La tinta hace oquedad y espacio infinito: ulular de encuentros y desencuentros no siempre fortuitos. Sin el papel (o el espacio virtual en el que se escribe), la voz muta sin cesar: caos infausto, dendritas fallidas lejos de la voz de Gilles Deleuze. No hay —en fin— interregnos suficientes para ocultar la intención del escritor ni la fatalidad del lector.
El espacio es la propia tinta que se mece como fuga constante. En ese sentido, la realidad es esta realidad. Así, nótese: no hay “la realidad”, como forma generalizada de volver absoluto al objeto, sino “esta realidad”, como sugerencia que aparece y desaparece al contacto de la mirada y el recuerdo del lector. Su mismidad —podría decirse— es como una sombra que se deja ver y, aun así, viéndola, no deja de estar oculta a la certeza de cualquier razonamiento apodíctico. La palabra <silencio> también es voz que termina siendo una realidad llamada silencio. Entre ambos (palabra y realidad) se mueve el sujeto que lee y escribe que lee.
Pero la escritura no es sólo palabras, frases, ni siquiera mensaje. Su ser es un ser-siendo sui generis: necesita del ser humano para surgir como sustancia; pero permanece más allá de cualquier humanidad. Así, leer es hacer tinta en la memoria y memoria en el papel escrito. Quien lee, no sólo lee, también imagina, recuerda, sueña, modifica…, impone una realidad muchas veces sin saber que la impone. En todo caso, la lectura no es estática, sino dinámicamente estática (o si se quiere, estáticamente dinámica).
He afirmado el movimiento del texto, pero debo reconocer que el movimiento mismo es el texto. Sin movimiento nada existe; nada, ni la voz ni el silencio. Pero no se crea que se trata de ir de un lugar hacia otro como errabundo constante, sino de ser uno y otro después de leer; es decir, modificarse sin moverse: ser un ser-siendo desde la inmovilidad de la materia escrita y leída: leer da cuerpo a la idea.
De lo anterior se desprende (al menos puede desprenderse) que cualquier idea, dicha o no, puede hacer nido en la voz. Pero la voz no es sólo voz, también es silencio, movimiento, intención. Forma de ser y no ser en que coinciden la escritura y la lectura.
La realidad cae, no deja de caer, es como una gota que, sin ser la misma gota, cae desde el tejado; es como un clavo que perfora la materia. Abajo, la tierra recibe la misma gota, pero esta gota siempre es otra gota. Lo mismo sucede cuando se lee: se lee la misma frase, pero se leen distintas ideas. No importa que en la apariencia sea la misma…, en el fondo, no hay mismidad ni continuidad certera. En el espacio escrito puede suceder cualquier cosa, incluso ninguna cosa.
En todo caso, leer hace espacio infinito. Hay que decirlo una vez más. Hay que decirlo las veces que sea necesario para dejar constancia de que la escritura hace escritura de voz, y que la lectura no es sino escritura en el pensamiento. El recuerdo o el olvido son, en todo caso, los testaferros que le darán o no continuidad; sin embargo, aun así, la lectura nunca se reduce por completo, nunca concluye como escritura, siempre hay la posibilidad de que sea un ave, o un pez, o el viento racional que viaja por nuestras conciencias.
El espacio que hace la lectura no es —en este sentido— absoluto. Tampoco es relativo, esto hay que subrayarlo. No es ni lo uno ni lo otro, por eso es espacio escriturario que se lee. Sus límites están en la intención, pero también en el asombro; en el encuentro, pero también en la despedida; en la imaginación, pero también en la realidad sin maquillaje. Ser es leer el ser. El secreto está en la escritura.
Pero no se trata de una escritura o —incluso— una lectura a modo. Sus vértices no son de orden cuantitativo o cualitativo, ya que ambos requieren de una conciencia que advierte y se advierte. La objetividad es, en ese sentido, la materia del pensamiento y afirmación más profunda. Y es que no se puede ser sin darse cuenta de que se es. De otro modo, no se es, tan sólo se está dejando ser. De ahí que el texto no sea una barca para irnos en él, sino apenas una tabla para no ahogarnos en nuestra propia conciencia lectora. Cada lector es su propio medio y fin para ir a otro medio y a otro fin. Así, lo que hay entre la realidad y esta realidad es un paso lleno de pasos, una pausa llena de pausas.
Por eso insuflo en la tinta mi aliento incipiente de aprendiz de pensador. Porque tengo la seguridad de que puedo hacerlo, tan sólo por eso. No poseo una verdad a priori o una a posteriori, que me permitan aseverar la factibilidad o negación de la materia que leo. La lectura, al igual que la escritura, no deja de ser sólo lectura o sólo escritura: la creación siempre está al borde del encuentro con el texto.
Leer es ser para dejar de ser y, a la vez, para reafirmar el que se es desde un movimiento continuo de ser. Esto confirma —al menos se colige— que la realidad no se subsume en la intención del escritor, aunque tampoco se abre y estanca en la lectura que hace el lector. Entre ambos hay una conexión, un espacio en el que convergen y divergen cuerpos en y desde pensamientos en movimiento.
La realidad no es espacio absoluto, tampoco intención constante. Su mismidad es su propia diferencia: de la rostridad deleuziana a la metamorfosis kafkiana no hay —como suele decirse, pero en sentido opuesto— un solo paso. La razón es que el mismo paso indicaría o presupondría la idea de espacio y de distancia (vasos comunicantes). Lo que hay es —en todo caso— fragmentación de voz, incrustación de ser en no ser y de éste en los mil textos que conforman el texto: espacio de tinta es provocación de voz.