/ miércoles 26 de abril de 2023

Instante, fuga de voz continua en el ser que está siendo

Literatura y Filosofía


Pienso en la singularidad del instante | silencio| extensión, vacío | inmediatamente me doy cuenta del abismo que existe entre lo que creo y lo que verdaderamente sucede | incógnita en picada |. De la realidad-que-digo a la realidad-que-imagino hay un paso que nunca termina. No se trata de imaginar al instante como algo desprovisto de humanidad, o de humanizar al tiempo al grado de considerarlo solamente en relación con el ser humano. Si hay algo que es (que está) verdaderamente abierto, tremendamente abierto, y por lo mismo es atemporal, es el instante como palabra en texto sin fronteras.

Se trata de un punto en constante fuga-de-voz —Borges lo refiere de otro modo particular: Aleph—. Espacio en donde todo sucede y —a la vez— nada sucede; o mejor aún: nada termina de suceder. En este lugar todo lo que pasa deja de pasar al contacto con la realidad. De hecho, es el contacto mismo el que da sentido a la <idea> o <sensación> de aislamiento: se toca para imaginar que no hay límites o vasos comunicantes que relacionen la voz con lo que refiere dicha voz.

La mirada, en este sentido, no sólo modifica lo visto (como en el caso del disparador de hadrones), sino la temporalidad misma que modifica y se modifica (una y otra vez) hasta desdoblarse en una singularidad cuántica. El texto que se lee —siguiendo este hilo conductor— viene a ser en realidad una banda de möbius: lo que es arriba es abajo y viceversa, dirían los estudiosos de la Cabalá. La cuestión es —en todo caso— observar el momento en que se advierte la diferencia entre el arriba con respecto del abajo. ¿Cuándo es uno y cuándo otro? Es decir, ¿podría reducirse esta aporía a una cuestión de temporalidad?

Si es así, se comprendería el texto en tanto estuviera-siendo como voz silente que encarna[ra] la sustancialidad lectora del lector. Sin embargo, ello nos llevaría a comprender que la palabra no es sino una forma de ser del tiempo mismo. En otras palabras: el hágase la luz y todo lo demás de la Creación tendría un sentido temporal en su sentido —digamos— más material. De lo cual se comprendería su posible aplicabilidad —por supuesto mutatis mutandi— al texto escrito: hágase el texto cuando lo escribo, y el texto (como efecto de creatividad) aparece escrito: pequeño diosecito de su propia imaginación.

Pero, si esto es así, la creación ex nihilo decantaría en una imaginación de voz no sólo en su sentido explosivo, sino también en uno implosivo: la palabra recreándose a sí misma, a través de la materialización de la idea de materia. Y es que la realidad nunca deja de sorprendernos, sobre todo cuando la pensamos como parte de un discurso que es voz que está siendo, ontológicamente ser-ser, siendo-siendo.

Así, a la expresión «ser» (por demás conceptual) habría que diluirle (desleírle) la sensación <ser> (tentación de referir algo inefable). De lo cual —se puede colegir— el texto no se reduciría a la simple decodificación del mismo texto, tampoco a la comprensión de lo que quiso decir el autor, incluso se estaría lejos de lo que el lector pudiera comprender. No se trataría de algo que pudiera ser reducido a una palabra o a alguna sensación cerrada (agotada o acotada en la inexpresividad). La lectura nunca cierra el tiempo, siempre lo está abriendo. El instante abre múltiples sensaciones y lecturas individuales sin que, por ello, agote el texto; es decir, aunque su objetividad permanezca intacta, al menos mientras se le siga refiriendo como el mismo “objeto de estudio”, su decodificación conceptual formará parte de un instante inasible que lo volverá luz que abre y —a la vez— cierra el día del lector: su contenido se tornará —en este sentido— camaleónico, como círculo perdido, rodando extraviado hacia un abismo interminable.

La quietud del texto observa —casi sin aliento— el fantasma de su propia voz. Se atiene a las consecuencias o golpes imprecisos que las grafías hacen una y otra vez en el lector. ¿Quién es Sísifo, el texto o el lector? ¿Quién es Tántalo, el escritor o el tiempo en que su texto se mueve como aguas imprecisas? La condena es una forma de aparecer como lector en la realidad circunscrita a múltiples sensaciones de voz en tiento; tiento que hace papel leído al papel escrito.

