En nuestra anterior entrega hablábamos sobre la representación artística en el arte simbólico, y concluíamos que dicha referencia llevaba en sí misma el proceso de su propia autodestrucción. Este proceso se aceleró con los primeros movimientos iconoclastas que surgieron desde el primer siglo del cristianismo y permanecerá como una pregunta latente, sin respuesta, en la modernidad, lo que permitirá desencajar el objeto-figura con el vínculo indefinible de lo religioso.
La evolución social y urbana trajo consigo una función del arte totalmente distinta y novedosa. Los objetos-figuras del arte simbólico perdieron toda referencia de representación de lo irrepresentable, aunque posteriormente fueron usados como alegorías o referencias tanto de lo divino como de lo profano. Es a partir de ese momento en que la disyuntiva cierto/falso es sustituida por una referencia a algo conocido e identificable desde y por las escrituras de lo cotidiano.
Asimismo, aún cuando el clero definiría las formas correctas y falsas de la simbolización, al perder la sujeción a lo divino religioso, el arte pudo ampliar sus competencias representacionales, traduciéndose en nuevas formas e ideas de expresar, dibujar o musicalizar lo descrito por las escrituras, las grandes hazañas o las cualidades superiores de un líder. Esto es evidente en el arte egipcio, griego y romano.
¿A dónde se fue la representación de lo irrepresentable del arte simbólico? En los inicios de las civilizaciones complejas y las sociedades estratificadas, esta característica la adquirieron las familias reales, el papa o los monarcas. Con el advenimiento del cristianismo y de la Edad Media, el arte vivió un cambio paulatino desde el arte simbólico al arte como signo. En este punto, de acuerdo con Niklas Luhmann en su libro El arte de la sociedad (Herder, 2005), la señalización signo se manifiesta como algo presente pero no existente: la experiencia artística y estética se abre a lo no actual.
Allende los determinismos religiosos o los prejuicios jacobinos, el cristianismo impulsó una complejidad social tal que el arte logró procesar esquemas cada vez más avanzados de referencia; esto implicó la posibilidad de considerar la historia y el mundo natural como algo digno de ser retratado artísticamente.
No es descabellado afirmar que, si bien en el Medioevo el registro artístico experimentó restricciones significativas, también destacaron aperturas notables. Un ejemplo claro de apertura lo encontramos en las representaciones anónimas del Apocalipsis que se plasmaron en libros sagrados y vitrales.
Lo que a los ojos de los supuestos puristas se denominan “errores” la proporción, el uso recurrente de figuras planas y horizontales, así como el carácter de proporcionalidad, aglutinamiento de personajes y carencia de perspectiva, en realidad son recursos evolutivos. Es decir, los esquemas de representación del arte medieval establecieron en su contexto histórico mayores niveles de complejidad representacional y de reconocimiento. Pero, llegados a este punto, es importante reafirmar que tanto las distancias de las decisiones eclesiásticas como las mayores exigencias provenientes de los monasterios, los reyes, los banqueros y los nuevos comerciantes de la baja Edad Media fueron los actores que comenzaron a elaborar requerimientos estéticos cada vez más sofisticados y en línea con los nuevos gustos de la incipiente burguesía.
Para lograr un avance evolutivo de las características del arte medieval exigía, pues, realizar un trabajo “bien hecho” y claramente argumentado. Es decir, se debía hacer notar la calidad y habilidad del artista, así como también se hizo necesario un esfuerzo reflexivo que, con el paso del tiempo, se denominó teóricamente como estética.
Es menester aclarar que el patronazgo contribuyó a elaborar una nueva lógica de producción artística en las nacientes sociedades estratificadas: el reconocimiento del artista, su reflexividad y las condiciones del comercio.
Ya para el Quattrocento italiano el manierismo español, el Renacimiento holandés y el belga habrían de surgir avances significativos tanto en la complejidad argumental como en las exigencias de desciframiento por parte de los observadores. Es precisamente en esta época en que se integran nuevas técnicas de pintado y de perspectiva, específicamente el punto de fuga, el cual es posible advertir su uso imperfecto en las obras tempranas de Paulo Uccello, particularmente en “La batalla de San Romano”, por ejemplo, tríptico que fue ejecutado entre 1456 y 1460, y cuyos cuadros se encuentran dispersos en tres museos: la Galería Nacional de Londres, el Louvre de París y la Galería de los Uffizi de Florencia. A partir de entonces, no hubo artista que no incluyera el punto de fuga en sus obras.
Por supuesto, posteriormente hubo artistas que llevaron la evolución técnica mucho más lejos, como Leonardo Da Vinci, quien elaboró soluciones técnicas y artísticas inéditas para su época y que siguen siendo aún misteriosas para nuestros tiempos. Aunque predominaron los motivos e insumos narrativos de temáticas bíblicas y religiosas, también en estos siglos se experimentaron propuestas artísticas como mayor grado de libertad.
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