la Costa Oeste en tu mapa. Son el puerto seguro para el explorador moderno, el faro que guía a quienes se atreven a buscar más allá de los caminos trillados. En este crisol de culturas y letras, encontrarás un refugio que te invita a perderte, a encontrarte y a dejarte seducir por la magia de lo inesperado.