A partir de estas inflexiones se puede comprender alguna relación (al menos intuición) estética entre el ángel de la historia de Walter Benjamin y el texto leído. Digo ‘estética’ porque no es sino desde un estar sintiendo (aunque de manera racional) el sentido prístino del texto. Y es esta sensación —precisamente—la que se da (en mayor o menor medida) en el tiempo. Un tiempo cuasi unidireccional, donde el lector es arrojado de continuo hacia el final del mismo texto. Aquí cabría preguntarse cómo seguir una sola línea cuando se lee. Es cierto que el texto tiene un inicio y un final, sin embargo, esto no significa que no pueda tener múltiples inicios y finales. ¿Dónde se inicia? (No pregunto dónde está el inicio del texto) ¿Dónde se termina? (No pregunto dónde está el final del texto). En todo caso, lo que hay que advertir es que el lugar que se escoja estará circunscrito a una temporalidad instantánea que hace lector al lector.

Por eso la fugacidad de la voz, porque abre y cierra el texto no sólo dentro del texto mismo, tampoco en el lector o en el autor, sino desde una temporalidad no cerrada. Una en la que el tiempo sea [es] la palabra que está escrita y, a la vez, detone en múltiples temporalidades que se dan en lectores que la hacen suya. Así, el tiempo no se circunscribe a una forma en la que somos, sino —y no en menor medida— a nuestro mismo concurrir como lectores. El tiempo somos nosotros cuando leemos. La lectura es tiempo, la tinta es tiempo, la idea es tiempo. El tiempo es tiempo que se hace palabra para poder asirlo como voz y hacerlo nuestro en un sentido profundamente ontológico.

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No hay —se colige— mayor temporalidad que la palabra. Ya sea hablada o escrita, susurrada o en forma de grito, exclamada o guardada como silencio. No importa la forma en que esté siendo, la palabra siempre será tiempo, y más aún: será el instante en que el tiempo se hace infinito, o bien, el lugar en donde el infinito-singular no puede ser otra cosa más que una palabra leída, aunque sea de manera silente, por un ser-de-ojos-alados.


Pienso en la singularidad del instante | silencio| extensión, vacío | inmediatamente me doy cuenta del abismo que existe entre lo que creo y lo que verdaderamente sucede | incógnita en picada |. De la realidad-que-digo a la realidad-que-imagino hay un paso que nunca termina. No se trata de imaginar al instante como algo desprovisto de humanidad, o de humanizar al tiempo al grado de considerarlo solamente en relación con el ser humano. Si hay algo que es (que está) verdaderamente abierto, tremendamente abierto, y por lo mismo es atemporal, es el instante como palabra en texto sin fronteras.

Se trata de un punto en constante fuga-de-voz —Borges lo refiere de otro modo particular: Aleph—. Espacio en donde todo sucede y —a la vez— nada sucede; o mejor aún: nada termina de suceder. En este lugar todo lo que pasa deja de pasar al contacto con la realidad. De hecho, es el contacto mismo el que da sentido a la <idea> o <sensación> de aislamiento: se toca para imaginar que no hay límites o vasos comunicantes que relacionen la voz con lo que refiere dicha voz.

La mirada, en este sentido, no sólo modifica lo visto (como en el caso del disparador de hadrones), sino la temporalidad misma que modifica y se modifica (una y otra vez) hasta desdoblarse en una singularidad cuántica. El texto que se lee —siguiendo este hilo conductor— viene a ser en realidad una banda de möbius: lo que es arriba es abajo y viceversa, dirían los estudiosos de la Cabalá. La cuestión es —en todo caso— observar el momento en que se advierte la diferencia entre el arriba con respecto del abajo. ¿Cuándo es uno y cuándo otro? Es decir, ¿podría reducirse esta aporía a una cuestión de temporalidad?

Si es así, se comprendería el texto en tanto estuviera-siendo como voz silente que encarna[ra] la sustancialidad lectora del lector. Sin embargo, ello nos llevaría a comprender que la palabra no es sino una forma de ser del tiempo mismo. En otras palabras: el hágase la luz y todo lo demás de la Creación tendría un sentido temporal en su sentido —digamos— más material. De lo cual se comprendería su posible aplicabilidad —por supuesto mutatis mutandi— al texto escrito: hágase el texto cuando lo escribo, y el texto (como efecto de creatividad) aparece escrito: pequeño diosecito de su propia imaginación.

Pero, si esto es así, la creación ex nihilo decantaría en una imaginación de voz no sólo en su sentido explosivo, sino también en uno implosivo: la palabra recreándose a sí misma, a través de la materialización de la idea de materia. Y es que la realidad nunca deja de sorprendernos, sobre todo cuando la pensamos como parte de un discurso que es voz que está siendo, ontológicamente ser-ser, siendo-siendo.

Así, a la expresión «ser» (por demás conceptual) habría que diluirle (desleírle) la sensación <ser> (tentación de referir algo inefable). De lo cual —se puede colegir— el texto no se reduciría a la simple decodificación del mismo texto, tampoco a la comprensión de lo que quiso decir el autor, incluso se estaría lejos de lo que el lector pudiera comprender. No se trataría de algo que pudiera ser reducido a una palabra o a alguna sensación cerrada (agotada o acotada en la inexpresividad). La lectura nunca cierra el tiempo, siempre lo está abriendo. El instante abre múltiples sensaciones y lecturas individuales sin que, por ello, agote el texto; es decir, aunque su objetividad permanezca intacta, al menos mientras se le siga refiriendo como el mismo “objeto de estudio”, su decodificación conceptual formará parte de un instante inasible que lo volverá luz que abre y —a la vez— cierra el día del lector: su contenido se tornará —en este sentido— camaleónico, como círculo perdido, rodando extraviado hacia un abismo interminable.

La quietud del texto observa —casi sin aliento— el fantasma de su propia voz. Se atiene a las consecuencias o golpes imprecisos que las grafías hacen una y otra vez en el lector. ¿Quién es Sísifo, el texto o el lector? ¿Quién es Tántalo, el escritor o el tiempo en que su texto se mueve como aguas imprecisas? La condena es una forma de aparecer como lector en la realidad circunscrita a múltiples sensaciones de voz en tiento; tiento que hace papel leído al papel escrito.

A partir de estas inflexiones se puede comprender alguna relación (al menos intuición) estética entre el ángel de la historia de Walter Benjamin y el texto leído. Digo ‘estética’ porque no es sino desde un estar sintiendo (aunque de manera racional) el sentido prístino del texto. Y es esta sensación —precisamente—la que se da (en mayor o menor medida) en el tiempo. Un tiempo cuasi unidireccional, donde el lector es arrojado de continuo hacia el final del mismo texto. Aquí cabría preguntarse cómo seguir una sola línea cuando se lee. Es cierto que el texto tiene un inicio y un final, sin embargo, esto no significa que no pueda tener múltiples inicios y finales. ¿Dónde se inicia? (No pregunto dónde está el inicio del texto) ¿Dónde se termina? (No pregunto dónde está el final del texto). En todo caso, lo que hay que advertir es que el lugar que se escoja estará circunscrito a una temporalidad instantánea que hace lector al lector.

Por eso la fugacidad de la voz, porque abre y cierra el texto no sólo dentro del texto mismo, tampoco en el lector o en el autor, sino desde una temporalidad no cerrada. Una en la que el tiempo sea [es] la palabra que está escrita y, a la vez, detone en múltiples temporalidades que se dan en lectores que la hacen suya. Así, el tiempo no se circunscribe a una forma en la que somos, sino —y no en menor medida— a nuestro mismo concurrir como lectores. El tiempo somos nosotros cuando leemos. La lectura es tiempo, la tinta es tiempo, la idea es tiempo. El tiempo es tiempo que se hace palabra para poder asirlo como voz y hacerlo nuestro en un sentido profundamente ontológico.

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No hay —se colige— mayor temporalidad que la palabra. Ya sea hablada o escrita, susurrada o en forma de grito, exclamada o guardada como silencio. No importa la forma en que esté siendo, la palabra siempre será tiempo, y más aún: será el instante en que el tiempo se hace infinito, o bien, el lugar en donde el infinito-singular no puede ser otra cosa más que una palabra leída, aunque sea de manera silente, por un ser-de-ojos-alados.

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